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“No son números, son personas”

Uno de los miembros de los barcos de rescate de MSF en el Mediterráneo cuenta las viviencias con aquellos a los que salvan de las aguas cada día

Lindis durante un rescate
Lindis durante un rescateFrancesco Zizola
Si me llevan de vuelta a Libia, volveré a arrojarme al mar"

El hombre que está frente a mí tiene los brazos cruzados sobre su pecho como si se abrazase a sí mismo, y me habla con una voz baja pero intensa. La expresión que transmiten sus ojos es de enfado y de miedo. Va vestido solamente con unos calzoncillos negros y con una camiseta negra. Eso es todo. Nada más. Su ropa está empapada de agua de mar y del combustible de la embarcación. En los brazos tiene marcas de haber sufrido quemaduras, seguramente hechas a modo de tortura con cigarrillos encendidos. Le explico que nos estamos dirigiendo hacia Italia. Le digo mi nombre, sonrío. Le explico quiénes somos y qué hacemos. Puedo ver que no se fía de mí. Imagino los horrores por los que ha tenido que pasar en Libia antes de subirse a la balsa neumática que estaba hundiéndose y que acabamos de rescatar. Me resulta fácil hacerme a la idea porque he visto esa misma mirada y he escuchado esta historia en boca de muchas personas más cada vez que hacemos un rescate.

Libia no es un país, es el infierno”. “Allí te tratan como a un animal”. “Me arriesgué a morir en el mar porque, de lo contrario, iba a morir en Libia”.

Pasan unas horas hasta que me gano su confianza y me dice su nombre y procedencia: “Johnson, de Nigeria”.

Hay muchas razones por las que cada una de las miles de personas que hemos rescatado acaba en Libia, pero todas comparten la misma razón para huir de allí: salvarse de la violencia, la tortura, la esclavitud, la violación, la prisión; salvar sus vidas al fin y al cabo. El miedo y la huida son los denominadores comunes de todos los que he conocido, sin importar su país de origen.

Ir a bordo del barco del Bourbon Argos, uno de los dos barcos de rescate y salvamento de MSF en el Mediterráneo, es una experiencia única e impresionante, diferente a cualquier otra de las que he vivido en mis nueve años de trabajo en crisis humanitarias. La proximidad que disfrutamos con la gente a la que rescatamos es algo abrumador y hermoso, y eso es algo que se olvida o se pierde a menudo en otros proyectos en tierra firme, donde muchas veces estamos demasiado inmersos en nuestros ordenadores, reuniones e informes.

La foto que llevaba Diomandé y que se menciona al final del texto.
La foto que llevaba Diomandé y que se menciona al final del texto.Francesco Zizola

En el Bourbon Argos es imposible crear distancia alguna entre nosotros y los cientos de personas que rescatamos. Allí estamos todos, literalmente, en un mismo barco sin fronteras que navega en aguas internacionales.

Esta experiencia ha marcado profundamente a cada miembro de mi equipo: hay un contraste muy grande entre la intensidad y dificultad de cada operación de rescate, frente a la inmensa alegría y el alivio que sentimos cuando todo el mundo está por fin a salvo y a bordo de nuestra embarcación. El dramatismo de esos momentos en los que las vidas de tantas personas desesperadas están en tus manos es algo que sin duda te toca muy fuertemente el corazón. Es imposible verlos o referirse a ellos como números —o incluso como migrantes o refugiados— después de vivir una experiencia así. Simplemente son personas, seres humanos completos y tridimensionales como yo. No se trata de los otros; solo existe un nosotros. Durante el viaje de 48 horas que nos lleva hasta Italia, te da tiempo a conocer muchas de las historias que hay detrás de cada uno de ellos. Y también a compartir la tuya propia.

Me siento en la obligación de transmitiros sus historias porque creo que son la clave para cambiar la narrativa de esta crisis. Tenemos que empezar a identificarnos con las personas que arriesgan su vida tratando de llegar a Europa y dejar de verlos como alguien lejano cuyos problemas apenas llegamos a entender. Debemos ponernos del lado de aquellos que sufren la indiferencia de nuestros políticos, empeñados como están en no proporcionar vías seguras de entrada a todas estas personas, y debemos exigir a nuestros Gobiernos que se involucren en llevar a cabo cambios verdaderos que sirvan para proteger la vida de todos los que huyen de la violencia y la pobreza.

Prueba a identificarte con Rosalind...

...que llevaba un vestido de algodón a rayas muy parecido a uno que he estado utilizando yo este verano. La tela tenía un toque de azul marino, muy propio para un viaje por mar. Pero el vestido de Rosalind estaba mojado, no de agua de mar, sino de combustible y, a pesar de su permanente sonrisa, recuerdo muy bien lo quemada que tenía la piel. Le pregunté de dónde era. “Costa de Marfil”, me dijo. Después se puso tímida, y me dijo en voz baja: “Yo trabajaba con vosotros, con MSF”. Rosalind es auxiliar de enfermería, un perfil de trabajador que constituye uno de los pilares básicos de nuestro personal nacional en cualquier proyecto de MSF. Me dijo que hasta 2006 trabajó en el proyecto de Bangolo y en ese momento sentí que mi cabeza daba vueltas: “Yo también he trabajado en Bangolo”, le dije. Mi primera misión con MSF, en 2006, fue en Man, muy cerca de Bangolo. E íbamos allí a menudo a trabajar. Nunca coincidí con Rosalind allí, aunque eso ahora ya no importa; después de hablar un rato, las dos nos sentimos como si nos conociésemos de toda la vida.

Todos los rescatados huyen por las mismas razones: salvarse de la violencia, la tortura, la esclavitud, la violación, la prisión; salvar sus vidas al fin y al cabo

Inmediatamente empezamos a hablar de las otras personas que trabajaban en Bangolo, del foufou banan, que es una comida típica, de las siete montañas de la región que ambas hemos subido, del baile de la Grippe aviaire y de nuestra experiencia común en MSF. Rosalind y su marido, alto y apuesto, huyeron de Abiyán a Ghana en 2011, durante la guerra. Ellos no hablan inglés y esa fue una de las razones por las que no encontraron trabajo. Prosiguieron entonces hacia la RDC, pero “aquello tampoco funcionó”, me dijo con una enorme tristeza en sus ojos. “Tuvimos que irnos. Entonces solo estábamos mi marido y yo”. No le pedí más detalles porque su dolor, quizás causado por la pérdida de un hijo, era palpable. Me contó que habían pasado algunos meses en Libia, hizo ese ruidito con la lengua que es común en África Occidental, agitó la cabeza y apartó la mirada: “Es horrible lo de Libia. No te lo puedes ni imaginar”. Y estoy segura de que tenía razón. No me puedo imaginar lo que supone tener una vida y un trabajo, y de repente tener que empezar a huir y dejarlo todo. No puedo imaginar lo que supone pasar cuatro años cruzando África, sobrevivir a varias guerras y luego ser rescatado por el Argos. No puedo imaginar lo que supone perder a tu familia y quedarte tan solo con tu marido y un vestido a rayas como equipaje y compañía. Y sin embargo, Rosalind aún sonreía y me abrazaba, diciendo que las quemaduras en sus muslos no eran demasiado graves (a pesar de que sí lo eran) y de que nuestro médico acababa de decirle que en cuanto desembarcáramos necesitaría ir directamente al hospital. “Por lo menos estoy viva”, me decía tratando de mantener la alegría.

Prueba a identificarte con Sako...

... él tiene mi misma estatura, la cara redonda y el pelo cortado casi al rape, con las puntas teñidas de rubio. Sus dientes eran blancos como el azúcar. Vestía una sudadera azul y tenía porte de deportista. Me contó que había llegado a Libia en 2011 con la intención de jugar al fútbol. Y aseguraba que es realmente bueno. Sako es de Guinea, “de Guinea la de Conakry”, puntualizó. Cuando le dije que acababa de estar allí, trabajando en la epidemia de ébola, se quedó verdaderamente impresionado de que conociera su país y me confesó que se sentía feliz de haberse librado de la enfermedad, ya que por aquel entonces él ya estaba en Libia. Sin embargo, antes de que yo pudiera decir nada más, él añadió: "En cualquier caso, lo que vivimos en Libia probablemente no sea mucho mejor que el ébola".

Había pasado 5 años en Libia, y había visto al país caer en la anarquía y la violencia. Me explicó que su tío, que fue quien lo trajo a Libia, había muerto. Y que su mejor amigo fue asesinado el año pasado por un niño soldado que tenía prácticamente la misma edad que ellos y que le golpeó en la cabeza con una barra de acero. “No murió al instante; tardó mucho en irse. Allí en Libia no hay hospitales”, aseguraba Sako.

“¿Y el que le golpeó era de vuestra misma edad?”. “Entonces, ¿cuántos años tienes tú?”, le pregunté curiosa. “17 años”, me dijo con una gran sonrisa. De repente me di cuenta de que Sako sólo tenía 11 años cuando llegó a Libia. Mi mente comenzó a girar de nuevo. Aún es menor de edad y ya ha visto más cosas horribles de las que muchos de nosotros veremos a lo largo de una vida entera. Le expliqué que en Europa se consideran niños a los menores de 18 años, y que, si él quería, yo me aseguraría de que le llevaran junto con todos los menores no acompañados que habíamos rescatado. Nunca vi tantos como ese día: 74 niños viajando solos. Él asintió con la cabeza y miró hacia abajo. De repente, bajó la guardia y por primera vez pude ver en Sako al niño que efectivamente tenía delante de mí.

O intenta ponerte en la piel de Diomandé...

... “Tiene una infección en la piel. Le pica, ¿verdad? No se preocupe, que estas personas le atenderán y le darán tratamiento. Pero necesitan quemar su ropa para eliminar la infección, ¿comprende?”. Nadie en el puerto donde desembarcamos hablaba otro idioma que no fuera italiano, así que me quedé cerca del área de tratamiento de sarna para, al menos, proporcionar información básica a la gente acerca de las razones por las que les estaban desnudando, del porqué de que les rociaran el cuerpo con un producto blanquecino y después les quemaran sus ropas. Siempre ocurre igual: desde el momento en el que salen de nuestro barco y ponen un pie en tierra, pasan a convertirse en un número y se les trata como si no tuvieran sentimientos o como si no pensaran por sí mismos, despojados de toda dignidad y de humanidad. Son recibidos por personas que llevan equipos de protección completa, como si tuvieran miedo de que todos los que llegan sufrieran enfermedades infecciosas mortales.

Le pregunté a Diomandé, un joven de Costa de Marfil con un pequeño bigote del que solo pueden sentirse orgullosos los hombres con bigotes que comienzan a crecer, si tenía algo en los bolsillos. Ya que iban a quemar su ropa, debería sacar de ella lo poco que tuviera. Comenzó a sacar, con muchas dificultades, algo que tenía en el bolsillo pequeño de sus pantalones vaqueros. Descubrí su tesoro a medida que lo abría delante de mí: se trataba de una imagen en blanco y negro, un poco desgastada, pero que aún estaba en buen estado. “Se mojó en el barco, pero la sequé al sol. Son mis padres”. La imagen mostraba a un hombre y una mujer, ambos de estatura alta, vestidos con sus mejores ropas de domingo, sosteniendo con cuidado a un bebé en sus brazos mientras posaban para el fotógrafo delante de las cortinas plegadas de su estudio. “¿Eres tú?, le pregunté señalando al bebé. Él asintió con una sonrisa, diciendo que era lo único que tenía en los bolsillos. Yo ya sabía que él no tenía nada más porque ninguna de las personas que rescatamos lleva equipaje. Ni tampoco zapatos, así que sí: esa foto de sus padres era la única pertenencia material que aún guardaba.

Permitidme que termine mi relato citando al expresidente internacional de MSF James Orbinski, ya que, a mi juicio, una de sus frases resume muy bien la esencia de lo que suponen nuestras operaciones de búsqueda y salvamento en el Mediterráneo y de por qué no llevamos equipos de protección, sino que nos acercamos a las personas que rescatamos con una sonrisa y un apretón de manos. De por qué creemos que es importante proporcionar a cada uno, al menos, 48 horas de humanidad, de atención médica y de un sueño seguro:

“El humanitarismo es algo más que la eficiencia médica o la competencia técnica. En nuestra decisión de estar con los que sufren, la compasión no lleva a la piedad, sino a la solidaridad. La solidaridad implica exigir un respeto básico por la vida humana y reconocer la dignidad y la autonomía de los demás, y reivindicar el derecho de los otros a tomar decisiones sobre su propio destino. El humanitarismo se trata de la lucha por crear un espacio en el que seamos plenamente humanos”.

Lindis Hurum es coordinadora de MSF en el Bourbon Argos, uno de los barcos de rescate que tiene MSF en el Mediterráneo.

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