La magia salvaje de ver el cine por primera vez
Miembros de una tribu colombiana asisten por primera vez a una proyección
Lo malo de las primeras veces es que no se repiten. Aunque sabemos por el portal de Internet Corazón del Mundo que algunos arhuacos han hecho sus pinitos con una cámara de vídeo, la semana pasada 500 de ellos acudieron por vez primera a una proyección de cine. Los elegidos fueron los habitantes de Nabusimake, un pueblo sin luz eléctrica del norte de Colombia, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Al aire libre y bajo amenaza de lluvia, se proyectó Colombia, magia salvaje, película documental sobre una riqueza natural que los asistentes, en parte, conocen bien: la tienen a la puerta de casa. El recurso de enseñarnos lo que ya conocemos es garantía de éxito: lo primero que buscamos en el periódico es la noticia del acto del que fuimos testigos o del partido de fútbol que vimos anoche por televisión.
La sesión de Nabusimake no hubiese sido muy distinta de cualquier cine de verano si no fuera porque, nos dicen, para muchos de los participantes se trataba de su estreno como espectadores. Incapaces de volver al 28 de diciembre de 1895 en que los hermanos Lumière presentaron su cinematógrafo en el Salon Indien —pura casualidad— del Grand Café de París, emociona saber que el efecto fue el mismo hace seis días en la sierra colombiana que hace un siglo en aquel sótano del Bulevar de los Capuchinos: bocas abiertas, curiosidad y hechizo. Incapaces de volver al día de nuestra infancia en que nos llevaron a ver las hazañas de Bruce Lee, nos entretenemos en proyectar sobre los arhuacos las teorías que buscan entre los pueblos indígenas alguna huella de la infancia de la humanidad.
Aunque sabemos que la observación altera siempre el objeto observado y que la escritura modifica aquello que describe, las crónicas de la sesión de noche en Nabusimake producen una duda que choca, igual que contra un muro, contra el sintagma “paz absoluta”. Lo empleó uno de los asistentes al describir su vida en el pueblo. ¿Qué pensaría de haber visto Apocalypse Now, ese relato al que también le cuadra la etiqueta de “magia salvaje”? Quizás le recordase los días de hace 10 años en que sus montañas se llenaron de “grupos armados”. Imposible saberlo. Imposible no pensar, igualmente, en el significado de la palabra civilización cada vez que nos ponen ante un espejo.
No sin cierto idealismo, los artistas llevan siglos tratando de regresar a la primera vez. El poeta francés Henri Michaux expresó esa quimera con una comparación ya clásica (y tan odiosa como certera): “A los ocho años, Luis XIII hace un dibujo parecido al que hace el hijo de un caníbal de Nueva Caledonia. A los ocho años, tiene la edad de la humanidad, tiene por lo menos doscientos cincuenta mil años. Algunos años más tarde los ha perdido, no tiene más que 31, se ha vuelto un individuo, no es más que un rey de Francia, atolladero del que no saldrá nunca”. Menos drástico, Woody Allen puso en boca de uno de sus personajes que la entropía es, valga la brocha gorda, la imposibilidad de devolver al tubo la pasta de dientes. Toda primera vez tiene algo de última.
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