La marca Pessoa
El escritor portugués es una marca. ‘Un souvenir’. Un icono. Un símbolo de una ciudad, de un país. Su convicción de que la celebridad era una forma de vulgaridad ha sido derrotada
La soledad le desolaba y la compañía le deprimía. Vivió con el temor de que hablaran de él. Si le miraban, decía estremecerse; si alguien mostraba interés en él, huía. Le gustaba soñar, beber y escribir. Se ganó la vida como contable, como oscuro trabajador en almacenes, en oficinas que parecían diseñadas como perfectas guaridas del que pretende no ser visto, no ser mirado, no ser interrumpido. Supo vivir protegido en el anonimato de monótonos trabajos. Su nombre fue Fernando Pessoa y, aunque supo inventarse otros nombres y otras vidas, nunca hubiera imaginado que el destino hiciera de él la marca más usada, vendida y fotografiada de su ciudad. Pessoa es el personaje más popular de Lisboa.
No jugó al fútbol, no cantó fados, ni ganó el Nobel. No es un gallo de Barcelos, ni un clavel rojo en un fusil. No es un tranvía, ni un bacalao. Ni siquiera es una sardina. Es un hombre solo, un personaje con sombrero, traje gris y cigarro en mano. Es un bebedor a pie de cualquier barra de barrio. Se pasó la vida huyendo del falso prestigio de la pompa, escapando a los afectos, fugándose de sí mismo. Frecuentó tertulias, creó revistas, escribió artículos y poemas. Ni persiguió el éxito, ni conoció el dinero, y apenas consiguió la escasa fortuna de publicar un solo libro en vida. Hoy, 80 años después de su temprana muerte, es el más conocido, vendido, reverenciado y traducido de los escritores portugueses. Involuntario emperador de su lengua. Inmortal escritor que siempre seguirá vivo al margen de sus deseos.
Pessoa es una marca. Un souvenir. Un gadget. Un icono. Un símbolo de una ciudad, de un país. Se venden pessoas en miniatura y en toda clase de materiales. Los mitómanos pueden comprar pessoas en barro, madera, plata; en bronces, delantales, vajillas, muñecos, pósteres, menús, pisapapeles, botellas o camisetas. Su ruta vital, que recorre la ciudad histórica desde la Baixa hasta Campo de Ourique, pasa por restaurantes y cafés. Se le recuerda en placas conmemorativas de sus residencias en esta tierra o sirve como reclamo en tiendas de moda, de muebles, en restaurantes o bancos. Sus frases, sus poemas, inspiran a grafiteros, pintores, diseñadores, comerciantes tradicionales o de vanguardia. Pessoa vale para todos, clásicos o modernos, izquierda y derecha, ateos y creyentes.
Pensaba que las cosas modernas eran la evolución de los espejos y los guardarropas. Nunca imaginó que él mismo, la reproducción de su figura, el recuerdo de sus heterónimos, serían a la vez símbolo de la modernidad y la tradición. No podría soportar que su figura, su estatua del Chiado, frente a aquel café –A Brasileira– que tanto frecuentó, fuera el lugar más inmortalizado de la ciudad. Protagonista de selfies, estrella muda de fotos de turistas que nunca lo han leído o de otros que apenas saben nada de aquel poeta triste al que le gustaba observar la vida temblorosamente desde la terraza de ese café. Gustó de vivir conscientemente aislado. Reivindicó la nobleza del tímido, de no saber hacer nada o de no tener la habilidad para saber vivir. Sin embargo, vivió intensamente otras vidas sin salir de su ciudad, sus bares, sus habitaciones, con su manera de callar y beber. Murió antes de cumplir 50 años, quiso vivir solo y sin que le recordaran. También perdió esa batalla.
Su alma delicada y frágil, su personalidad huidiza, su deseo de anonimato, de sentarse al sol y abdicar de sí mismo, su convicción de que la celebridad es una de las formas de la vulgaridad, han sido derrotadas. Hoy es el más célebre, el más capturado por esos rápidos ladrones de recuerdos que ignoran que una vez dijo: “Quiero solo que no me recuerden”. El mismo que una vez dijo sentir pena por no haber sido la madame de un harén. Sabemos que el poeta es un fingidor.
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