La muerte no existe
Los muertos tienen algo de fotocopia, por eso envejecen tan mal, porque están hechos, como el papel, de pura química
Conmovedora, la arrogancia con la que el crío se eleva sobre la muerte. Entre la biomasa y la necromasa hay una relación invariable, la de dos continentes que se retroalimentan: la vida no deja de enviar muerte a la muerte y la muerte no deja de enviar vida a la vida. Al final, como decía alguien que no me viene, la muerte no es más que un desplazamiento dentro de la vida. Significa que no existe sino como un engaño de los sentidos. Así, el continente de los vivos y el de los muertos serían el mismo. De hecho, los muertos tienen algo de fotocopia, por eso envejecen tan mal, porque están hechos, como el papel, de pura química (mis libros de los años setenta se encuentran en avanzado estado de descomposición). Pero a lo que íbamos es a que está todo revuelto (véase, por poner un ejemplo, Pedro Páramo, de Juan Rulfo).
La fotografía, de 1985, está tomada el Día de los Difuntos en el cementerio de una localidad de El Salvador. Si el chaval tenía ahí 10 años, tendrá ahora 40. De estar vivo, y queremos suponer que sí, se habrá bajado ya de la cruz para ocupar el lugar de sus padres, en el segundo plano, afanados en limpiar una tumba, quizá la misma que les espera. Ahí estará el hombre, con su esposa, arrancando las hierbas oportunistas, que han prosperado alrededor de la lápida, mientras su hijo, a unos metros, juega a ser alto, a reinar, con su decidida verticalidad, sobre un mundo fundamentalmente horizontal. Ahí lo tienen, las manos en los bolsillos, no porque no sepa dónde meterlas, sino porque le sobran. Con ese cuerpo, él va a todas partes.
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