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reportaje

Julián Grimau, el último muerto de la guerra civil

Los hechos y la vida de un comunista, fusilado hace catorce años, que todavía son motivo de polémica

El 20 de abril de 1963, a las cinco y media de la madrugada, suena una descarga en el polígono de tiro de Carabanchel (Madrid). Un hombre cae muerto. Un pelotón de soldados acaba de ejecutar una sentencia dictada, veinticuatro horas antes, por un consejo de guerra. La pena de muerte es impuesta por el delito de «rebelión militar continuada». El delito había comenzado el 18 de julio de 1936 y había terminado el 7 de noviembre de 1962, cuando el hombre fue detenido. La persona que se había negado a conmutar la pena de muerte fue la misma que veinticuatro años antes (el 1 de abril de 1939) firmaba un parte donde se decía: «La guerra ha terminado.» Se llamaba Francisco Franco. El ejecutado, en realidad el último muerto de la guerra civil, se llamaba Julián Grimau García. Era miembro del Comité Central del Partido Comunista de España (PCE). Catorce años después, uno de sus camaradas en la lucha clandestina, Jorge Semprún, publica un libro de autocrítica y escándalo, en el que se refiere al tema de la detención del dirigente comunista con matices polémicos. ¿Qué queda de Julián Grimau? ¿Un mito o una piedra de escándalo? José Antonio Nováis, que siguió el proceso como corresponsal de Le Monde en España y uno de los autores del libro ¿Quién mató a Julián Grimau?, evoca los hechos y la personalidad del dirigente comunista fusilado.

A un hombre no se le puede reducir a símbolos. Lo que siempre que­dará de un hombre es su recuer­do, y para aquellos que milita­ban en sus mismas filas, su ejem­plo. Angela Martínez, su esposa, así lo intuía. El 29 de abril de 1963, muy reciente aún la muerte de Grimau, daba las gracias a la novia de Amandino Rodríguez Armada, su abogado civil y la persona que más trato tuvo con Grimau después de su detención, por el pésame. A Esperanza, hoy esposa del letrado, le escribía: «Fortaleza tenemos mucha, como él hubiese deseado, como él nos ha dejado el ejemplo para siempre.»

Julián Grimau, en el momento que le quita­ban la vida, tenía 52 años. Había nacido en Madrid el 11 de febrero de 1911. Ocho herma­nos componían la familia, que era oriunda de Segovia. Su padre, licenciado en Derecho, opo­sitó al Cuerpo General de Policía y llegó a ser comisario de policía en Barcelona. Hombre de ideas liberales, abandonó la policía en la época de Martínez Anido por no estar de acuerdo con los métodos del entonces gobernador civil de Barcelona. Para alimentar familia tan numero­sa se dedicó a trabajar en el campo editorial. Llegó a ser director-gerente de la empresa Ibero-Americana de Publicaciones. Durante la guerra ocupó diversos cargos oficiales a las órdenes del Gobierno de la República.

En este cuadro Grimau tuvo que abandonar sus estudios a los catorce años para ayudar al mantenimiento de la familia. Trabajó en varias editoriales y llegó a ser subgerente de una de ellas en La Coruña. En la ciudad gallega, Grimau asiste a conferencias y se interesa por la problemática de Galicia. Llega a estudiar galle­go en una gramática que le presta un dirigente de la organización autonomista gallega ORG A, a la que acabó perteneciendo. De vuelta a Ma­drid, y proclamada la II República, se afilia al Partido Republicano Federal. A partir del 18 de julio de 1936 la historia de su vida es práctica­mente el acta de acusación que el fiscal militar leyó en el consejo de guerra.

Recuerdo muy bien la acusación fiscal. El 18 de julio Grimau pertenece al Partido Republi­cano Federal y participa con las milicias en el asalto del cuartel de la Montaña. Después de un corto período en el frente, por orden de su par­tido, hace en el mes de agosto oposiciones a la policía e ingresa en la Brigada de Investigación Criminal, de la cual es jefe al terminar la guerra en Barcelona. En el mes de octubre de 1936 Grimau se afilia al Partido Comunista. Según el fiscal, durante su permanencia en la Brigada había detenido gente «adicta al Glorioso Movi­miento Nacional»; había requisado joyas de personas que no habían querido entregarlas al Gobierno de la República; se había infiltrado en organizaciones clandestinas nacionales para desarticularlas y había entregado miembros de las mismas a los tribunales populares, que las condenaron a muerte.

Estas personas, prosigue el fiscal, antes de ser entregadas a la justicia habían sido torturadas, muchas veces, personalmente por el acusado, en una cheka de la cual era jefe. Refugiado en Francia, se va a América del Sur (concretamen­te a Cuba), «donde no pierde contacto con el Partido Comunista», y regresa a Europa en 1943. En 1957 es miembro del Comité Central del PCE. Se instala en Francia y hace frecuentes viajes clandestinos a España, «protegido por la incomprensible beligerancia de las naciones que se llaman amigas». En 1959, cuando Simón Sánchez Montero es detenido, le hacen máximo responsable del aparato clandestino del partido. (El fiscal o la policía estaban confundidos: el máximo responsable era Jorge Semprún.) Si­guiendo la línea del VI Congreso, intenta orga­nizar huelgas pacíficas, formar células en las fábricas, contactar intelectuales y formar ju­ventudes comunistas. Grimau recibe de su par­tido 5.000 pesetas mensuales para vivir.

Tras esta serie de delitos, al fiscal militar se le olvidó decir, o quizá no lo sabía, que en Cuba perdió a su padre, que había emprendido el exilio con él. Que en España, en la posguerra, había perdido a su mujer y a su hijo, que, como tantas familias de vencidos, no pudieron sobre- vi vir a los duros días de los años del hambre. Que se había vuelto a casar en París y que tenía dos hijas de diez y de ocho años, Dolores y Carmen. Que su mujer se llamaba Angela Martínez, pero que, por vivir clandestina en Francia, tenía que firmarse Angeles Campillo.

¿Qué hace un dirigente político en la clan­destinidad? En todos los partidos y en todas las latitudes, más o menos lo mismo: tener un refu­gio seguro, tomar los contactos precisos, hacerse notar lo mínimo. Grimau tenía el refugio: una casa en Madrid, en Pedro Heredia, 27, donde el PCE había comprado un pequeño piso a nom­bre de Manolo Azaustre y su esposa, María Tudor. Los Azaustre eran unos militantes es­pañoles que vivían en Francia (aún viven en Loiret) y que no tenían antecedentes policiales. Habían aceptado venir a España para que su casa sirviera de vivienda a dirigentes comunis­tas.

Su sobrina Angela Azaustre, entonces era adolescente, trabaja hoy como administrativa en el Colegio de Abogados de Madrid. «Si, me acuerdo muy bien de Grimau. Claro que en­tonces no sabía quién era. Le veía frecuente­mente en casa de mis tíos. Su habitación era muy sencilla. Una mesa, una cama, un armario. En la mesa, siempre llena de periódicos, tenía una máquina y una radio. Comía con mis tíos y yo a veces con ellos. Grimau era muy simpático, educado, sensacional. Era un hombre que sabía estar. Nunca me habló de política.» Durante las comidas sin la sobrina, Manolo Azaustre, que trabajaba como chófer, tendría las mismas charlas que evoca Semprún, huésped también del matrimonio en su época clandestina. Ma­nolo evocaba sus recuerdos del exilio. Joven soldado republicano, en 1939 había conocido los campos de concentración del sur de Francia. Al estallar la guerra mundial los franceses le enrolaron en una compañía de trabajo militari­zada. Aniquilado el Ejército francés, Manolo, como tantos otros rojos españoles, fue enviado por los alemanes al campo de exterminio de Mathausen. Allí murieron miles de españoles. Manolo sobrevivió.

De María Tudor nos recordamos nosotros. La vimos, junto con su marido, en el consejo de guerra que los juzgó pocas semanas antes que a Grimau. María, que entonces tenía 41 años, era vivaracha. Hablaba firme ante sus jueces: «Cuando Julián estaba en casa se pasaba la vida leyendo o escuchando las emisiones de la BBC de Londres, en un transistor que yo le prestaba. Cuando no venía a cenar yo le dejaba preparada la cena.» Semprún también rememora las cenas que le dejaban preparadas cuando volvía tarde a casa. «María me dejaba preparada en el co­medor una cena fría. Lo hacía con esmero y con cariño, variando los platos de pescado y de car­ne, aderezando riquísimas ensaladas, ya que esa era la única forma en que podía manifestar su participación en el trabajo del partido. La única manera de expresar su condición de comunista que había aceptado regresando al país para esa tarea anónima y humilde, pero no desprovista de riesgos ni tampoco de importancia.» A Ma­nolo se le impuso una condena de doce años —el fiscal sólo había pedido diez—; a María, un año de prisión. Un año que pasaría en la prisión de mujeres de Ventas, a pocos metros de la casa de Pedro Heredia.

¿Guardaba Grimau las otras dos reglas de la clandestinidad? ¿Tener los contactos precisos, hacerse notar lo mínimo? Según Semprún, no. En su Autobiografía escribe: «En aquel perío­do» (primavera del 62) «me había llamado la atención, en los métodos de trabajo de Grimau, una reciente y creciente propensión de su parte a la imprudencia y a la precipitación. Así, por ejemplo, Grimau se pasaba todos los días de­masiadas horas en la calle, de cita en cita. Además de los peligros que esto entraña, cuan­do se produce sistemáticamente, era fácil supo­ner que apenas le quedaría tiempo a Grimau para reflexionar sobre los problemas políticos, las experiencias de su propio trabajo, a cuyo estudio dedicaba más tiempo durante la primera época de su estancia en Madrid. Por otra parte, y por si no bastara lo anterior, Grimau tenía la dichosa costumbre de tomar directa y personalmente contacto con los grupos comu­nistas irregulares, desgajados de la organización por una u otra razón, que iban surgiendo acá y allá, bastante numerosos en aquella época. En cuanto le hubieran indicado la existencia de alguno de esos grupos y el nombre y dirección de alguno de sus componentes, ya estaba Gri­mau tirándose a la calle y presentándose en casa del compañero de marras.»

A pesar de la poca simpatía con que Semprún trata a Grimau, reconoce: «Se me dirá, tal vez, que ese defecto de Grimau era el reverso de su abnegación en el trabajo, de su espíritu de lucha. Sin duda...» Y más tarde añade: «Sabía, por ejemplo, por ser evidente, que Grimau era un hombre entregado totalmente al trabajo del partido, religiosamente fiel al partido.» Federi­co Melchor, director de Mundo Obrero y miem­bro del Comité Ejecutivo del PCE, no piensa lo mismo que Semprún en cuanto a la supuesta imprudencia de Grimau. Afirma: «La seriedad, el espíritu de responsabilidad, la repulsa a toda improvisación, el afán de conocer los hechos reales... caracterizaban las opiniones de Julián Grimau.»

Amandino Rodríguez Armada, el letrado que defendió a Grimau hasta el límite de todas las posibilidades, y en una época en donde la defensa de un dirigente comunista no era tarea fácil, nos dice: «Desde que me encar­gué de su defensa y logré comunicar por vez primera con Julián Grimau, el 29 de noviembre de 1962, lo que no fue fácil, estuve en contacto con él casi diariamente, puedo dar fe de su sencillez y simpatía, de su curiosidad y humanismo. Su tesón de lucha hasta el final.»

Nosotros lo vimos un jueves, 18 de abril, que amaneció lluvioso, frente a unos jueces que le iban a condenar a muerte. Con voz suave y firme dijo: «Yo estoy trabajando desde que tengo catorce años. Salí de España pobre y he vuelto pobre. No he matado ni torturado a na­die. Me hice policía por estimarlo más fructífero para nuestra causa y por disciplina. Soy comu­nista y lo seguiré siendo toda mi vida. Actuaré como comunista cada vez que tenga la oportu­nidad.»

Julián Grimau fue detenido en Madrid el 7 de noviembre de 1962. Concretamente, en la plaza de Manuel Becerra (hoy plaza de Roma), después de tener una cita con un militante co­munista llamado Lara, que, al parecer, le denun­ció a la policía. Lara era uno de los responsables del PCE en una amplia zona que se extendía en torno a Manuel Becerra. Lara había sido dete­nido por la Brigada Político-Social y tratado, antes de su cita con Grimau, por los métodos que solía emplear.

Rodríguez Armada recuerda la detención, tal como se la contó el propio Grimau, en el Hospital Penitenciario de Yeserías: «Grimau», dice el letrado, «era un ágil y gran conversador. Un día me contó su caída» (según la versión oficial, Grimau se arrojó por una ventana de la Dirección General de Seguridad, mientras era interrogado). «No se la explicaba. Como de costumbre, el día que le detuvieron había to­mado las máximas precauciones antes de acudir a la cita. Reconocido el terreno.» « La cita con un camarada», decía Grimau, «era a las cuatro de la tarde. Antes de esa hora, aproximadamente a las tres y diez de la tarde, me encaminé desde las proximidades del metro de Goya, por dicha calle, hasta la avenida de Doctor Esquerdo.

Continué en dirección a la plaza de Manuel Becerra. Antes de llegar torcí a la izquierda, por la calle Ayala, hasta la esquina con Don Ramón de la Cruz. Torcí a la derecha, hasta Montesa. Volví a torcer a la derecha y, por esta calle, atravesé Alcalá hasta la esquina con Hermosilla. Allí, en un bar, tome un café solo y encendí otro pitillo. Subí por la Fuente del Berro, crucé de nuevo Alcalá, emprendí mi camino por Mártires Concepcionistas hasta la esquina con Francisco Silvela. Desde allí me dirigí al lugar de la cita. Concretamente enfrente del cine Ro ma. Me entrevisté con el camarada citado.»' «¿No sería Lara», le dijo el abogado. Grimau estaba remiso a dar el nombre. Después de pensarlo, dijo: «Sí, efectivamente. ¿Por qué?» Rodríguez Armada le manifestó que se pensaba que Lara había sido su delator. «Grimau, re­cuerda el abogado, enrojeció ligeramente. Quedó pensativo largo rato. Murmuró entre dientes: «Me parece muy extraño, pero ahora que pienso, pudiera ser», aunque matizó dubi­tativo: «Lara es un antiguo camarada que pa­recía digno de toda mi confianza. Es hombre que se ha pasado varios años en la cárcel. Tiene una personalidad modesta y discreta, nada am­bicioso y hombre que, según todos los datos, le gustaba pasar inadvertido. Bueno, no conviene precipitarse. Hay que analizar todo serenamen­te.»

Grimau y Lara charlan unos minutos. Gri­mau le entrega cierta documentación. Concier­tan una cita para el día siguiente. Se separan. «Un momento, Amandino», dice Grimau, «ahora recuerdo que Lara estaba excesivamen­te nervioso. Miraba frecuentemente hacia un lado y otro. Le ofrecí un cigarrillo y lo cogió maquinalmente. No acertaba a encenderlo. Se lo encendí yo.» Grimau, que era un inveterado fumador, añade: «Ahora recuerdo que Lara fumaba tabaco negro y el que yo le ofrecí era rubio. Mire usted, antes no se me hubiera ocu­rrido.» Pero Grimau cambia rápidamente de tema. Vuelve a su relato. «Me despedí de Lara y lomé el autobús número dieciocho, que hace el recorrido hasta Cuatro Caminos. Era un día que me sentía particularmente feliz. Recitaba in mente una poesía de Pablo Neruda, Canto de amor a Stalingrado. Al llegar a la altura de la glorieta Ruiz de Alda pensé: "¡Qué pocos via­jeros!"» (concretamente seis; los miembros de la policía García Salabert, Mínguez González, Olazábal Cortázar, Sánchez Campanero, Juan Antonio de la Torre y Gil Gutiérrez). «Al llegar a la plaza de la República Argentina empecé a teclear con los dedos en la cerradura de mi car­tera de mano. Un señor sentado a mi izquierda me dijo: "No siga usted tecleando, porque saldrá la clave." "No hay clave", contesté. Inmediata­mente me di cuenta que había sido atrapado. Intenté bajar en la próxima parada, pero no me dejaron. En la avenida de Raimundo Fernández Villaverde me obligaron a apearme antes de llegar a la glorieta de Cuatro Caminos. Me. metieron en un taller mecánico, donde uno de los policías pidió permiso para llamar a la Dirección General de Seguridad. Yo grité: "¡No han detenido a ningún chorizo, sino a un comu­nista y honrado ciudadano!" A los pocos minutos llegó un lujoso coche y me encaminaron a la Puerta del Sol.»

Grimau, en el momento de detenerle, llevaba la cantidad de 13.455,90 pesetas y un carnet de identidad a nombre de Emilio Hernández Gil, de 51 años de edad, tipógrafo, hijo de Enrique y de María, natural de Madrid.

Del intento de suicidio de Grimau en la Di­rección General de Seguridad, lo que material­mente parece imposible, dadas las condiciones de la habitación donde la policía dijo que se había arrojado (el Juzgado de Instrucción número ocho le abrió un sumario por intento de suicidio), o de su defenestración se ha escrito mucho. Rodríguez Armada, que representó a Grimau ante el juez de instrucción y que toma apuntes de sus conversaciones cotidianas con Grimau, nos dice: «Mi propio cliente no recor­daba los hechos.» El abogado, que tras una dura lucha burocrática logró ver por vez primera a su cliente el 29 de noviembre, en la prisión peni­tenciaria de Yeserías, nos cuenta: «Llegué a la sala de traumatología, acompañado del notario don Benjamín Arnaiz. Sin entrar en la sala de traumatología propiamente dicha, bordeamos un pasillo, al final del cual se encontraba una habitación. Frente a la puerta, unas personas con uniformes de reclusos permanecían senta­das. Entramos en la habitación y en la cama aparecía un hombre cuyo cuerpo apenas se no­taba bajo la ropa que le cubría. Lo que más me llamó la atención eran dos expresivos ojos que se destacaban de la masa de vendajes semicubiertos de sangre seca y que le envolvían mate­rialmente la cabeza. El director del estableci­miento precisó: "Este señor se tiró hace unos días por una ventana de la Dirección General de Seguridad." Grimau respondió con ironía: "Se ve que está usted mejor informado que yo." El notario redactó el poder que me otorgaba Gri­mau y requirió su firma. Uno de los enfermeros levantó las mantas que le cubrían. El es­pectáculo era impresionante: ambos brazos aparecían totalmente escayolados (más tarde, cuando le quitaron la escayola, pude ver que aún tenía en las muñecas cicatrices de las espo­sas), estaban escayolados desde el hombro a la punta de los dedos, lo que le impedía firmar, por lo que hubo de introducirle entre el índice y el pulgar de la mano un pincelito empapado en tinta y después introducirle el folio para que grabase sus huellas.»

El abogado cuando hablé con Grimau, éste tampoco se acor­daba. Me dijo: "Al llegar a la Dirección General de Seguridad entramos en el primer piso y después subimos y bajamos por una escalera hasta los sótanos. Me fotografiaron. Cogieron mis hue­llas dactilares y se me hizo la primera ficha. Un agente me dijo: "Se ve que has prosperado mu­cho." Contesté: "Si se refiere usted a que he prosperado como hombre y comunista, no pue­do negarlo." Pasamos a una habitación para tomarme declaración. Creo recordar que en esencia dije: "Me llamo Julián Grimau García. Soy miembro del PCE y me encuentro en Es­paña cumpliendo una misión de mi partido. No diré nada más." Uno de los agentes allí presen­tes me dijo: "A ti pronto te vamos a matar."

Otro, poniéndose un guantelete, me preguntó: "¿Cómo quieres que te pegue, como funciona­rio o como médico?" (Grimau, más tarde, dice Rodríguez Armada, creyó reconocer a uno de los médicos de la prisión de Yeserías como el hombre del guantelete). "Después todo lo em­pecé a ver como en sueños", prosigue Grimau. "Recuerdo algo así como un largo pasillo donde se podía apreciar un patio en el cual unos obre­ros estaban realizando trabajos de albañilería. Pero todo muy desvaído, como entre brumas. Me daba la impresión de que caminaba como por un paso elevado o algo así. Al final del mis­mo percibía como unos cortinajes negros. Después todo se volvió oscuro, como en tinie­blas. Cuando recobré el conocimiento no sabía dónde estaba. Permanecí varios días semiinconsciente. Muy lentamente me fui dando cuenta de mi estado físico."»

«Mi convicción es que no se tiró por la venta­na», dice el letrado. «Mire usted este parte del forense.» El parte, firmado por el doctor Martínez Selles, el 15 de noviembre de 1962, dice así: «Su estado ha mejorado, aunque no hay que descartar complicaciones. En cuanto al origen de las lesiones, el examinado no tiene otras equimosis que las de la cabeza y las ma­nos. Las primeras, por el choque directo de algún objeto duro, y las segundas, por el movi­miento instintivo.» «Pero un hombre», dice el abogado, «que, según la versión de la policía, se arroja de cabeza contra el cristal de una venta­na es extraño que no tenga ninguna cortadura en la cara o en los brazos o en el cuerpo.»

El 4 de enero tres médicos franceses, los doc­tores Fromusa, Luffite y Sakka, intentan ver a Grimau en Madrid. No lo consiguen. Pero lo­gran hablar con los médicos traumatólogos en Yeserías. A su vuelta a París declaran: «Es to­talmente inverosímil la tesis del suicidio. Todo hace pensar que los policías que torturaron al señor Grimau, creyéndole muerto, intentaron desembarazarse del cadáver, defenestrándolo.»

«Su mayor preocupación», concluye Rodríguez Armada, «era su mujer y sus dos hijas. Pensaba en lo que estarían sufriendo. Un día le llevé una carta de su esposa diciéndole que le estaba haciendo un jersey y le iba a com­prar unas zapatillas para que no pasara frío. Al recibirlos le contestó: "He recibido el jersey. Es muy bonito y de abrigo. También las zapatillas. Te lo agradezco mucho, pero eso es mucho gasto para ti y esto me inquieta."» El abogado hace una pausa. Continúa: «Fue dicho jersey el que llevaría, como una reliquia, el día de su fusila­miento. Con él fue enterrado. Las zapatillas acompañarían a Grimau la última noche de su vida.» Sigue recordando: «Ante todo, era un comunista. A pesar de saber su causa perdida, no desperdiciaba la menor ocasión para dar una batalla.»

Nosotros recordamos a Grimau ante sus jue­ces cuando, una vez pedida la pena de muerte por el fiscal, al preguntarle si tenía algo que alegar, Grimau intentó explicar al consejo cuáles eran las tesis del PCE sobre el Ejército. El ponente, el entonces comandante Manuel Fernández Martín, hoy expulsado del Ejército, le interrumpió: "Eso no viene al caso."»

«Hablaba bien de todos sus camaradas», si­gue Rodríguez Armada; «de Dolores Ibárruri, de Santiago Carrillo, de Enrique Líster, de quien decía que era una "fuerza de la naturaleza desatada, pero que a pesar de su aspecto impo­nente tenía alma de niño".»

Hemos ido a ver a Enrique Líster. El hombre que inspiró un verso a Machado aparenta a sus sesenta años el vigor y la fuerza de un hombre de cincuenta. Su voz es lenta. Está en un pequeño cuchitril rodeado del Comité Ejecutivo del PCOE. Se ríe: «Como ve, el oro de Moscú no da para más.» Después se ensombrece: «De Grimau no quiero decir nada. Ni siquiera sé si trataré de él en el segundo tomo de mis memo­rias, donde explico todos los crímenes de Carri­llo'» La palabra de Carrillo parece encabritar al viejo militar. «De Carrillo», me dice, «se puede esperar todo.»

El 18 de abril de 1963 se abre el consejo de guerra contra Julián Grimau. Amandino Rodríguez Armada (entonces los civiles no podían defender en consejos de guerra) se sen­taba en el estrado por deferencia del presidente del consejo. La defensa la había asumido el entonces capitán Alejandro Rebollo Alvarez Amandi, militante muy conocido de la Acción Católica. Hoy, Rebollo ha dejado el Ejército, es abogado del Estado y director general de Co­rreos. Después de la lectura del acta de acusación, de no comparecer ningún testigo, por no haber sido citados, el fiscal, con voz temblorosa, dijo: «Por lo cual solicito la pena de muerte.» Grimau permanece impasible al escuchar la petición. Tan sólo sus orejas se enrojecen.

El defensor, el capitán Rebollo, empieza su defensa. Es un hombre joven, de veintiocho años. Al empezar la guerra civil sólo tenía un año. Lo que allí se está juzgando es simplemente historia. Su defensa es lógica y valiente. A me­dida que avanza se crece y su oratoria es seguida con atención por todos los asistentes. Señala que al terminar la guerra el nombre de Grimau no figura en la causa general, ni al terminar la gue­rra ninguna denuncia, ni ningún sumario se había abierto sobre él. Niega la «perversidad» de la que habla el fiscal y el delito de «rebelión militar continuada». «Grimau», señala, «se había limitado a servir al Gobierno republica­no, que creía legítimo.»

La sentencia es confirmada. Nada vale: ni las presiones del extranjero, ni los esfuerzos de la opinión internacional, ni el último intento de Amandino Rodríguez, que habló con el Vatica­no pocas horas antes de la ejecución. Nada. Parece ser que Grimau debía morir por razones de Estado.

En la madrugada del 20 de abril Grimau se encuentra en el polígono de tiro de Carabanchel. Antes le ha entregado una foto suya a su defensor militar. Al reverso escribe sus últimas palabras: «Al capitán señor Rebollo Alvarez Amandi, con todo mi agradecimiento y cordia­lidad. Gracias mil por su defensa. Con verda­dero afecto y respeto. J. Grimau.»

Frente a él están unos hombres con fusiles. Alguien se acerc a a vendarle los ojos. Grimau se niega. Sus deseos son respetados. Suena la voz de mando: «¡Carguen!» (Grimau no titubea.) «¡Apunten!» (Grimau sigue firme) «¡Fuego!» (Grimau cae abatido.) Un oficial se acerca y le da el tiro de gracia.

Todo queda en silencio. Tres años después prescribirían los delitos cometidos durante la guerra civil. El cadáver que alumbraban los faros de los camiones, el 20 de abril de 1963, era el cadáver del último muerto de la guerra civil española. Su certificado de defunción se limita a señalar que falleció en la fecha indicada. Se encuentra inscrito en el Registro Civil de Carabanchel Alto, sección tercera, tomo 59, pági­na 156.

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