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Rayos y centellas
Columna
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Más grande que el arte

Lo que encontré en 'Boyhood' fue una experiencia artística única: un retrato fiel del tiempo y de lo que hace con nosotros

Pep Montserrat

Hoy se deciden los Oscar, y la lucha será encarnizada: las más nominadas, Birdman, Hotel Budapest, The Imitation Game y Boyhood son soberbias y totalmente diferentes entre sí. Pero no puedes quedar bien con todo el mundo. Tienes que saber de qué lado estás. Y yo estoy con Boyhood.

Admito que Birdman es técnicamente deslumbrante. Filmada toda en un solo plano. Rebosante de momentos de delirio. Un duelo entre dos actores monumentales como Michael Keaton y Edward Norton, adornado con deliciosas referencias para cinéfilos (por ejemplo, al igual que su personaje, Keaton vivió su gran momento Hollywood como Batman, aunque él llevaba un disfraz más elegante).

Hotel Budapest, por su parte, es una joyita, una fiesta del placer de ver. Cada plano parece una pintura, y los personajes son una combinación perfecta de ternura y surrealismo.

Pero ambas son películas de autor. Alejandro González Iñárritu y Wes Anderson despliegan en ellas su universo personal, sus obsesiones, sus locuras. Todo lo que aparece en la pantalla está subordinado a su mirada. Los diálogos de Birdman parecen sacados directamente del diario de Iñárritu, con sus ideas sobre la fama, la creación o el arte –especialmente cuando hablan la crítica teatral esnob o la hija drogadicta del famoso–. Hotel Budapest tampoco aspira a retratar nada fuera de la mente de su autor. Si te cruzases por la calle con el botones, dirías: “Mira a ese tipo, parece sacado de una película de Wes Anderson”.

Alejandro González Iñárritu y Wes Anderson despliegan en sus películas su universo personal y sus obsesiones

Tampoco me convence del todo The Imitation Game. La verdadera historia del científico Alan Turing –genio de la informática, héroe nacional ignorado y homosexual atacado por la sociedad hasta conducirlo al suicidio– es tan buena como la mejor ficción, pero no sabemos si lo es o no. Los biopic en general están llenos de diálogos inventados, personajes añadidos y cambios para hacer la historia más sexy. Venden falsas historias reales. Y tampoco tienen el mérito artístico de crear una narración. En mi opinión, aunque son informativos –y me encantan–, debería estar prohibido darles el Oscar a la mejor película. Sí sirven para que se luzcan grandes actores, como Benedict Cumberbatch. Pero justo en este caso no se puede contrastar su trabajo, porque nadie tiene idea de cómo era el verdadero Turing.

En cambio, Boyhood… es la realidad.

Ya, claro: toda película es un artificio. Pero este artificio se parece como ningún otro a la vida real. A la tuya, a la mía, a la de cualquiera. En esta película son verdaderos hasta el acné y las papadas.

Como mucha gente, yo me resistí a verla durante meses, temiendo que sería el típico muermo de inspiración nouvelle vague: 2 horas y 45 minutos de personas desayunando y lavándose las manos, filmadas a lo largo de 12 años para que podamos verlas arrugarse.

Me equivocaba: lo que encontré en Boyhood fue una experiencia artística única: un retrato fiel del tiempo, y de lo que hace con nosotros. Un espejo de mi vida y de la mis padres y la de mis hijos, que me dejó durante días pensando en el destino y el sentido de la existencia (o su ausencia). Algo que el cine nunca había conseguido: que viese directamente en los personajes a la gente que me rodea.

Esta noche, en los premios más importantes del cine, están nominados artistas de enorme talento. Pero es hora de que se aparten los artistas. Ha llegado la realidad. Y se llama Boyhood.

@twitroncagliolo

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