El aspirante a escritor
A sus seis años, mi hijo ha escrito su primer libro: 'El pirata y su amigo Vi', la historia de un pirata tragado por una ballena
A sus seis años, mi hijo ha escrito su primer libro: El pirata y su amigo Vi. Es la historia –en nueve líneas– de un pirata tragado por una ballena, que lo suelta en el Polo Norte. Ahí conoce a un esquimal, que se convierte en su mejor amigo. A los abuelos de mi hijo les parece muy creativo. Mis amigos lo encuentran encantador. Pero yo estoy aterrado.
Para empezar, el autor me ha pedido que mueva mis influencias:
–Papi, llama a tu editora para que publique mi libro.
–¿Para qué quieres publicarlo?
–Para hacerme rico.
–¿Y para qué quieres ser rico?
–Para tener muchas cosas: yates, aviones, todo eso.
–Si quieres eso, tendrías que trabajar sin parar. ¿Eso quieres? Imagínate que yo trabajase todo el día. No tendría tiempo para jugar contigo. ¿Acaso te gustaría eso?
–No importa. Yo jugaría con los criados.
Dios. Estoy creando un monstruo.
Temo ser el culpable de sus repugnantes valores sociales (¿Habré usado alguna vez la palabra “criados”?). Me molesta que el chico crea que su futuro dependerá de los contactos de su padre. Pero lo que me asusta de verdad, lo que podría hundir su vida, es que el pobre cree que se hará rico… si publica un cuento. ¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza?
Le advierto:
–Hijo, es muy difícil ganarse la vida con los libros.
–Tú te ganas la vida con los libros.
Maldita sea. Soy la peor persona del mundo para advertirle de los riesgos. Y sin embargo, precisamente porque soy escritor, sé lo difícil que es hacerte un lugar en este mundo: he sufrido los rechazos de los editores a tus primeros trabajos, y esa sensación de que a nadie le importa lo que a ti te hace sangrar. Y peor aún: sé perfectamente que, aun cuando consigues vivir de esto, nunca sabes cuánto durará. Ni siquiera hay justicia. Tengo amigos de inmenso talento que nunca han ganado un céntimo con su literatura. Y eso por no mencionar que se trata del gremio con más maniaco-depresivos, alcohólicos e insatisfechos crónicos que conozco (yo mismo formo parte de al menos dos de esos grupos).
Ya lo sé: lo mismo me dijeron a mí otros adultos en su momento, hace décadas, cuando yo encontré mi vocación. Cierto. Pero cuando lo decían ellos, eran prejuicios conservadores de gente ignorante. Cuando lo digo yo, es un dato contrastado.
Decido callar. El chico ya se olvidará, me digo. Pero, para mi horror, cada día escribe más: las aventuras del gato que fue a la selva y conoció una princesa, la historia del murciélago despistado, e incluso un cuento en verso sobre un oso que toca el clarinete (“tenía hambre / y se comió un alambre”, reza una rima). Este inconsciente se está volviendo un adicto a la narración, un yonqui de las fantasías.
Entre cervezas, le confieso a un amigo mis temores: que creo ser un mal ejemplo para mi hijo. Que le hago ver fáciles cosas que en gran medida dependen de imponderables, lo cual será una fuente segura de frustración y fracaso en su vida. Tras mi largo lamento, mi amigo me responde:
–¿Pero te has dado cuenta de que tiene seis años?
Solo entonces comprendo que no me preocupa el niño: me preocupo yo.
Nuestros hijos repiten, al menos en parte, nuestras cualidades y nuestros defectos.
Inevitablemente, vemos en ellos una versión en miniatura de nosotros mismos, y por lo tanto, una segunda oportunidad para vivir nuestra vida, sin los errores de principiantes que cometimos en la primera. Nos metemos en sus decisiones porque creemos conocer los pros y contras. Esta vez no fallaremos, nos decimos. Pero esos pros y contras solo valen para nosotros. Nos cuesta aceptar que ellos tienen otra vida.
Así que me relajo. Decido apoyar al niño. Ya sabrá él lo que le conviene. En prueba de mi aceptación, le compro un cuaderno para que escriba sus relatos. Pero cuando se lo entrego, orgulloso por lo buen padre que soy, me responde:
–Papi, qué aburrido. Mejor regálame una PlayStation.
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