Turkmenistán, el telón de mármol
Ashgabat, la capital de Turkmenistán, intenta escapar de su reciente pasado soviético Recorremos un escenario inquietante que rebosa iconos de megalomanía
Ponga en una coctelera una chispa de Las Vegas, un pelín de Dubái y una pizca de Pyongyang. Remueva y le saldrá… Ashgabat. La surrealista capital de Turkmenistán logra sumar lo más insólito de estas tres urbes: de la ciudad de los casinos, el kitsch pomposo. De la metrópoli emiratí, el derroche desafiante. Y de la capital norcoreana, la rigidez oficialista. Y es que, en este país como en otros parecidos, la yuxtaposición de dictadura y recursos casi ilimitados se traduce en obras faraónicas que reflejan la magnificencia del poder. Pasear por Ashgabat es recordar en cada rincón que se está deambulando por la capital de un país que tiene las cuartas reservas de gas del planeta, y produce un millón de toneladas de algodón al año. Y que, además, goza de una de las mayores tasas de crecimiento del mundo.
La yuxtaposición de dictadura y recursos casi ilimitados se traduce aquí en obras faraónicas
El mejor lugar para tenerlo presente es el nuevo barrio de Berzengi: construido a partir de la independencia de la URSS en 1991 y todavía en constante expansión, se enorgullece desde 2013 de un récord Guinness: alberga la mayor concentración de edificios de mármol blanco del mundo. Nada menos que 543, como lo subraya con entusiasmo la prensa oficialista (la única que circula). Que precisa, además, que el mármol aquí utilizado cubre una superficie total de 4,5 millones de metros cuadrados. Ashgabat, bien es cierto, coleccionaba ya desde hace tiempo los Guinness, como el mástil de bandera más alto del mundo, o la mayor noria empotrada en una estructura metálica del planeta.
Pasear por Berzengi causa una sensación de total extrañeza: en medio de un desierto de color ocre que se intenta amenizar plantando a marchas forzadas una infinidad de pinos, 15 millones según la versión oficial (tal vez sea algún nuevo Guinness en ciernes), se yerguen, en medio de grandes espacios baldíos, enormes edificios que destellan al sol abrasador del verano: ministerios, entes públicos, residencias oficiales, universidades. La arquitectura es pomposa, a veces neoclásica y a veces futurista, alambicada, de formas osadas. Y con pretensiones simbólicas: el Ministerio de Energía tiene la forma de un mechero; el de Educación, de un libro abierto. Hasta las paradas de autobuses urbanos participan de los fastos generales: son habitáculos cerrados con aire acondicionado y televisión. Las construcciones bordean enormes avenidas con farolas aparatosas, ejes rectilíneos que se cruzan en enormes rotondas que exhiben en su centro estatuas ora pomposas, ora sorprendentes, como un termómetro gigante.
No se ve apenas tráfico, y las aceras están totalmente desiertas: nadie camina por Berzengi. Nadie camina y casi no hay coches, por ejemplo, en la impresionante calle Archabil, el eje principal de los edificios oficiales, con sus 10 carriles vacíos. También de mármol son los bloques de viviendas que se multiplican: el Gobierno está arrasando los pocos barrios antiguos del centro que todavía subsisten (muchos están herméticamente vallados para su demolición) para reinstalar a sus moradores en Berzengi. Y aunque (supuestamente) el valor de mercado de la vivienda nueva es muy superior al de la antigua, esta política de realojamiento forzoso no suscita la adhesión de todos los interesados. Aunque ¿quién se atreve a protestar en el Turkmenistán de hoy? En cuanto a las empresas, siguen progresivamente el movimiento poblacional, y van instalando poco a poco sus oficinas en Berzengi.
En un barrio como este no podían faltar, por supuesto, los memoriales, sean a los diversos próceres de la patria o a las víctimas de toda índole, como las de la Segunda Guerra Mundial o del terrible terremoto de 1948, que mató a las tres cuartas partes de la población de la capital. Pero la gran mayoría refleja la época de la megalomanía del presidente anterior, Saparmurat Niyázov, que ejerció un poder absoluto de 1985 a 2006: primero como dirigente comunista cuando Turkmenistán formaba parte de la URSS y después como presidente tras la independencia. Aquí se puede ver el Arca de la Neutralidad, una estatua en forma de trípode coronada por una estatua de oro (con 18 kilos de metal) de Niyázov. Antes estaba situada en una plaza del centro de la ciudad y giraba para que le diera siempre el sol durante el día (o, según los más aduladores, para que el sol girara en torno al prohombre). Hasta que el sucesor de Niyázov y actual mandatario, Gurbanguly Berdimuhamedov (el “Estimado Presidente” como lo llama invariablemente la prensa local), decidiera trasladar este incómodo símbolo del pasado hacia un lugar más apartado. También es ilustrativa la visita al monumento dedicado al tratado filosófico que escribió Niyázov, Ruhnama, cuya lectura era obligatoria en los colegios, en las universidades (los médicos no prestaban juramento a Hipócrates sino a Niyázov), en la función pública y hasta para conseguir el carné de conducir. Incluso las mezquitas tenían que exhibir el libro al lado del Corán. Como era de prever, el monumento es una copia gigantesca de la ilustre obra.
Niyázov tenía una obsesión: forjar una identidad nacional turkmena, que, según él, la época soviética había borrado. Pero no tardó en confundir al país con su propia persona (la fiesta nacional se celebraba el día de su cumpleaños). A cambio de un control político absoluto, mantenía socialmente anestesiada a la ciudadanía con una generosa política de subvenciones: así, la electricidad, el gas y el agua salían gratis a los turkmenos. Y siguen saliendo gratis: el actual mandatario se ha cuidado de mantener esta prodigalidad. En cambio, ha puesto fin a algunas de las mayores extravagancias de su antecesor, como el cambio de los nombres de los meses: enero, por ejemplo, llevaba el apodo que Niyázov se había otorgado a sí mismo: Turkmenbashi (es decir, el padre de todos los turkmenos), y abril el nombre de su madre.
El cambio de timonel al frente del país no ha puesto fin al régimen en sí, ni a la práctica del culto a la personalidad
El cambio de timonel no ha puesto fin al régimen en sí, ni a la práctica del culto a la personalidad. Hoy es difícil recorrer unos centenares de metros en Ashgabat sin sentirse contemplado por alguna foto de Berdimuhamedov: en las paredes de los colegios, los hoteles, los restaurantes, los aviones, las tiendas, los edificios públicos, el presidente nos vigila siempre con una gran sonrisa bonachona. Sin hablar de su omnipresencia en una prensa exclusivamente oficialista. O en unos canales de televisión que difunden interminables vídeos del folclore turkmeno, en los que unos artistas con atuendo tradicional cantan, bailan y celebran su suerte de vivir en este país tan feliz. Nada sorprendente si las parabólicas adornan todos los edificios, sean o no de mármol: las cadenas rusas son especialmente cotizadas.
Pero la impronta de un poder que sigue siendo casi absoluto no se deja sentir solo en el distrito de Berzengi, como se observa al dirigirse desde allí hacia la ciudad antigua, es decir, anterior a la invasión marmórea. Se llega primero a la gigantesca y alargada plaza de la Independencia. Podría parecer a primera vista acogedora y fresca en medio del calor sofocante del verano, con sus múltiples fuentes y sus enormes jardines cuidados con mimo. Pero ¿por qué diablos estará siempre totalmente vacía? En su centro solo se nota la presencia de unos jardineros. Y, en las aceras, la de los policías y militares al acecho de no se sabe bien qué peligro. Tal vez el que representa un visitante equipado con una cámara, un arma que suscita todavía mucha suspicacia en Ashgabat. Será porque aquí se encuentra el Palacio Presidencial, con sus espectaculares cúpulas doradas, pero el hecho es que reina en este gran espacio desierto una atmósfera tensa, como de estado de emergencia latente. Y al dejarlo, uno siente la necesidad de volver a la gente, a la animación. Conviene para ello adentrarse en uno de los múltiples parques de los alrededores: en esta ciudad construida en una zona desértica abundan sin embargo los espacios verdes, adornados, eso sí, con las omnipresentes y pomposas estatuas de los barbudos héroes de la historia turkmena, que prevalecen aquí sobre los de la URSS: solo hay una (pequeña) estatua de Lenin en todo Ashgabat.
Y, por fin, tras este largo deambular por una ciudad aparentemente fantasma, como petrificada en su caparazón de mármol, aquí reaparece la vida, agazapada en las pequeñas calles al oeste de la plaza de la Independencia, donde los peatones caminan con un paso apresurado entre las pequeñas casas de una sola planta de estilo ruso que han resistido todavía la apisonadora del mármol. Ya era hora: ¡uno casi se había olvidado que Ashgabat cuenta con un millón de habitantes! Pero donde mejor se siente vibrar el Turkmenistán de siempre es en el bazar Tolkuchka, a unos 10 kilómetros al norte de la capital.
Allí se extendía, sobre unas 150 hectáreas, uno de los mayores mercados al aire libre de Asia Central. Hasta que el Gobierno, en su afán controlador generalizado, decidiera trasladarlo en 2011 a un espacio cubierto. Conviene ignorar este nuevo entorno de cobertizos de tipo industrial para dejarse llevar, arrebatar, por el colorido caos propio de los bazares orientales. Mientras camellos, cabras y ovejas esperan al cliente en medio de olores penetrantes, mujeres ataviadas de manera tradicional, con el largo vestido bordado de colores alegres y el pañuelo anudado a la africana, en forma de tiara, atraen a gritos la atención del visitante para ofrecerle comida o ropa, quincalla o joyas. Grandes escaparates de frutas y verduras cohabitan con pilas de utensilios de cocina. Aunque domina el género por excelencia del país, la alfombra: las hay por centenares, esparcidas por el suelo, apiladas en montones multicolores. No hay duda, aquí se ha refugiado el Turkmenistán de siempre. ¡Aquí se ha levantado el telón de mármol!
elpaissemanal@elpais.es
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