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palos de ciego
Columna
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El primer posmoderno

Decía Ortega que un libro de ciencia debe ser de ciencia, pero sobre todo debe ser un libro. Mi libro sobre Gonzalo Suárez debía de ser de ciencia, pero no era un libro

Javier Cercas
Pablo Amargo

No quisiera pecar de vanidad, pero uno de los responsables de que la obra de Gonzalo Suárez no ocupe el lugar de privilegio que le corresponde en el canon literario español soy yo. En 1989 leí por puro azar Trece veces trece, el segundo libro de Suárez, en la inagotable biblioteca de una universidad norteamericana; aunque nunca había oído hablar de Suárez (o sólo de forma muy vaga), al instante me caí del caballo: al instante supe que ese tipo era mi padre literario español y que debía escribir sobre él. Como muchas buenas decisiones, esta era de un egoísmo brutal; satisfacía dos necesidades apremiantes: la primera, escribir una tesis doctoral para ganarme la vida, que es la primera obligación de cualquier persona decente; la segunda, construirme una tradición propia, una genealogía literaria en la que reconocerme, que es la primera obligación de cualquier escritor. Lo hice. Escribí mi tesis. Tardé dos años. El resultado fue el libro más útil que he publicado en mi vida, pero sólo para mí. La razón es simple.

Decía Ortega que un libro de ciencia debe ser de ciencia, pero sobre todo debe ser un libro. Mi libro sobre Suárez debía de ser de ciencia –o eso dijo el tribunal académico que lo juzgó, con harta generosidad–, pero no era un libro; o dicho de otro modo: era un libro completamente ilegible para el lector común y corriente, que, por tanto, mal podía llamar la atención general sobre la obra de Suárez. De este desastre sólo me consuela un hecho, y es que el principal responsable de que la obra de Suárez ocupe un lugar irrelevante en el canon español es el propio Suárez, quien a lo largo de su vida se ha negado en redondo a ocupar lugar alguno, ni en el canon español ni en ninguna parte. Mi libro sobre Suárez consta de centenares de páginas de sesudos análisis, pero hay una frase de Millás que dice lo que yo quise decir en él mucho mejor de lo que yo lo dije: “Suárez siempre ha llegado el primero a todas partes y siempre se ha marchado el primero, de manera que siempre ha estado solo”.

El principal responsable de que la obra de Suárez ocupe un lugar irrelevante en el canon español es el propio Suárez

Así es. En los años sesenta, Suárez era en España un verdadero friki, un aerolito sin control, un raro absoluto que escribía una narrativa que nadie escribía y que con el paso del tiempo todos acabamos escribiendo. Suárez rompió con el realismo cuando el realismo reinaba: hizo literatura fantástica cuando casi nadie la hacía, hizo novela policiaca cuando era reaccionario o pueril hacerla, hizo metaliteratura cuando nadie sabía lo que era la metaliteratura, hizo narrativa pop cuando el pop sólo era un estilo pictórico, y nuevo periodismo cuando los nuevos periodistas aún no habían bautizado el invento; hizo, en fin, cosas que algunos han hecho 20 o 30 o 40 años más tarde creyendo que nadie las había hecho antes, cosas que en la cultura de entonces eran insólitas y ahora son normales, como citar en una misma frase los nombres venerables de Di Stefano y James Joyce. Suárez no fue sólo pionero con su literatura; también lo fue con su cine, con el que hizo a finales de los sesenta lo que Tarantino o Almodóvar tardarían décadas en hacer. Dirán ustedes que esto no tiene importancia, que lo importante no es llegar el primero o el último, sino llegar bien; no lo crean: en literatura, como en casi todo, quien llega primero llega dos veces. En suma, si existe la posmodernidad literaria –y no veo por qué no va a existir, suponiendo que tenga su origen remoto en la segunda parte del Quijote y su origen inmediato en Borges–, Suárez fue el primer escritor posmoderno español.

Sigue siéndolo; la prueba es su novela recién publicada: Con el cielo a cuestas. Ambientada en el París de finales de los cincuenta, donde Suárez vivió en su juventud, es una novela de misterio con mucho de novela policiaca, mucho de comedia y algo de tragedia, en la que, mediante una especie de baile de máscaras, se narra la historia de una pasión o más bien de una serie de pasiones contrapuestas y entrelazadas por la figura de un exiliado español; una novela que permanentemente se cuestiona a sí misma y que combina de forma inextricable el presente y el pasado, la memoria y la ficción, la realidad y la fantasía, el relato y el comentario del propio relato; una novela que demuestra que, a sus 80 años, Suárez es quizá el novelista más joven de nuestro país.

elpaissemanal@elpais.es

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