Una historia de película
No era consciente de haber sido capaz de oponer resistencia alguna a aquella fuerza que la había movido de un lado a otro
Cuando le vio, tuvo el presentimiento de que era él, pero le dio vergüenza preguntarlo.
Sólo le había visto una vez, en una foto que aparecía en la web de su película. Todo era muy pequeño, la foto, la web y el presupuesto de un trabajo casi artesanal, montado a partir de viejos materiales grabados años atrás con una cámara de aficionado. Después, aquel chico había sabido invertir el poco dinero con el que contaba en un trabajo concienzudo, exquisito. Al ver la película, ella había tenido la sensación de que no existía nada, ni una taza sobre una mesa, ni el color de la luz que entraba por una ventana, ni el ángulo que formaba el codo de la actriz al apoyarse en el respaldo de una silla, absolutamente nada que no hubiera sido pensado, estudiado, calculado, fotografiado con un móvil, ensayado con un amigo, descartado, modificado, repetido, repensado y por fin seleccionado de antemano en un proceso que debía de haber durado años. El resultado era sorprendente.
Al principio, había tenido la sensación de estar dentro de la cabeza del director, mirando por sus ojos. Después, la película se la había tragado. No era consciente de haber sido capaz de oponer resistencia alguna a aquella fuerza que la había movido de un lado a otro para hacerla subir y bajar durante casi dos horas. En algún momento, cerca del final, las lágrimas habían aflorado a sus ojos y ni siquiera había sido consciente de su llanto hasta que notó un rastro de humedad en sus mejillas. Tampoco se había preocupado por descubrir las reacciones de las personas que la rodeaban. Había estado inmóvil en su butaca, como si fuera la única espectadora de la única película del mundo, y había disfrutado de cada imagen, de cada sonido, de cada palabra.
Había estado inmóvil en su butaca, como si fuera la única espectadora de la única película del mundo
–¡Uf! Menudo coñazo, ¿no? –aquel comentario la desarmó de una forma tan evidente que ni siquiera fue capaz de levantarse–. No me digas que te ha gustado…
Se tomó un momento para mirar a su amiga, que era más guapa pero peor actriz que ella, que se vendía mejor pero conseguía menos papeles que ella, que no paraba de hablar de su trabajo pero tenía menos éxito que ella, y durante un instante no dijo nada. Después, sí. Aquel fue el mayor regalo que le hizo aquella película.
–Mucho –porque le dio fuerzas para expresarse, para afirmarse, para ser consciente de que ella era una actriz estupenda, que tenía mucho éxito y todo el derecho a expresar sus opiniones con rotundidad–. Me ha gustado muchísimo –porque su amiga abrió mucho los ojos, frunció los labios en una mueca de escepticismo, y le dio lo mismo–. Me ha encantado.
En los seis meses que habían pasado desde aquel día, había encontrado a otros amantes de aquella película, no muchos, pero sí sabios, espectadores exigentes, seguros de sí mismos, que habían apuntalado aquella misteriosa revelación de su propia madurez, cuyo causante último era un chico de 30 años que parecía sentirse de más en aquel cóctel previo a los Goya.
Su película no estaba nominada en ninguna categoría. Ni siquiera él estaba nominado como director novel. Ella en cambio tenía dos nominaciones, una como protagonista y otra como actriz de reparto. Le parecía tan injusto que se conjuró consigo misma para no salir de aquella sala sin decirle cuánto, cómo, hasta qué punto le estaría eternamente agradecida por haber hecho aquella película. Tenía que contarle tantas cosas que no sabía por dónde empezar y no era fácil concentrarse entre tantos besos y abrazos, tantos saludos y enhorabuenas. Por eso, cuando le vio dejar una cerveza a medio beber en una bandeja, y abrocharse la chaqueta, y echar a andar hacia la puerta, no le había dado tiempo a prepararse nada.
–¡Oye! –y le llamó por su nombre–. ¡Espera, espera, por favor!
Él se volvió, la vio, miró a su alrededor, creyó que se estaba dirigiendo a alguien que tendría el mismo nombre y siguió andando. Entonces ella volvió a llamarle, con su nombre y su apellido, y él al fin se paró.
–Hola, soy…
–Ya sé quién eres.
–Bueno, pues… Es que quería decirte que me encantó tu película, me gustó muchísimo, de verdad, es la peli española de este año que más me ha gustado.
Él la miró, se miró los zapatos, volvió a mirarla y ella se dio cuenta de que no se lo había creído.
–Vaya –dijo solamente–. Gracias.
–Te lo estoy diciendo en serio.
–Sí… Pues me alegro mucho, muchas gracias –y empezó a andar hacia atrás antes de despedirse–. Yo… Me voy ya.
Nunca volvió a verle, ni leyó su nombre en los créditos de ninguna otra película.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.