Un extraño en la cocina
Lo que algunos consideran normal a otros nos resulta un fenómeno paranormal.
Nada más raro que las costumbres. Propias y ajenas. Todos esos hábitos que –ya lo dijo Montaigne– se fundan en el azar. Hace muchos años, un mediodía al volver del colegio, mi hermana y yo encontramos, aparte de la mesa de la cocina puesta para tres, como siempre entre semana, un paquete sobre cada plato envuelto en papel de unos grandes almacenes. En aquella época, recibir regalos cuando no cumplías años o no estabas en Navidad era algo insólito. Así que, nerviosas, los abrimos rápidamente. El contenido no tardó en quedar a la vista. Levanté los ojos, miré a mi hermana, que sonrió, no sé si tratando de ocultar alguna duda o feliz, y yo, un año mayor, me puse a llorar a grito pelado. A nuestra madre no le quedó más remedio que emplearse a fondo para tratar de acallar tan ruidosas muestras de disgusto: “No te preocupes. Puedo cambiarlas…”. Y yo, entre hipos y lágrimas, le rogué que no cambiara esas zapatillas de estar por casa por otro modelo.
Hace cosa de un mes, otro extraño se presentó sin avisar en mi cocina, también embalado de una forma sospechosamente festiva. Desde entonces habita en ella, ocupando buena parte de la encimera y manchándola de grasa (es que es un poco cerdo). Aunque, a diferencia de nosotros, que cada día estamos más rozagantes, el intruso pierde peso de manera angustiosa e incluso me da en la nariz que acabará por quedarse en los huesos. Cada mañana, cuando al ir a desayunar entro en la cocina y veo su negra pezuña señalando al cielo raso, me dan ganas de llorar a gritos, como aquel día en que pretendieron que me calzara unas chinelas de felpa y, quién sabe, tal vez incluso que vistiera una bata. Y es que lo que algunos consideran normal a otros nos resulta un fenómeno paranormal.
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