Almodóvar-Banderas
Es curioso este país: los que reclaman el ejercicio de la libertad se escuecen según quien utilice ese derecho
Quien haya oído como tertuliano al ministro de Cultura, José Ignacio Wert, entenderá que seguramente este hombre habrá sido de los que menos se han sentido dañados por lo que Pedro Almodóvar dijo en la gala de los Goya acerca de los que aman o no aman el cine. El cineasta señaló a Wert como alguien de quien no se podía decir que amara el cine.
Los que vimos la gala pudimos entender que esa alusión tan directa del autor de Mujeres al borde de un ataque de nervios al responsable del gremio tenía igual significación metafórica (o no) que la que antes había lanzado quien está al frente de la Academia, González Macho, que le dijo al ministro que acabara ya con el dichoso 21% que grava al mundo cinematográfico.
Wert, por supuesto, no iba a acabar esa misma noche con el 21% ni iba a engrosar (o lo contrario) la lista de amigos del cine por el decreto del más internacional de nuestros directores. Lo que quería decir Almodóvar, y eso lo entendió todo el mundo, era que no había derecho a que un Gobierno de un país moderno mantuviera, con la evidente anuencia de su ministro de Cultura, ese gravamen imposible de detectar entre países de nuestro entorno.
Es seguro que al ministro no le queda más remedio que atender las órdenes de su par de Hacienda, pero es lícito que los creadores, productores, actores, guionistas y demás personal del cine (y del teatro) interpreten que es el Gobierno en pleno, y en lugar destacado el ministro del ramo cultural, los que toleran este estado de cosas. Vale que haya razones (presupuestarias y de otro tipo) que aconsejan a los que mandan en las finanzas el establecimiento de estas medidas, pero los ciudadanos (y Almodóvar es un ciudadano de este Estado) tienen derecho a afearlo en el espacio público, que es también su espacio.
Lo que ha sorprendido es que esa libérrima expresión haya tenido contestación tan airada en la prensa proclive a la burla del sector cinematográfico y las correspondientes redes sociales igualmente activas contra Almodóvar y sus compañeros de oficio. Ahí se ha crucificado al manchego como si hubiera cometido un delito.
Es curioso este país: los que reclaman el ejercicio de la libertad se escuecen según quien utilice ese derecho. Y que la respuesta a una frase sea el insulto al que la pronuncia. Este país desenfunda más rápido que Gary Cooper, y el argumento se suele convertir en la parte de fuera del argumento, que, por otra parte, no existe por ningún lado.
En ese mismo apartado de la gala, Antonio Banderas, que fue catapultado al cine del mundo por el citado Almodóvar, hizo un bello discurso (escrito, preparado) que reflejaba la nobleza que hay en la raíz del oficio. Sin duda, fue una proclama benéfica para el espíritu del cine, una gloriosa oportunidad de quitarles a los que se burlan del cine las legañas que les perviven.
Seguro que el ministro disfrutó con esa invocación al esfuerzo como motor del arte. Y seguro que el ministro, que en su era de tertuliano se batía en duelo con otros que le contradecían, habrá atendido, con espíritu deportivo (pues es también ministro de Deportes), tanto esta proclama como la imperativa metáfora de Pedro Almodóvar. jcruz@elpais.es
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