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Cambiar es un arte

Con un enfoque poco convencional, el centro artístico In Movement, en Kampala (Uganda), fomenta la creatividad de jóvenes problemáticos a través de la pintura, la música, el teatro, la fotografía... y, por supuesto, la danza

Ivan en Kibuli, gueto de la capital ugandesa, Kampala.
Ivan en Kibuli, gueto de la capital ugandesa, Kampala.ANA PALACIOS

Son las ocho de la mañana, las calles de Kampala ya hierven de actividad y el sol todavía no te funde la piel. Esta mañana no se ha producido ningún corte de agua en Kansanga, un gueto cualquiera de la ciudad. Iván ha podido lavarse en condiciones, gracias al grifo que se encuentra cerca de su casa y que comparten cientos de vecinos. Es presumido y le gusta ir impecable. Intenta peinarse, sujetando un trozo de espejo roto, se queja de su pelo rebelde, elige una gorra y sale de su casa de nueve metros cuadrados para ir a bailar.

Es un lujo inusual vivir solo, más aún si solo se tienen 18 años. Su madre vive en el pueblo. Cuando se prostituía, los clientes la penetraban sin preservativo en contra de su voluntad, pero necesitaba el dinero para dar de comer a sus hijos y cayó enferma de sida. “Mi madre empezó vendiendo fruta en las calles, luego vendía su cuerpo”. No sabe dónde están sus hermanos. Se crió con unos tíos que lo maltrataban y se escapó. Consiguió algo de dinero hace un par de años, cuando le eligieron para actuar en Polonia y en Francia con otros jóvenes en riesgo de exclusión social.

Tras media hora andando llega a In Movement: un jardín con una hormiga gigante esculpida en hierro, un aula multidisciplinar, una sala de baile y una oficina. Un centro creado por una ONG española para jóvenes con problemas de todo tipo donde el arte es el protagonista.

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Educación artística traducida en clases de pintura, música, poesía, circo, grafiti, teatro, fotografía y, por supuesto, danza. Un oasis en el que Iván encuentra seguridad, estímulo y autoestima. Aquí desarrolla su creatividad, aprende que, a pesar de todas las dificultades diarias con las que tiene que lidiar, puede elegir. Él ahora sabe que es único y desarrolla un pensamiento crítico también único que le distingue de todos los demás.

“Soy quien soy porque todas estas actividades me han enseñado técnicas para tener seguridad en mí mismo, para dirigir mi vida y para controlar mi temperamento. Ahora sé hablar en público, incluso puedo enseñar a otros lo que he aprendido. He entendido el sentido del esfuerzo vinculándolo a objetivos y a la obtención de resultados. He aprendido a compartir y a afrontar los retos diarios con una actitud constructiva”. Así describe Iván su evolución desde que descubrió el poder del arte como motor para su desarrollo.

“El arte conduce al cambio social irremediablemente y ese es el objetivo de nuestra labor aquí”, resume Begoña Caparrós, abogada, actriz y fundadora del proyecto que puso en marcha hace casi diez años. “Intentar que un niño oprimido, desarticulado por la pobreza y las vejaciones de la guerra o la orfandad, pueda conseguir su sentido de la identidad e iniciativa es fundamental. La pobreza es una trampa que genera una baja autoestima y eso tiene unas consecuencias nefastas para el ser humano. Atender las necesidades primarias es una emergencia, sin duda, pero no solo de pan vive el hombre. Sin embargo, parece que impulsar el desarrollo de la creatividad y ofrecer acceso a la cultura o al arte es solo patrimonio de las sociedades más desarrolladas. Cuando está de sobra demostrado que estos estímulos son imprescindible para romper el ciclo perverso de la pobreza y crear una sociedad avanzada”, explica.

Begoña transmite también su preocupación por la sostenibilidad de los proyectos de estas características: “Ahora, con los drásticos recortes en cooperación, nos es muy difícil mantener el proyecto a flote, precisamente porque es complicado transmitir a los posibles donantes la trascendencia de esta labor educativa a través del arte”.

In Movement es educación artística traducida en clases de pintura, música, poesía, circo, grafiti, teatro, fotografía y, por supuesto, danza...

Muchos de los casi 300 estudiantes inscritos en los programas artísticos de In Movement viven en la extrema pobreza y son víctimas directa o indirectamente del sida, de la reciente guerra civil en el norte de Uganda, del abuso, del abandono y del alcoholismo. A pesar de los muchos obstáculos a los que se enfrentan estos chicos y chicas, aquí encuentran la fuerza que les empuja a construir una vida mejor para sí mismos.

"La cultura debe reconocerse como vehículo de desarrollo sostenible, puede crear empleos, crear una inclusión social mayor y es fundamental para movilizar a las comunidades en la lucha contra la pobreza". Así llamaba la atención al mundo Irina Bokova, directora general de la Unesco, el pasado octubre en el Foro Mundial de la UNESCO sobre la cultura y las industrias culturales (FOCUS).

El caso es que quedan pocos meses para la revisión de los Objetivos de Desarrollo del Milenio. La Asamblea de Naciones Unidas pondrá encima de la mesa, con luz y taquígrafos, quince años de aciertos y errores en áreas de educación, igualdad, salud y medio ambiente y se articularán los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Efectivamente, según informes y estadísticas de diverso pelaje, ha aumentado el índice de niños escolarizados, brillando así el segundo de los objetivos del milenio: lograr la enseñanza primaria universal. La tasa neta de matriculación de niños en primaria es del 94% en Uganda, muy similar al resto del África subsahariana. Pero en la letra pequeña de este éxito encontramos que muchos niños abandonan la escuela antes de terminar el curso (por falta de salud, escasez de recursos económicos, distancia a la escuela…). También está en entredicho la calidad de la educación recibida y la capacitación profesional de algunos maestros.

Además, no podemos obviar que éste es solo un paso hacia la educación secundaria y superior. Esos niños y niñas, si nada lo impide, llegarán a adultos, serán ciudadanos que conformarán el futuro tejido político, económico y social del país.

Mary Frances Ibanda es profesora de escritura creativa. Propone que escriban sobre cómo se ven dentro de diez años, por ejemplo. Esto supone un verdadero reto a unos niños y niñas a los que nunca nadie ha planteado preguntas sobre su futuro. Ni siquiera ellos mismos se habían permitido ese lujo antes.

“Después de enseñar en la escuela un tiempo, sentí que la forma en que estaba enseñando a los niños no me convencía, porque era en un aula y, básicamente, sólo les enseñábamos habilidades académicas. Llegué a la conclusión de que si ellos aprendían otras destrezas a través de las artes, les serviría como plataforma para que pudieran transformarse a sí mismos y a la sociedad”, nos cuenta Mary satisfecha de poder aportar su granito de arena al progreso de la juventud de su país.

Muchos de los casi 300 estudiantes inscritos en los programas artísticos viven en la extrema pobreza

Para una formación completa hace falta algo más que habilidades numéricas o conocimiento del lenguaje. Nos lo recuerda Unicef en su reciente informe sobre el Estado Mundial de la Infancia (2014): ”Para sobrevivir y desarrollar plenamente su potencial, los niños necesitan una educación que enriquezca sus mentes y los dote de conocimientos y habilidades útiles para la vida. De igual modo, deben poder vivir libres de violencia y explotación, y disponer de tiempo y espacios para el juego”.

Así empezó para Kibuuka Mukisa Oscar lo de la fotografía, como un juego. Aficionado al breakdance, le dejaron una cámara compacta para hacer algunas fotos a miembros del Breakdance Project Uganda. Su madre no podía pagar el colegio a sus dos hijos, así que dejó que su hermano siguiera estudiando y él apostó por la fotografía. Hoy tiene 22 años y paga los objetivos de su cámara con microcréditos. Su última exposición individual fue en Berlín el verano pasado, ha dirigido tres documentales y es profesor de fotografía para niños sin recursos. “Para mí la creación artística tiene un efecto terapéutico y busco que los niños a los que enseño fotografía expresen con libertad lo que llevan dentro”, apunta Kibuuka Mukisa Oscar, mientras muestra algunas fotos que acaba de positivar.

En casa de Frank están de limpieza. Makindye es un slum especialmente bullicioso y alegre. Se pone su jersey rojo de Mickey Mouse y caminamos hacia el centro. Quiere ser abogado y hombre de negocios, que eso del arte está muy bien, pero él quiere luchar contra la corrupción, ganar dinero y viajar a América.

Cuando Frank entró en In Movement, era un niño tímido, mal estudiante, con desidia y sin ningún interés por nada en particular: “Somos 12 hermanos de distintas madres y, bueno, nunca he recibido mucha atención en casa, somos tantos…”. Las vidas de los niños se ven afectadas por el número de padres y hermanos con los que conviven, según el Mapa de los Cambios en la Familia y Consecuencias en el Bienestar Infantil. Esto, en un país como Uganda, donde cada mujer da a luz a una media de 6,1 niños y con un 60% de su población menor de 18 años, se convierte en un indicador importante que el sistema educativo debe tener en cuenta.

“A través de las actividades artísticas en las que participa desde hace ya cuatro años, se despertó su curiosidad y ha desarrollado una gran capacidad de análisis. Hoy le gusta charlar sobre el neocolonialismo y leer sobre las nuevas leyes que se están aprobando en Uganda”, explica Rachelle Sloss, directora de In Movement al hablar de Frank.

“He observado que para mejorar necesito orientación de otros, crítica constructiva y, gracias a eso, aquí también estoy aprendiendo a ser autocrítico. Creo que ahora soy mejor persona y siento que le soy útil a la comunidad”, reflexiona Frank Mughisa de 17 años durante el intermedio de la clase de música.

El sistema educativo tradicional no fomenta el debate, ni la duda, solo verbaliza axiomas que hay que tragar sin masticar. No incita a pensar de una manera creativa, ni promueve la individualidad ni la iniciativa. El arte, en este caso, funciona como catalizador, como herramienta para el crecimiento personal y, posteriormente, como instrumento para el cambio social.

El sistema educativo tradicional no fomenta el debate, ni la duda, solo verbaliza axiomas que hay que tragar sin masticar

En un descanso entre la clase de pintura y la de teatro, Mercy, Rachel, Phionah, Zulaikah y Esther comen matooke (puré de plátano hervido) y cuentan que quieren ser periodistas, abogadas y dedicarse a la política. Aspiran a que se respeten todos los derechos humanos y hablan de abolir leyes injustas. Se charla sobre la prohibición gubernamental de llevar minifalda, la controvertida ley sobre la homosexualidad o las desorbitadas sanciones que se aplican a los vendedores ambulantes.

Hamuza vive en Kibuli. El hedor en el gueto es insoportable. La canalización de aguas fecales es deficiente y hay residuos estancados por todas partes. Son seis hermanos y viven en espacio mínimo, una caja de zapatos de metal, con su madre, que trabaja de sol a sol y llega exhausta solo para dormir en el hueco del suelo que sus hijos le reservan. Está llena de tapetes de ganchillo, que decoran paredes y muebles, convirtiendo este cuadrado de aluminio en un hogar. Ella solo puede pagar el colegio a dos de los niños así que se van turnando para ir a la escuela. A sus quince años Hamuza Primo podría estar esnifando queroseno, tan de moda en Central Kampala, junto a otros cientos de niños en sus mismas circunstancias. Pero él quiere terminar los deberes e ir a practicar la coreografía que aprendió ayer.

Allí olvida sus miedos y su espíritu se fortalece. Le prestan atención y él se presta atención a sí mismo. Ahora levanta su voz, se expresa y comparte. El arte compartido genera solidaridad y cohesión. Se desarrolla el sentido de justicia. Tras horas, días y meses de práctica, su danza mejora, quiere enseñar a otros y germina la capacidad de liderazgo.

“Me sentía muy perdido cuando mi padre murió”, cuenta Hamuza mientras se quita sus viejas zapatillas para entrar en la sala de baile. “Mi madre no podía pagarnos el colegio y todo me daba igual. Ahora he encontrado esa fuerza, el baile es mi vida y lucho a diario para llegar a ser un gran bailarín. Me veo como alguien que genera cambios positivos en la comunidad, que anima y apoya a los compañeros para que cumplan sus sueños”.

Les han contratado para actuar en una boda dentro de un par de meses y ese es su objetivo inmediato. En unos años quiere formar parte del ballet nacional y hacer giras internacionales, representando a su país en los escenarios de los grandes teatros. Porque Hamuza, a diferencia de muchos otros niños africanos, sí sabe soñar.

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