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palos de ciego
Columna
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Quién manda aquí

Lo llaman teledemocracia y lo es, aunque el término contenga un oxímoron, porque si algo no es democrático es la tele

Javier Cercas
Pablo Amargo

Una de las frases más brillantes que he leído en los últimos años se la dijo a Umberto Eco una amiga suya cuyo nombre por desgracia desconozco: “Umberto, cada vez que NO te veo en televisión me pareces más inteligente”. Ustedes perdonen el subrayado –Unamuno decía que quien subraya una frase toma al lector por idiota–, pero creo que por una vez merecía la pena. Ahora bien, ¿es eso verdad, además de brillante? ¿Es verdad que la tele idiotiza a todo el mundo, incluido alguien tan reacio a la idiotez como Eco? Y, si es así –y no tengo ninguna prueba inapelable de que no lo sea–, ¿cómo es posible que todo el mundo se pirre por salir en la tele? ¿Cómo se explica que la enfermedad de nuestro tiempo sea la mediopatía, esa insaciable adicción que esclaviza a personas de todo tipo –desde políticos hasta los llamados intelectuales, pasando por gente de apariencia normal y en su sano juicio–, obligándolas a realizar sacrificios inhumanos para obtener su dosis periódica de medios en general y de tele en particular? ¿Es que nos hemos vuelto todos locos o qué?

La respuesta es evidente: qué. Y qué es que desde hace décadas vivimos en una sociedad perfectamente mediática, es decir dominada de pe a pa por los medios en general y en particular por la tele; ésta, casi sobra decirlo, no sólo refleja la realidad: en cierto modo la crea, de tal manera que, en cierto modo, aquello que no existe en la tele no existe a secas. Y la inmensa mayoría de la gente prefiere correr el riesgo de parecer idiota –o incluso de convertirse en un idiota integral– al de no existir. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué le entregamos todo el poder a la tele? ¿Cómo es que nadie se opuso a su tiranía? La respuesta a esta pregunta ya no es tan evidente; la que yo tengo es sólo parcial. Fue precisamente Eco quien, a mediados de los años sesenta –cuando la tele empezaba–, dividió a los llamados intelectuales en dos tipos: apocalípticos e integrados. Los apocalípticos vendrían a ser aquellos que, al menos desde Platón, consideran cualquier gran cambio cultural como una catástrofe que conlleva el fin de la cultura, mientras que los integrados vendrían a ser aquellos que consideran cualquier gran cambio cultural como una oportunidad que conlleva la transformación de la vieja cultura en una cultura nueva. Por una serie de razones –entre ellas el temor a ser tildados de vejestorios trasnochados–, la mayoría de los intelectuales adoptó una posición más bien integrada; no era insensato, si a continuación nos hubiésemos ocupado en serio de que la nueva cultura fuese superior a la vieja.

No lo hicimos y, como vio muy pronto David Foster Wallace, la nueva cultura creada por la tele fue una cultura sólo negativa, basada en la ironía destructora y el sarcasmo. Esto, de entrada, fue saludable, porque limpió la vieja cultura de fariseísmos y blanduras; el problema es que lo que sirve para destruir no sirve para construir, y que la nueva cultura es una cultura nihilista, de tierra quemada, que no renovó la vieja sino que la desprestigió hasta casi aniquilarla. Sólo entonces advertimos los llamados intelectuales que habíamos sido “ingeniosos aliados de nuestros sepultureros”, por decirlo como el personaje de Milan Kundera, y que, a base de ironías y sarcasmos, la tele había matado toda autoridad, excepto la de la propia tele; el resultado es que en España, digamos, la autoridad no la tienen Ferlosio y Savater, sino Jordi Évole y el Gran Wyoming. En la política ocurre algo parecido: lo llaman politainment –política del entretenimiento– o teatrocracia o democracia de audiencia o tertulianización de la política; en realidad es teledemocracia. Quizá el primero que lo comprendió con plenitud fue Silvio Berlusconi, quien hace 20 años aprovechó la caída por la corrupción de un sistema político de medio siglo para, presentándose como limpia alternativa a una casta corrupta, hacerse con el poder a golpe de tele; sin duda el primero que lo ha comprendido aquí es Podemos, que pretende llevar a cabo una operación distinta pero semejante en España.

Lo llaman teledemocracia y lo es, aunque el término contenga un oxímoron, porque si algo no es democrático es la tele. Pero es la que manda, y cada vez lo hará más. A menos, claro está, que entre todos la pongamos en su sitio.

elpaissemanal@elpais.es

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