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La zona fantasma
Columna
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Transformismo

Cada vez que se entregan los Óscars, me pregunto cuándo algunos críticos y muchos de los espectadores dejaron de entender de cine

Javier Marías

Cada vez que se entregan los Óscars, me pregunto cuándo y por qué la mayoría de los críticos, buena parte de los espectadores y los propios profesionales del arte dejaron de entender de cine o lo confundieron con otra cosa. Sí, ya sé que sobre gustos hay mucho escrito, pero que no cuenta, y desde luego no pretendo tener razón en los míos: siempre estoy dispuesto a considerar que el idiota y el lerdo soy yo, cuando todo el mundo elogia y premia una película que a mí me parece una ridiculez grandilocuente, como El árbol de la vida de Malick hace unas temporadas, o cualquiera de los engolados folletines truculentos de Von Trier o de Haneke, o las solemnidades semirreligiosas de Iñárritu.

Admito que seré yo el que se equivoque, el que carezca de sensibilidad, el que sólo vea “ademanes de genialidad” donde en realidad sólo hay genio sublime (qué digo ademanes: aspavientos). Sí, debo de haberme convertido en un zoquete: este año me pongo a ver ­Boyhood, que ha fascinado y estremecido a las mentes más preclaras, y me aburro del primer al último fotograma, encuentro el conjunto de una inanidad desesperante, y al final sólo me explico tanta boca abierta por una cuestión extracinematográfica, a saber: que la cinta se rodara pacientemente a lo largo de doce años con los mismos actores, y que veamos al joven protagonista ir cambiando desde la infancia hasta la adolescencia tardía. No le veo mérito ni necesidad a la cosa: la película habría sido casi idéntica de haberse rodado en cinco meses con dos o tres actores de físico parecido para representar al muchacho y con un poco de maquillaje y rellenos, como se ha hecho toda la vida, para los personajes adultos. No creo que se me hubiera acentuado por ello la indiferencia rayana en el tedio con que contemplé la maravilla. Insisto en que seré yo el merluzo, pero no me cabe duda de que si esta obra del montón –similar a otras muchas– ha provocado babeos se debe únicamente a la virguería de su eterno rodaje, de hecho lo más comentado.

Con excepciones, se ha olvidado lo que es la interpretación, relegada por la imitación

De lo que estoy igualmente seguro es de que, con mínimas excepciones, se ha olvidado lo que es la interpretación, relegada por el espectáculo circense, la imitación y el transformismo. Si se repasa la lista de actores y actrices nominados al Óscar en lo que va de siglo, se verá que la mayoría lo fueron por hacer de idiotas o de enfermos, de travestis o transexuales, por haber engordado o adelgazado treinta kilos para representar su papel, por haber encarnado a alguien real y lograr la semejanza adecuada, por disfrazarse una actriz guapa de fea, por ponerse una nariz postiza y además fingirse Virginia Woolf, por hablar con acento extranjero. A Meryl Streep se la alaba por parecer Margaret Thatcher, a Helen Mirren por convertirse en la Reina Isabel, a Russell Crowe por interpretar a un Premio Nobel aquejado de no recuerdo qué trastorno, a Daniel Day Lewis, en su día, por simular un pie izquierdo paralítico o torcido, a Matthew McConaughey por haberse quedado chupado como un sídico, a Hilary Swank por haberse metido en la piel de una chica-chico o algo por el estilo, lo mismo que a ese tenebroso Jared Leto. Es decir, por virguerías. Este año no podía fallar: la excelente Julianne Moore sólo se ha visto galardonada cuando ha hecho de enferma de alzheimer, y en cuanto al joven Redmayne, llevaba todas las papeletas en este concurso de fenómenos en que se ha convertido la interpretación cinematográfica: no sólo daba vida a un enfermo de ELA, sino que además se trataba de una celebridad mundial, Stephen Hawking: dos numeritos en uno.

La confusión viene de antiguo, no se crean: recuerdo que en 1968 un soso actor ­olvidado, Cliff Robertson, recibió el Óscar por Charly, en la que, si no me equivoco, interpretaba a un retrasado. Creo que a Dustin ­Hoffman lo premiaron por un papel de ­autista, y a Robert de Niro sólo le dieron la estatuilla de mejor actor principal cuando se avino a metamorfosearse para representar al boxeador Jake La Motta. Con todo, hace unos decenios no era imprescindible transformarse en otro (reconocible), o deteriorarse a lo bestia, o afearse indeciblemente, para alzarse con el premio. Los numeritos se alternaban con las actuaciones memorables. Tengo para mí que aquéllos son mucho más fáciles: basta con cogerle el truco, o el tonillo, o la expresión, o el acento, o lo que sea en cada ocasión, y aplicarlo durante todo el metraje. Los personajes desmedidos son los más sencillos. Hoy sería imposible ver nominado a Jack Lemmon por El apartamento, o a James Stewart por La ventana indiscreta, o a Gregory Peck como abogado o a Maggie Smith como profesora, a Henry Fonda como jornalero o a Walter Matthau como cuñado astuto; a Burt Lancaster como Gatopardo o a Cary Grant en cualquier papel: todos demasiado sanos y normales y con matices, sin el requerido histrionismo, simplemente en interpretaciones ­extraordinarias. Ni siquiera Vivien Leigh por Lo que el viento se llevó habría triunfado: tendría que haberse convertido en un monstruo de gordura o de ancianidad o de fealdad o de enfermedad para que sus compañeros de la Academia de Hollywood se hubieran dignado considerarla.

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