Laura Marling, la nueva nobleza del folk
La hija del barón del condado de Gloucestershire ha entrado a formar parte de la aristocracia del género musical en el país de ilustres como Donovan y Fairport Convention
Descendiente de una influyente estirpe nobiliaria, podía haber sido una chica más de la alta sociedad británica, que ingresaba en universidades privadas y acudía a carreras de caballos, pero a su padre, sir Charles William Somerset Marling, barón del condado de Gloucestershire, le fascinaban demasiado el folk y el rock. “Recibí mi primera clase de guitarra cuando tenía apenas tres años”, recuerda Laura Marling (Eversley, Hampshire, 1990), que creció rodeada de músicos e instrumentos dentro del estudio de grabación que su progenitor abrió antes de que ella naciese. “A los seis años me sabía cada acorde de The Needle and the Damage Done. Por eso, creo que Neil Young es el artista que más me marcó”, apunta la cantante en conversación telefónica desde su casa de Los Ángeles (California, EE UU).
Hoy, Marling es un apellido que en Reino Unido no solo se asocia a los baronets, la rama nobiliaria con título hereditario concedido por la Corona, sino también con el folk de calidad. Porque Laura Marling es el gran talento actual de este género en el país de Donovan y Fairport Convention. Su éxito ha traspasado fronteras y se ha convertido en una de las voces más sugerentes de los últimos tiempos, gracias a álbumes como Alas I Cannot Swim, Once I Was an Eagle y su más reciente Short Movie (Music As Usual), publicado este año. Con una garganta desgarradora, que recuerda por su capacidad de herir y de curar al mismo tiempo a las de Joni Mitchell o Lucinda Williams, hay algo poderosamente íntimo y arrebatador en su música.
Paró su meteórica carrera el año pasado. “Me sentía como si vendiese un caballo muerto. Y ese caballo era yo”
Bien sea en baladas sombrías o medios tiempos crudos, sus canciones cautivan por una fuerza emocional deslumbrante. Todo lo contrario a mantener una conversación con ella. Marling es mujer de pocas palabras. Contesta con monosílabos o apenas hila dos frases, tanto si es para hablar de su último disco como para repasar su fulgurante carrera, una de las más fascinantes por calidad artística de este siglo XXI. “Mi inspiración está simplemente en la vida”, se limita a decir sobre las motivaciones que le han llevado a regir desde 2008 una obra vibrante, que transita libre y bella entre ecos de los sesenta y los actuales cánones del indie-folk.
Todo comenzó en el estudio de grabación del barón Marling, construido cerca de la granja donde su familia se trasladó a vivir en el bucólico pueblo de Wokingham. Allí, aquella niña de clarísimo cabello rubio y mirada tímida no solo cogió su primera guitarra, sino que también observaba las sesiones de los músicos que acudían a grabar con su padre, que, amante del viejo estilo, se negaba a utilizar ordenadores de última tecnología para sus producciones.
Antes de que Laura Marling naciese, trabajó con The La’s para pulir la luminosa There She Goes. También pasarían por su estudio Black Sabbath, ya con la pequeña de sus tres hijas correteando entre los instrumentos. Marling practicaba todos los días con la guitarra bajo una peculiar técnica que le enseñó su progenitor: consistía en tocar a la vieja usanza de los cantautores británicos, deslizando los dedos por las cuerdas a gran velocidad. A los 15 años compuso sus primeras canciones, influida por los discos que escuchaba en el estudio, que podían ir desde Bob Dylan y Joni Mitchell hasta composiciones tradicionales, pero también por los viajes que realizaba con su familia a Escocia, donde visitaban los pubs repletos de trovadores que buscaban ganarse la vida con sus cantos. “Comencé en serio con la música cuando era una adolescente”, reconoce.
Una mezcla de todos estos sonidos, asentados en las raíces del folclore más pastoral, forjó su personalidad. A los 16 años, tras la bendición de sus padres, dejó el colegio y abandonó la granja de Wokingham para labrarse una carrera como cantante en Londres. No tardó ni dos años en publicar su primer álbum, el sorprendente Alas I Cannot Swim, producido por el que era su novio entonces, Charlie Fink, líder de la banda Noah and The Whale. Con su lírica confesional y ese cuidado ropaje acústico, Alas I Cannot Swim fue nominado a los premios Mercury y caló hondo en los círculos más entendidos del folk londinense. Marcó un punto de inflexión en lo que algunos medios británicos califican como la “escena folk del oeste de Londres”, una etiqueta también conocida como nu-folk que agrupa a un buen número de artistas que se mueven con soltura entre las formas tradicionalistas y el indie-rock como los mismos Noah and the Whale, Johnny Flynn, Emmy the Great y, sobre todo, los exitosos Mumford and Sons. “Ni antes ni ahora he prestado atención a lo que se dice de mí. Intento centrarme en mi carrera y no suelo escuchar ni leer las descripciones que se hacen”, señala la cantante, aficionada a los instrumentos y muebles vintage. Pero, a decir verdad, todo lo que hizo después sirvió para impulsar esa escena y revitalizar con ímpetu el folk británico.
Recibí mi primera clase de guitarra cuando tenía apenas tres años. Neil Young es el artista que más me marcó"
Sus discos I Speak Because I Can y A Creature I Don’t Know, publicados en 2010 y 2011 respectivamente, ondearon con fuerza ese legado tradicional y con aroma contemporáneo. Había una emotividad melódica propia de Fairport Convention, pero también rugía un orgullo eléctrico en la línea de divas independientes como PJ Harvey. Marling sobresalía como una artista de difícil catalogación. “Lo importante son las canciones. La música corre sola, así que siento mucho no poder decir si soy una cantante de folk, de pop o de rock”, apunta. Su talento quedó constatado definitivamente en 2013 con Once I Was an Eagle, un disco sombrío pero de una intensa urgencia sentimental y un gran poder evocador, al que acompañó el tatuaje de una carretera solitaria y con en el que se erigió como una especie de Sylvia Plath del folk, capaz de describir a tumba abierta impresiones de amor y desamor, pérdida y lucha.
Todo iba muy bien, pero demasiado rápido. En menos de cinco años había publicado cuatro discos; recibido premios de la BBC, de la industria británica y revistas musicales, y cargado sobre sus espaldas largas giras en la carretera. Y dijo basta. “Mentalmente estaba exhausta y espiritualmente rota”, asegura sobre su decisión de parar en seco su meteórica carrera en 2014. “Al final era como si vendiese un caballo muerto, y ese caballo era yo”, dijo en la prensa británica sobre esta necesidad de quitarse de en medio durante una temporada. Para ello, cruzó el Atlántico y se escondió en Los Ángeles, donde vive en la actualidad y apenas conoce “a una docena de personas de entre sus 12 millones de habitantes”. Sin descolgar el teléfono durante días, acudiendo a clases de yoga y de tarot, montando acampadas en el desierto de Joshua Tree, dejando correr horas viendo documentales y leyendo en pequeñas cafeterías, conoció la soledad. Su soledad. “Hay una belleza y una atmósfera en California que me inspiran. Me gusta vivir aquí. Puedes encontrar un estilo de vida diferente al de otros lugares”, explica. Con su aire californiano en los arreglos, Short Movie es el resultado de esta soledad tras el éxito. Es un disco que suena terapéutico, desprendiendo una fragilidad que trae a la memoria las grabaciones de Nick Drake. Puede que a ella no le guste hablar de sí misma ni de su música, o simplemente no tenga nada que decir, pero desde que cogió esa guitarra con tan solo tres años, su nombre está llamado a ser sinónimo de grandeza. Porque la hermética Laura Marling está haciendo algo grande y noble en el folk.
elpaissemanal@elpais.es
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