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Escalera interior
Columna
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Chocolate con picatostes

Sólo sintió que aquella chica le gustaba, y como no sabía por qué, le gustó aún más, tanto que se fue derecho a por ella

Almudena Grandes

Nunca se ha atrevido a contárselo. La conoció en un bar, de madrugada. Él llegó antes, con algunos amigos de su peña, después de ver a su equipo ganar a domicilio. Eso significaba que estaba bastante borracho cuando vio entrar en un grupo a aquella chica que le pareció especial, más guapa que fea pero más mona que guapa, ni alta ni baja, ni gorda ni delgada, una mujer corriente sólo en apariencia, tan singular en sus defectos como en sus virtudes, al menos bajo los efectos del alcohol y la euforia que producen las victorias en campos difíciles. Aunque eso sólo lo pensó después. En el primer momento, ni siquiera pensó. Sólo sintió que aquella chica le gustaba, y como no sabía por qué, le gustó aún más, tanto que se fue derecho a por ella.

–Mi equipo acaba de ganar en el Camp Nou –anunció sin más preámbulo.

–Ah, muy bien –le sonrió, y él comprobó que la favorecía sonreír–. ¿Y por qué me lo cuentas?

Supo que iba a enamorarse de ella. Nunca se lo contó, porque tiene miedo de que interprete mal sus palabras

–Porque voy a invitarte a una copa –levantó la mano para llamar al camarero–. Para celebrarlo, ¿no?

–Pues… –ella le miró con atención, de arriba abajo, mantuvo firme su mirada por un instante–. Vale, muchas gracias.

–¿No serás madridista, verdad? –asintió, y su sonrisa desembocó en una breve carcajada–. Bueno, dime por lo menos que no tienes novio…

Aquella noche fue perfecta, tanto que la perfección invadió todo lo demás, la timidez y el pudor, la borrachera y la resaca, el tiempo y el espacio. Se durmieron muy tarde y muy pronto a la vez, porque ya había empezado a amanecer cuando cerraron los ojos, pero el sueño les fulminó al instante y a la vez. Al despertarse, se dieron cuenta de que estaban abrazados. Les dio vergüenza, se soltaron muy deprisa, y ambos echaron de menos casi al instante el cuerpo del otro. Los dos habían tenido parejas antes, los dos habían dormido acompañados muchas veces, los dos estaban más cerca de los 30 que de los 25, y ninguno supo qué decir hasta que ella se volvió hacia él, sonrió, le beso y proclamó que iba a hacer el desayuno.

En ese instante, él miró la habitación, los muebles que le rodeaban, y fue muy consciente de que aquella no era su casa. Miró a aquella chica y sintió una punzada de extrañeza, una sensación agridulce, ambigua, indecisa entre un profundo e inesperado bienestar y la sensación de estar inmerso en un paisaje ajeno. Al abrir los ojos, le había parecido mucho más guapa de lo que recordaba. Cuando salió por la puerta ya no lo sabía. Y no sabía si debía protegerse o dejarse ir, disfrutarlo o asustarse, aceptar o rechazar lo que le estaba pasando. Llegó a pensar en vestirse y marcharse de allí sin más. Llegó a pensar que nunca había pensado una tontería semejante a la de salir corriendo sin despedirse. Entonces aspiró aquel olor, dejó que penetrara en su nariz, que se apoderara de su cerebro, que le pusiera los pantalones, la camiseta, que le sacara a rastras del dormitorio, que le prohibiera terminantemente volver a pensar.

Ella le habló sin volverse a mirarle, pendiente de la sartén donde nadaban los últimos bastones de pan frito.

–Chocolate con picatostes… ¿Te gustan?

–Sí –gracias, mamá, añadió con los labios cerrados–. Me encantan.

Aquella mañana no quiso contarle que era huérfano, que su madre había muerto de cáncer unos meses antes. Tampoco que ella le hacía para merendar exactamente lo mismo, chocolate con picatostes, en los días malos, cuando estaba enfermo, o triste, o muy cansado, pero también en los buenos, cuando había algo que celebrar.

Todo eso se lo iría contando poco a poco, mientras aceptaba con incredulidad primero, con gratitud después, con la naturalidad de los afortunados por fin, el regalo que la vida le había hecho al poner en su camino a aquella chica suya, única, especial. Pero nunca, ni siquiera hoy, mientras desayunan en la terraza para celebrar la rayita roja que surca el test de embarazo que ella ha colocado entre los dos sobre la mesa, le ha contado que aquella mañana, la primera que compartieron, mientras la veía disponer las tazas y los platos, se dio cuenta de dos cosas raras, graves e irremediables.

En ese instante supo que iba a enamorarse de ella sin remedio. Pero en el sucesivo comprendió que con dos cafés con leche y unas tostadas, todo habría sido distinto y peor, más pobre, más triste, más dudoso.

Nunca se ha atrevido a contárselo, porque tiene miedo de que interprete mal sus palabras, pero antes de abrir la boca, cierra los ojos, aspira, sonríe, y se convence una vez más de que su novia, el buen amor, y hasta la felicidad, saben a lo mismo. Ni más ni menos que a chocolate con picatostes.

www.almudenagrandes.com

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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