No es país para locos
Las patologías mentales aún son asunto tabú en Kenia El Gobierno intenta mejorar la protección de los pacientes, pero estos aún están en manos de voluntarios
Son las siete de la mañana. Ndung'u sale del centro de salud primaria de Makuyu, en el corazón de Kenia, y se dispone a hacer su ruta habitual para repartir las medicinas a los enfermos de la zona. Se sabe el trayecto de memoria. Lleva haciendo el mismo recorrido tres veces por semana desde hace 10 años. Sus cuatro horas de camino son vitales para que los enfermos mentales puedan tener sus medicinas. "Muchos no pueden desplazarse hasta el centro hospitalario porque no tienen movilidad o porque están tan mal que no pueden salir de casa", explica este tímido enfermero de casi dos metros de altura.
Hasta hace poco, Ndung'u, era funcionario del Estado, pero ya le llegó la edad de jubilación. Ahora trabaja como voluntario repartiendo medicinas a los enfermos mentales de Makuyu y sabe que si dejase de cumplir su función, la situación del centenar de enfermos mentales de los que se ocupa, se recrudecería gravemente. "En los pueblos, tener una enfermedad mental es llevar contigo un estigma de por vida. Muchos enfermos sufren palizas, humillaciones y todo tipo de abusos", dice el auxiliar sanitario. "Por eso hay que estar a su lado, escucharlos y ayudarlos".
La labor de Ndung'u no es una excepción en Kenia. El país solo cuenta con 79 psiquiatras, uno para cada 500.000 personas, según la Africa Mental Health Foundation. Otro estudio publicado por el African Journal of Primary Health Care & Family Medicine estima solamente unos 500 profesionales de la salud mental en el país. A pesar de que no hay estadísticas fiables ni estudios que muestren el número de enfermos mentales de Kenia, las figuras de los voluntarios se multiplican en aldeas y pueblos. Si bien la mayor parte de los enfermos permanece oculta en la sombra de la repulsa social, según el director de salud mental del Ministerio de Salud de Kenia, David Kiima, basándose en las consultas de los hospitales públicos del país, el 25% de los kenianos sufre de algún tipo de trastorno mental. La mayoría de los casos tratados son depresión y ansiedad.
Hace escasas semanas, el presidente Uhuru Kenyatta mostró su determinación en eliminar las barreras al acceso a los tratamientos médicos en el país. Haciendo especial mención a la salud mental, Kenyatta se mostró implacable ante las actitudes de maltrato y desprecio a las personas con trastornos mentales. Y las palabras no se quedan en humo. El Gobierno de Kenia aprobó en 2014 una ley de salud mental que sirve de marco legal para asegurar la igualdad y la protección de los derechos de las personas con enfermedades mentales, e incluyó la enfermedad mental en el apartado 8 de la ley de salud nacional que tiene que regir hasta 2020. De hecho, la salud mental está presente en diferentes legislaciones, planes y leyes desde 1989 pero, a pesar de los esfuerzos mostrados, el país sigue careciendo de educación en esta materia y, en consecuencia, la vulneración de los derechos de los enfermos mentales es una batalla abierta.
Estigma y marginación de los enfermos mentales
El arraigo del estigma y la discriminación en torno a la enfermedad mental es galopante entre la población keniana. A menudo, la sociedad confunde términos como trastorno mental, enfermedad mental, trastorno de personalidad o deficiencia intelectual. Así, la marginación social que sufre el colectivo se ve agudizada por el maltrato y a veces, incluso, por el abandono por parte de algunas familias incapaces de comprender las enfermedades o simplemente de hacer frente a su coste social y económico. "Muchas familias no entienden por qué su hijo está enfermo. La epilepsia o la esquizofrenia se ven como posesiones", explica Ndung'u.
La enfermedad mental en Kenia se suele asociar a uno de estos tres estigmas: el tributo que las familias tienen que pagar por errores cometidos en el pasado; un castigo divino hacia los propios enfermos o a "obras del diablo", enumera David M. Ndetei, profesor de psiquiatría de la Universidad de Nairobi y director de la Fundación Africana de Salud Mental. Esto explica, según Ndetei, que muchas familias prefieran tratar las enfermedades mentales con curanderos tradicionales, que entienden la enfermedad según la lógica tradicional, antes que con medicina moderna o fármacos.
Tal como reconocen algunos profesionales del sector a veces es imprescindible que la medicina convencional se acerque al enfermo mental keniano con humildad y tolerancia a pesar de las aparentes contradicciones. "Si actuamos a partir de los protocolos médicos y de la forma de pensar occidental, solo acabaremos agotados y frustrados", explica María Ferreira, estudiante española de psiquiatría de 25 años que lleva trabajando al lado de Ndung'u desde los 20. En la revista Viajes del Pasado, María cuenta varias experiencias en el campo psiquiátrico en las que los pilares de la ciencia moderna se zarandean, si no se desmoronan. "A menudo —explica la joven— las paranoias de algunos enfermos son consideradas verdaderos poderes a través de los que se los dota con capacidades especiales". En una de sus piezas, María describe los poderes de un enfermo capaz, según sus vecinos, de transformarse en leopardo. "Cuando era niña y veía las marquesinas de los autobuses plagadas de publicidad de ONG, me imaginaba algo distinto. Algo más fácil. Más heroico. Pero trabajar en Kenia supone tragarse el ego día a día y asumir que realmente no sé nada", explica en otro de sus artículos.
A falta de profesionales, buenos son voluntarios
"Yo no soy psiquiatra", reconoce Ndung'u. "Pero como enfermero psiquiátrico puedo ayudar a los enfermos a tomar la medicación que necesitan. Les hago el seguimiento. Y mejoran mucho", expresa. "Algunos de los pacientes de la zona de la que me ocupo han ingresado intermitentemente en el Hospital Mental de Mathari, el único psiquiátrico público de Kenia, pero allí no hay sitio para todo el mundo, ni recursos para tratarlos adecuadamente, así que se les da el alta rápidamente", reconoce Ngung'u.
A pesar de que los ingresos al psiquiátrico deberían mejorar la vida de los pacientes, las experiencias vividas allí son preocupantes. En Encerrados y Olvidados, el documental de la CNN ganador del premio de Amnistía Internacional de 2011, se ilustra la exclusión y reclusión vivida por muchos enfermos mentales en el país y se evidencia la falta de recursos del psiquiátrico. Pero, ¿cuáles son las alternativas? En Kenia, a parte de Mathari, solo seis de los 47 hospitales que hay en los distintos condados del país cuentan con un pabellón especializado. Tal como reconoce Victoria de Menil, miembro de la ONG Basic Needs para la salud mental en Kenia, los presupuestos que el Gobierno dedica a la salud mental son del 0,5%, y se destinan a la medicación de los pacientes más que a las terapias con especialistas cualificados.
"En Makuyu hay muchos enfermos que están en situaciones muy severas. Tenemos un caso muy duro, el de Peter. Tiene cerca de 30 años, su madre no sabe bien en qué año nació. El joven sufre de epilepsia y parálisis cerebral por una malaria cerebral que sufrió a los dos años. La madre lo saca a la calle por la mañana porque no lo quiere dejar dentro solo y él se pasa el día en el suelo, delante de su casa. Le tiende un plástico, donde él hace sus necesidades, y lo deja a la intemperie, llueva o haga sol. Los vecinos, a veces le llevan algo de comida durante el día, y si llueve, lo cubren o le ponen un paraguas encima. Al atardecer, cuando la madre llega de vuelta a casa, lo vuelve a meter dentro", cuenta Ferreira.
En Kamahua, y con la ayuda de la ONG Karibuni Africa, Ndung'u construyó una pequeña y humilde clínica psiquiátrica en 2013. Los médicos voluntarios del centro pasan consulta un par de veces al mes. La prole se levanta entusiasmada para cantarles y agradecer su ayuda cada vez que éstos pisan el centro. Pero ellos se afanan en rehusar ningún tipo de distinción. "Es a Ndung'u a quién debéis agradecer, por favor, nosotros no hemos hecho nada", insisten abochornados ante una cola de decenas de enfermos y familiares. Pero las plegarias, permanentes en todo acto relevante de la comunidad cristiana de Kenia, siguen: "¡Dios os bendiga!", gritan. "Esto es detestable, como somos blancos y les traemos medicamentos de vez en cuando, tienen fe ciega en nosotros", se lamenta la doctora.
"Ese niño tiene epilepsia", señala Ndung'u. "¿Quién es esa mujer? Nunca la había visto", le pregunta uno de los voluntarios. "Es una acompañante, creo que ha venido porque sabía que hoy teníamos celebración", responde él. Cuando los voluntarios llegan desde Nairobi, Kamahuha lo celebra con refrescos y galletas. La mayoría de los enfermos parecen absortos en un mundo interior, en gran parte por culpa de medicamentos que les producen efectos secundarios como la sedación. "Los fármacos que se les suministra son antipsicóticos de primera generación. En Europa, por ejemplo, como mínimo se recetan los de segunda generación. Pero aquí son prácticamente imposibles de encontrar", comenta el auxiliar sanitario.
La enfermedad mental, a la sombra de las dolencias físicas
Al acabar la celebración, solamente una paciente entra para pedir tratamiento: "Se me terminaron las pastillas", manifiesta con el cuerpo bailarín y muestras de nerviosismo, mientras Ndung'u le prepara píldoras para los próximos 30 días.
"Por favor, mírenle los pies a mi hijo", dice otra mujer asomando la cabeza a la puerta de la consulta. Cuando entra el niño, un adulto esquizofrénico que no llega a los 30 años pero que aparenta más de 60, se quita las zapatillas y mantiene la mirada perdida. "Tiene jiggers", reconoce Ngung'u. Se refiere a una especie de parásitos que afectan a millones de personas en Kenia. Estas pulgas se instalan en los pies y las manos y perforan literalmente la piel y las uñas, dificultando o hasta impidiendo a las personas el andar o llevar una vida normal. "Hay que desinfectarle los pies", recomienda Ndung'u. Sólo cuando los pies llevan media hora en remojo dentro de una palangana con agua y una solución antiséptica, vuelve a salir el tema: "¿Se toma su hijo las pastillas para el trastorno, señora?", pregunta Ndung'u en kikuyu, la lengua mayoritaria en el centro de Kenia. "Sí", responde la madre. "Si su hijo no se toma la medicación, es imposible que pueda cuidar sus pies", advierte Ndung'u a la mujer.
El paciente no ha asistido a la consulta para tratar su enfermedad mental o revisar su medicación, sino para que le curasen los jiggers. "Aquí la enfermedad mental, al final, es lo que menos les importa", dice María. "Está a la cola de muchos otros problemas, como éste. En realidad, Ndung'u y yo podemos y debemos tratar a los pacientes de dolencias físicas, si así nos lo piden, pero esto muestra hasta que punto la enfermedad mental siempre queda relegada a un segundo plano", confiesa con cierto desaliento. "Una de las razones por las que la salud mental es a menudo ignorada es porque no es contagiosa. Aunque las enfermedades no transmisibles están recibiendo cada vez más atención en los países de bajos ingresos, las enfermedades transmisibles han sido históricamente priorizadas", explica Victoria de Menil en una entrevista para el Africa Research Institute.
"Sé que mi presencia les da seguridad y esperanza”, asegura Ndung'u. Seguridad y esperanza son dos estados emocionales que la plataforma My Mind My Funk también pretenden brindar a través de una aplicación para móvil que facilita apoyo psicológico a través de mensajes de texto. Dos ejemplos de apoyo psicológico imprescindibles para los kenianos. Uno virtual y el otro presencial. Ambos voluntarios. Ambos imprescindibles. Ambos de un país al que le queda mucho por luchar en materia de salud mental.
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