Sobre la banalidad de los domingos
Los domingos son el día en que la información se particulariza a tal grado que es imposible echar mano de categorías universales
La semana de una persona normal –una persona expuesta a la corriente ininterrumpida de la información– puede tal vez ser tabulada de la siguiente manera: los lunes hay reformas políticas; los martes, muy mal clima; los miércoles, una matanza; los jueves, el seguimiento triste y confuso de la matanza del día anterior; los viernes, las opiniones predecibles de los activistas de Twitter y de los intelectuales de derecha, izquierda y derecha-izquierda sobre las posibles consecuencias de esa matanza; los sábados, reseñas de libros que tal vez no se leerán durante el año. Y luego, los domingos.
En mi familia, el domingo es el día en que nos llamamos por teléfono o por Skype. Es el día en que ya no sirvieron de nada las tomas de postura propias frente al intelectual liberal latinoamericano que defiende en abstracto los valores de Occidente, en que los libros del año ya se disolvieron en la masa indistinta de las novedades pasadas, en que las grandes tragedias se condesan en pequeñas tristezas. Los domingos son el día en que la información se particulariza a tal grado que es imposible echar mano de categorías universales: un hermano está un centímetro más cerca del divorcio, una tía envejece un poco más, un padre va al cine, un sobrino mete dos goles en un partido de fútbol escolar.
No sé si la semana nos resta o nos concede sabiduría para enfrentar la pequeña información de los domingos. Tal vez el problema esté precisamente en que los canales por medio de los cuales nos comunicamos con el mundo transforman todo en mera información. Y en esa colmena de datos, lo público se vuelve cada vez más íntimo, y lo familiar, más y más ajeno. Quizá los domingos debieran de volver a ser el día en que perdonamos un poco más a nuestros padres y sondeamos más hondo a nuestros hermanos. Pero esta no es una columna de autoayuda.
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