Fronteras
En Europa nos hemos convertido en cautivos de nuestro propio éxito. Habitamos una supuesta jaula de oro cuyas rejas tratan de excluir a los otros cuando también encierran a quienes supuestamente nos beneficiamos de ella
Qué es más políticamente incorrecto, el sexismo o la xenofobia? Se supone que ambos. Sin embargo, como acabamos de ver, el populista Donald Trump sólo ha comenzado a tener problemas en su candidatura a la presidencia de Estados Unidos cuando hizo comentarios misóginos. Mientras se limitaba a sacudir a los inmigrantes mexicanos, su popularidad no dejó de subir. ¿Por qué ahora sí y antes no? Mi tesis es que en Occidente el principio moral que nos obliga a tratar a todas las personas, con independencia de su origen, raza o condición, como iguales a todos los efectos, ha dejado de ser un tabú. No hay problema por descalificar al otro, a quienes habitan más allá del muro que él propone erigir en el sur. Su lapsus sexista, por el contrario, afecta también a los nuestros —“nuestras” en este caso—, y eso es lo que no se tolera. Derechos para los de dentro, leña a los fuera. La moral solo rige para los que están de este lado de la frontera.
Otros artículos del autor
Me temo que algo similar es lo que estamos experimentando ahora en Europa, esa utopía construida a partir de los supuestos valores universalistas de la Ilustración. Nuestro continente parece haber caído también en una auténtica paranoia con las fronteras. Su identidad, lejos de aquella que inspiraba sus principios fundadores, está cada vez más próxima a una creciente sensación de exclusión del otro, del no europeo. Ser europeo equivale a habitar una fortaleza y a impedir que otros entren en ella. Vamos camino de convertirnos en una macro gated-community como ésas en las que se enclaustran los ricos en los países del mundo en desarrollo. Dejamos entrar al servicio, a quienes nos proporcionan el trabajo que no estamos dispuestos a hacer; el resto se queda fuera. O a los turistas, claro, que tanto contribuyen a transformarnos en un parque temático.
Con el agravante de que ahora reverdecen también las fronteras clásicas entre los Estados miembros —véase lo que ocurre en Calais—; o se suscita la necesidad de crear otras nuevas —Escocia, Cataluña y lo que venga—; o se abre la brecha entre Estados acreedores y deudores. Por no hablar de la que a mí más me preocupa, esa sutil frontera interior que divide a las diferentes sociedades europeas entre los autóctonos y el creciente flujo de “extraños” que conviven entre “nosotros”. Los alojamientos de refugiados no se protegen con alambradas, como el acceso a los trenes de Calais. No hace falta, son las mentes las que ya están amuralladas y nos previenen del contagio. En suma, y como diría Borges, no nos une el amor, nos une el espanto, el miedo a ser “invadidos” y “contaminados” por foráneos; etimológicamente, aquellos que están fuera de los muros de la ciudad.
Las declaraciones de Cameron sobre Calais no tienen nada que envidiar a las de Marine Le Pen
Lo verdaderamente alarmante de esto es que la permeabilidad de las fronteras exteriores sirve para reforzar la frontera interior, como si se tratara de vasos comunicantes. Cuanto mayor sea la capacidad de entrada, tanto mayor también el reforzamiento de la identidad étnica y nacional propia; y menor la disposición a satisfacer las necesidades de integración de este nuevo pluralismo cultural. Y lo irónico, en la mejor línea de Bruselas, es que el problema se trata como una mera cuestión de administración, de eficacia en la gestión del cierre fronterizo. No se aborda como lo que es, una crisis humanitaria que requiere una fuerte sacudida de nuestra conciencia moral y el poner los medios, mediante acciones de política interior y exterior, para no romper tan flagrantemente con los valores que decimos sostener. Nos hemos convertido en cautivos de nuestro propio éxito, habitamos una supuesta jaula de oro cuyas rejas tratan de excluir a los otros cuando en realidad también encierran a quienes supuestamente nos beneficiamos de ella. Es una reclusión psicológica, si se quiere, pero por ello no menos real. ¿Acaso hay algo peor que vivir en la incongruencia moral permanente?
Nuestro liderazgo político no parece dispuesto a resolverlo porque es bien consciente de esa frontera interior que contribuyen a reforzar. Basta con ver las declaraciones de Cameron sobre Calais, que no tienen nada que envidiar a las habituales de Marine Le Pen. No, el liderazgo de hoy no lidera, se adapta a lo que cree que es la posición de la mayoría. Quien está llamado a actuar es ese sector de la sociedad civil europea que sigue creyendo en sus principios y sabe que una acción unitaria y decidida sobre las causas de estas nuevas migraciones son mucho más eficaces que las alambradas y las devoluciones en caliente.
Hace ya algunos lustros, Saskia Sassen hizo una predicción que se está cumpliendo a rajatabla. Hablaba de la paradoja de que a medida que el mundo se fuera globalizando irían reforzándose también las fronteras. La libertad de movimientos de capital no iría pareja a la de las personas. Vivimos en una sociedad mundial pero también en islotes poblacionales aislados, políticos y culturales. Tanto hacia fuera como hacia dentro, insisto. Globalización no equivale, pues, a cosmopolitismo. Y, sin embargo, ésa debería ser la ideología dominante, al menos para quienes creen en la democracia.
Vivimos en una sociedad mundial pero también en islotes poblacionales aislados
Es cierto que no hay democracia que no distinga entre ciudadanos y metecos, pero todas ellas están dispuestas a reconocer los derechos básicos de la persona más allá de los estrictamente políticos. Por eso mismo, aunque no hay Estado sin fronteras, estas deberían estar abiertas para quienes huyen de la persecución o la miseria. No es una labor de un día, desde luego, pero sí debe ser el desafío al que el mundo rico ya no se puede sustraer, un horizonte que va más allá del mero aumento de la ayuda al desarrollo. Es obvio que no podemos dejar entrar a todos los que quisieran, pero debemos evitar que no se vean obligados a ello. Lo que se requiere es abandonar las medidas defensivas y emprender una ofensiva en toda regla sobre las causas de estas nuevas expulsiones.
Quién sabe, quizá así matemos dos pájaros de un tiro. Porque pocos dudan de que algo así solo es viable si nos reforzamos como unión y abandonamos el peligroso juego de la refeudalización del continente. Debilitamiento de las fronteras hacia dentro y apertura hacia fuera con un renovado impulso humanitario. No creo que esta sea la tendencia dominante, pero es la que mejor se adapta a nuestros principios y —y esto ya me hace sentirme más optimista— la que más adecuadamente se ajusta a nuestro propio interés. ¿O alguien piensa de verdad que los muros sirven para algo?
Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.