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Columna
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El odio

Más de 2.000 europeos han entrado en el Estado Islámico en los últimos meses. No parece que estemos sabiendo ofrecer un modelo ilusionante de sociedad a nuestros jóvenes

Rosa Montero

En 1979, Félix Novales, un chaval rubito de 21 años con cara de bueno, entró en el grupo terrorista GRAPO y asesinó a seis personas en menos de dos meses. Tras su primer muerto, compró pasteles y cava para celebrarlo. Por fortuna, esa frenética orgía de sangre se cortó enseguida porque lo detuvieron y condenaron a 30 años. En el lento tiempo carcelario, Félix comenzó a reflexionar. Dejó los GRAPO y, tras unos años de, supongo, sobrecogedora soledad, publicó un ensayo, El tazón de hierro, en el que intentaba entender cómo era posible que una persona asesinara a otra y lo festejara comiendo pasteles. En 1989, cuando salió el libro, entrevisté a Novales en el penal de Burgos. Fue el viaje más extraordinario que he hecho en mi vida: una inmersión en el corazón negro de los humanos, en ese punto ciego de fanatismo que todos albergamos, con un guía que había estado allí y había salido. Recordé a Novales al leer sobre los yihadistas de Cataluña. Cuatro españoles conversos, entre ellos su inenarrable líder, Aalí El Peluquero, todos ansiosos por degollar a alguien. Más la conexión con los neonazis, porque en la caverna del dogmatismo criminal se juntan todos. ¿Por qué una persona decide rebanarle el cuello al prójimo? Creo que hay diversas razones para entregarse al odio; los terroristas de las Torres Gemelas eran saudíes de clase alta, grandes señores de su sociedad feudal que se fueron a estudiar a Oxford, en donde es probable que se sintieran despreciados: la humillación es una emoción venenosa. Creo que uno recurre al consuelo ferozmente fraternal del fanatismo si se siente ninguneado, solo y no querido, si piensa que no pinta nada. Más de 2.000 europeos han entrado en el EI en los últimos meses. No parece que estemos sabiendo ofrecer un modelo ilusionante de sociedad a nuestros jóvenes.

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