Crimen y castigo
Como cuentan que dijo Billy Wilder, ninguna buena acción queda impune
Al salir del metro hace un par de semanas divisé a una ciega más o menos de mi edad, aunque un poco más alta, envuelta en una elegante gabardina de color beis, tanteando el suelo con su bastón blanco. A pesar de que iba con el tiempo justo y de que percibí un extraño comportamiento entre los empleados de la compañía que había por allí en aquel instante, retrocedí con la intención de guiarla hasta la calle. Me acerqué a ella, pero para mi desconcierto, cuando hice ademán de ir a tomarla del brazo, profirió un berrido salvaje e inhumano que retumbó en todo el recinto. A continuación, manejando el bastón como si se tratara de una enorme batuta, me descargó un golpe terrible en toda la cabeza.
Desde los tiempos del pequeño saltamontes, que preparaba cada embestida con unos movimientos marciales de entre hipnotizador y bailaor de flamenco, con los que al menos daba a la víctima la opción de una prudente retirada, no había visto un leñazo tan fulminante y certero. Perpleja, me llevé una mano a la coronilla, en la que ya crecía un chichón y empezaba a escocer una larga desolladura, y balbuceé: “Pero si yo sólo quería echar una mano…”. La ciega, abriendo la pesada puerta con una facilidad sorprendente, gritó que para eso no hacía falta tocar. Y salió de allí triunfante. Los guardias de seguridad y la taquillera me comentaron que hacía tan sólo unos días se había liado a estacazos con dos jóvenes que habían querido orientarla. Y es que, como cuentan que dijo Billy Wilder, ninguna buena acción queda sin castigo. Desde entonces, cada vez que veo a un ciego, instintivamente, cambio de acera o incluso de rumbo, aunque enseguida recapacito y me aproximo para ver si puedo prestar alguna ayuda. No es la primera vez que recibo un mandoble por auxiliar a alguien. Y no será la última.
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