La encrucijada de la Iglesia
A punto de cumplirse dos años de la llegada de Francisco al papado, algo comienza a moverse en la Iglesia española. Nuevas caras y un afán de diálogo para una reforma que puede ser la segunda transición.
En medio del intenso ajetreo de la plaza de Mayo de Buenos Aires, tres persianas permanecen cerradas a conciencia. La habitación de Jorge Bergoglio, en el tercer piso de la curia arzobispal, en el número 415 de Rivadavia, a 50 metros de la Casa Rosada (sede de la presidencia de Argentina), está como la dejó el martes 26 de febrero de 2013, cuando embarcó en un vuelo de Alitalia con destino a Roma, al cónclave que le convertiría en papa Francisco y líder espiritual de 1.200 millones de católicos. Nunca utilizó aquel billete de vuelta fechado el 23 de marzo. Aquí, en el episcopado bonaerense, permanecen detenidos en el tiempo su cama, escritorio y estufa; su minúscula capilla y la estancia donde atesoraba sus libros. Y el gran despacho oficial del segundo piso que se negó a usar y donde embalaba de madrugada en cajas de cartón alimentos con destino a familias desfavorecidas. Fue previsor antes de partir: guardó en su única maleta el crucifijo de sus abuelos que le había acompañado a todos sus destinos y un par de zapatos negros regalo de sus secretarias. Abrazó a su kioskero y subió al colectivo (autobús) en dirección al aeropuerto de Ezeiza. Jamás volvería a su amada Buenos Aires.
¿Intuía Jorge Bergoglio que se iba a convertir en el nuevo pontífice? Él lo ha negado. Tenía 76 años, un pulmón maltrecho, la rodilla y la cadera machacadas y bien diseñada su jubilación. Había presentado un año antes su preceptiva renuncia ante el Vaticano como arzobispo de Buenos Aires. Incluso reservado una habitación en una plácida residencia bonaerense para sacerdotes ancianos. Sin embargo, según analiza un arzobispo español que pide anonimato (como la mayoría de los monseñores que hablan en este reportaje), “algo tenía que presentir el padre Jorge; en el cónclave de 2005 había quedado segundo frente a Ratzinger, y en 2013 era el favorito de muchos cardenales. Algunos, como el español Santos Abril, de 79 años, destinado en Roma y antiguo nuncio en Buenos Aires (donde se hicieron amigos), hoy sus ojos y oídos en España, ya se estaba moviendo para que Bergoglio fuera el elegido”. Según diversas fuentes, había algunas cuestiones claras entre los electores: el próximo Papa no podía ser un italiano, porque estaban salpicados por los escándalos del Vaticano; ni un político de la curia romana; ni de una diócesis donde se hubieran producido escándalos sexuales; ni un prelado más preocupado por la liturgia que por los fieles; tampoco un profesor como Ratzinger o un filósofo como Wojtyla. Muchos cardenales querían acabar con el eurocentrismo que había dominado la Iglesia durante siglos; buscaban otro estilo, otro camino; un pastor. La vista del colegio cardenalicio apuntaba hacia América: una Iglesia joven y diversa, con personalidad e ideas propias; más de religiosidad popular que de teología dogmática; con menos curas por habitante que en Europa, pero que concentraba al 40% de los católicos del mundo.
En ese continente, Bergoglio no tenía competencia. Era el referente. Al menos desde mayo de 2007, desde la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Aparecida (Brasil), que le había lanzado al estrellato entre centenares de obispos y superiores de órdenes religiosas de una treintena de países como un sacerdote de organización y diálogo. Proclive a la colegialidad. Y cercano a la gente. “Después de un papa intelectual necesitábamos alguien que no manejara un discurso teológico, sino el lenguaje de los que sufren”, explica el arzobispo Juan del Río, de 67 años, licenciado en Periodismo y uno de los valores emergentes del episcopado español. “Una comunicación que tocara el corazón de los parados, los inmigrantes, las víctimas de malos tratos; que no es la de un príncipe ceñudo, sino la de Cristo desnudo, rodeado de pobres y delincuentes, abandonado, solo. Así entiende Francisco la Iglesia”.
Continúa otro monseñor: “Algo tenía que tener Bergoglio en la cabeza. No es un hombre de improvisación. Lo anota todo en su libretita. Tuvo ocho años, desde el cónclave de 2005, para elaborar una hoja de ruta con el objetivo de transformar la Iglesia. Un cambio más de forma que de fondo. Que nadie piense que va a modificar nuestra posición frente al aborto, o los matrimonios de personas del mismo sexo, o las ordenaciones de las mujeres. Quizá pueda contemplar el celibato opcional de los sacerdotes… No va a cambiar el qué, sino el cómo. Va a abrir puertas. Iniciar la reforma. Tiene 78 años. Y a partir de su impulso todo puede pasar. Es un conservador en lo doctrinal, pero es humilde, austero, y cree en la justicia y el diálogo. Tiene un proyecto para cambiar el gobierno de la Iglesia, que durante siglos ha sido piramidal, y hacerlo circular, y que en el centro esté Cristo, no la curia. Va a reflexionar sobre el papel del Papa. Y no quiere que el secretario de Estado de la Santa Sede sea un vicepapa que se comporte ante los episcopados como un primer ministro. Francisco está llevando a cabo su revolución sin pausa. Cada mañana nos desayunamos con sus homilías en la misa que oficia a las siete en la capilla de Santa Marta (y que los monseñores devoran por Internet para saber por dónde va). Y eso no te lo inventas de la noche a la mañana, por mucho que él bromee con lo que denomina su ‘sana dosis de inconsciencia’. El otro día, un obispo español fue a visitarle y, cuando regresó, me dijo: ‘¡Este manda!”.
Según otro monseñor: “Hay ilusión en la Iglesia española. El problema es que hay una mezcla de clérigos tradicionalistas y neocon que están en contra de esos cambios; que critican el nivel teológico de Francisco; que dicen que es un chavista. Se está perdiendo el rubor en la Iglesia a criticar al Papa. Algunos ultras hablan de ‘sede vacante’ y ‘barca sin timón’. Y para no poner en sus labios el nombre de Francisco dicen con toda la diplomacia eclesiástica: ‘Roma lo está haciendo muy mal; Roma no tiene norte; Roma es de izquierdas”.
Bergoglio es un hombre de acción; un jesuita, los ‘marines’ de la iglesia
En el episcopado bonaerense describen a Bergoglio como un sacerdote serio, sencillo, familiar, detallista y silencioso; humilde como un párroco de suburbio y soberbio como un viejo jesuita; amante del fútbol y la cocina; con una cabeza bien ordenada y vida interior; aficionado a mantener un perfil bajo y alérgico a las cámaras. Hasta su llegada al Vaticano no era un hombre de sonrisas. Intentaba pasar desapercibido en los actos públicos. No conservan en el episcopado imágenes de sus largos años de obispado. Y eso que era frecuente verle por la ciudad ataviado con su raída sotana negra. Dispuesto a hablar con todos. En pie a las cuatro de la mañana. Aficionado a la introspección. Paternal, pero dejando claro quién manda. La periodista argentina Elisabetta Piqué, su biógrafa y una de las personas que mejor le conoce, le describe como “un hombre de mando”, “un animal político”, “un hombre de gobierno”, “un estratega”, “alguien que sabe manejarse en el tablero político”. Para concluir con este apunte: “Es alguien impredecible e indescifrable; un misterio”.
Lo único seguro es que Bergoglio es un hombre de acción; un jesuita: los marines de la Iglesia desde hace cinco siglos; un sacerdote educado mental e intelectualmente por la Compañía de Jesús para desembarcar en el punto del planeta que le ordene su superior, ya sea la Universidad de Georgetown, en Washington DC (la cantera de la diplomacia estadounidense), una favela de Río o el peligroso Kabul; empotrarse, explorar el terreno, analizar la situación y actuar; poner en marcha lo que se le ha encargado y dejar a otros el desarrollo del proyecto. Los jesuitas son fuerzas móviles. Van por delante. Establecen cabezas de puente. Como en el siglo XVI en Japón. O portando la bandera de la Teología de la Liberación en los años setenta del siglo XX en Latinoamérica.
En los años siguientes al Concilio Vaticano II (la asamblea mundial de obispos convocada por sorpresa en 1962 por un papa anciano y conservador, Juan XXIII, y concluida en 1965, después de su muerte; la esperanza de una puesta al día radical de la Iglesia que nunca se culminó por el celo contrarreformista de Juan Pablo II), los miembros de la Compañía de Jesús, políglotas y con carreras civiles, fueron los primeros en relegar la sotana y lanzarse a las fronteras; por ejemplo, el extrarradio de las capitales españolas, donde convivieron con obreros, intelectuales y sindicalistas, y participaron, junto a otros muchos sacerdotes españoles, en la transición política de la dictadura a la democracia.
Según un miembro de la Conferencia Episcopal Española (CEE), “fue un momento hermoso en que la Iglesia marchó al ritmo del pueblo guiada por el cardenal Tarancón; y con Juan Pablo II, el sector más conservador del obispado español que no había digerido el Concilio acabó con esa herencia; la consigna en la Iglesia española durante estos años ha sido borrar de nuestra memoria la Transición; el sector conservador de la Iglesia pensaba que esa postura dialogante de los obispos taranconianos condujo al secularismo, a que perdiéramos poder e hiciéramos demasiadas concesiones a la izquierda; por ejemplo, admitiendo sin luchar la ley del aborto de 1985”.
El giro de posiciones de los obispos españoles desde finales de los ochenta hacia posturas intransigentes iba a ser radical bajo la partitura de la Secretaría de Estado y la batuta de su hombre en España, el nuncio Mario Tagliaferri, el martillo de Wojtyla, que se jactaba de haber cambiado 60 obispos en nuestro país entre 1985 y 1995 por 60 prelados afines. Dóciles, piadosos, formalistas y grises. Profesores de teología, canonistas, rectores de santuarios marianos y directores de seminarios. Un perfil hoy evidente en la CEE. Era la contrarreforma. Se pasaba del taranconismo; de obispos con carreras civiles y a pie de calle a la Iglesia de Juan Pablo II, personificada en España por halcones como Ángel Suquía o Antonio María Rouco Varela (un hombre de leyes) y sus delfines. Karol Wojtyla había exclamado que no estaba dispuesto a que España se convirtiera en el laboratorio del laicismo mundial. Y ellos tomaron nota.
Por contra, la apuesta programática de la Compañía de Jesús era desde 1975 la atención a los pobres y los oprimidos. El resto de las órdenes religiosas fueron detrás. El proceso de cambio provocado por el Concilio Vaticano II tuvo luces y sombras. La Iglesia se tambaleó. Entre 15.000 y 20.000 curas y religiosos abandonaron el sacerdocio en aquellas décadas de efervescencia; el Concilio fue el mayo del 68 del catolicismo. Hubo miedo. En aquellos años turbulentos fue ordenado sacerdote Bergoglio.
Para sustituir a Rouco, el papa optó por una bicefalia, Blázquez y Osoro
Aterrorizado ante ese panorama de espantada posconciliar, el papa Juan Pablo II, un hombre de la Guerra Fría refractario al marxismo, cerró las puertas de la Iglesia y, a partir de 1978, metió en vereda a las órdenes religiosas. Empezando por la Compañía de Jesús, a la que intervino en 1981 tras fulminar a su superior general, el carismático cura vasco Pedro Arrupe, el jesuita que había presenciado cómo la bomba atómica impactaba sobre Hiroshima. Fue mucho más que un escarmiento; fue una medida ejemplarizante hacia el resto de órdenes: si Wojtyla tenía el valor de cargarse a los jesuitas (cuyo superior era apodado el Papa Negro) es que podía con todo. Juan Pablo II cubriría las ausencias de esas órdenes tradicionales (de las que desconfiaba y cuya libertad de acción no compartía, hasta el punto de que su ministro vaticano al mando de los religiosos, el cardenal Franc Rodé, cargaría contra ellas: “Son las responsables del desastre del Concilio”) en los puestos clave de la Iglesia (la dirección de los seminarios, las cátedras teológicas, el control de los medios de comunicación católicos, los obispados, la gestión económica y la organización de eventos multitudinarios) con efectivos de los llamados nuevos movimientos o nuevas realidades (Opus Dei, Legionarios de Cristo, Kikos, Carismáticos, Focolares, Comunión y Liberación), cercanos a su ideario neocon, caracterizado por una obsesión por los temas de moral sexual y con la familia tradicional como gran estandarte.
Algo que ha sido evidente en España de la mano del cardenal Rouco Varela, arzobispo de Madrid durante 20 años y presidente de la Conferencia Episcopal durante 15, hasta su salida del arzobispado de Madrid el pasado mes de agosto y de la CEE cinco meses antes. Con su retiro, decidido por Francisco antes de lo que él hubiera deseado, y el barrido de los puestos de decisión de sus obispos fieles (Fidel Herráez, Juan José Asenjo, Jesús Sanz, Martínez Camino, César Franco, Juan Antonio Reig o Francisco Pérez) daba comienzo la segunda transición de la Iglesia en España. La de Francisco.
Para cubrir el enorme espacio de poder y la capacidad de control que había concentrado el cardenal Rouco en España durante dos décadas, Francisco optó el pasado mes de marzo por una dirección bicéfala a cargo de dos obispos de su confianza: Ricardo Blázquez, de 72 años, arzobispo de Valladolid (un moderado de enorme inteligencia política, que levantó en 2002 la ira del presidente Aznar al firmar una pastoral de obispos vascos en contra de la ilegalización de Herri Batasuna), al frente de la Conferencia Episcopal, y Carlos Osoro, de 69 años, hasta entonces arzobispo de Valencia (un hombre de acción, al que se puede encontrar en un burger o haciendo la compra, de vocación tardía y bien relacionado con miembros del PSOE como José Bono o Pedro Sánchez), de la poderosa diócesis de Madrid. Junto a ellos, el Papa situaba en la cúpula de la Iglesia española a otros tres hombres de origen diverso, para completar su idea de colegialidad en la toma de decisiones: al sacerdote José María Gil Tamayo, al arzobispo Juan del Río y al cardenal Antonio Cañizares. Este último, el más político de todos ellos, abandonó en el verano de 2014 el Vaticano tras dirigir durante seis años un ministerio romano de segunda (lo que le permitió trabajar cerca de Francisco en el último año y medio y dulcificarse) y ha sido repescado por el Papa para la diócesis de Valencia; Cañizares, un duro en sus orígenes, terminó contemporizando con los Gobiernos de Rodríguez Zapatero y la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega (con la que negoció con éxito la asignación pública a la Iglesia hasta conseguir el 0,7% de la cuota íntegra de los contribuyentes que marcaran la equis en su declaración de la renta, lo que supone unos 250 millones de euros al año) y mantiene unas excelentes relaciones con el entorno de Mariano Rajoy.
Dentro de su proyecto de reforma, Francisco tiene muy clara la necesidad de repescar a la Compañía de Jesús y que vuelva a ocupar un lugar clave en la Iglesia mundial, y junto a ella, el resto de órdenes históricas; el millón de religiosos que hay repartidos por el mundo. En su mayor parte mujeres. El nombramiento de un franciscano español, José Carballo, de 62 años, como arzobispo y número dos de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, el ministerio vaticano de los religiosos, va en la dirección de contar con ellos. Un prelado español interpreta con sorna la vuelta de las órdenes al centro del escenario frente a la decadencia de los neocon: “Las órdenes tradicionales pudieron cometer errores con el Concilio, ir demasiado lejos, ser demasiado modernas, pero durante siglos han dado buen vino; mientras, esos nuevos grupos han dado, como mucho, gaseosa. Una de las prioridades de Francisco será controlar la forma en la que actúan, se financian y atraen vocaciones esos movimientos neoconservadores”.
El cambio del sistema operativo de la Iglesia será la última misión de Jorge Bergoglio como jesuita. No le sobra tiempo. Acaba de cumplir 78 años. Algunos obispos afirman que cuando se encuentre sin fuerzas dejará paso. Como hizo Benedicto XVI, creando un precedente que (para los príncipes de la Iglesia) ha sido el desencadenante de la revolución de Francisco; para ellos, la primavera de Bergoglio comenzó con la abdicación de Ratzinger (el 11 de febrero de 2013), un papa que tenía 86 años y escasas fuerzas para depurar la maquinaria vaticana. Inmerso en la cocina desde 1978 como cardenal prefecto de la Doctrina de la Fe (la vieja Inquisición, el ministerio más poderoso de la curia), pocos tenían su nivel de conocimiento de los secretos vaticanos. Al parecer, Ratzinger tenía un plan para limpiar el gobierno de la Iglesia que se iniciaba con su dictado de “tolerancia cero” contra los abusos sexuales en su interior y la condena en 2010 al padre Marcial Maciel, el pederasta y polígamo fundador de los Legionarios de Cristo, mimado por Wojtyla. Según un obispo, Ratzinger habría elaborado un informe sobre la situación de la Santa Sede que habría entregado a su sucesor para que se encargase de la reforma.
Consciente o inconscientemente, cuando Bergoglio aterrizó en Roma el 27 de febrero de 2013 contaba con un programa de gobierno. En las conclusiones de la conferencia de Aparecida, en 2007 ya había insistido en la necesidad de unas Iglesias más autónomas de Roma; una Iglesia más colegial, menos clerical y más de contacto directo con Dios. Algunos de esos puntos los resumiría en un folio escrito a mano en castellano que leyó ante sus compañeros durante las Congregaciones Generales previas al cónclave de 2013 (las reuniones destinadas a fijar entre los electores el perfil del nuevo Papa). Varios purpurados se levantaron para aplaudir. Bergoglio apostaba por una Iglesia que saliera de sí misma y se dirigiera “a las periferias geográficas e existenciales” y abandonara su “narcisismo teológico”. El asunto más repetido entre los cardenales durante el cónclave, según explica el arzobispo Ricardo Blázquez, “fue la necesidad de reformar la curia romana. Y el Papa se lo ha tomado muy a pecho, pero le está llevando más tiempo del que había previsto. El segundo aspecto que le encargaron fue que los obispos trabajáramos juntos; que no haya personalismos ni protagonismos, sino participación. Que digamos lo que queramos decir y escuchemos a los que piensan de otra manera. El Papa repite que es muy sano dialogar”.
El 80% de los viejos obispos españoles se jubilarán de aquí a diez años
En el mismo instante en que fue coronado Papa, el 13 de marzo de 2013, Jorge Bergoglio comenzó a desplegar su hoja de ruta. Con cada gesto de las primeras horas de su reinado lanzó al mundo retazos de su programa. Para empezar, el nombre que iba a adoptar: Francisco, en honor a Francisco de Asís, que fue un revolucionario de la Iglesia en el siglo XIII y el santo de los pobres. Después, la renuncia a los ornamentos más ostentosos del papado: Bergoglio no llevaría zapatos rojos de cabritilla ni una cruz de oro al pecho, ni se movería en un Mercedes blindado. A continuación, su rechazo a habitar los regios apartamentos papales y decantarse por la habitación 201 de la residencia Santa Marta, contigua al Vaticano, algo que, según un sacerdote romano, “tiene un alcance político: vivir ahí le permite escapar al estrecho corsé de la curia y estar en contacto con los obispos y curas de todo el mundo que pasan por ese hotel para eclesiásticos”.
Continúa la fuente romana: “Bergoglio necesita a la gente; le gusta preguntar, saber, ver y juzgar antes de actuar; en Buenos Aires tenía sus antenas. Contaba con sus cauces oficiales de información y era un ávido consumidor de periódicos (sobre todo españoles, no olviden que no habla bien inglés). Pero además ha tenido siempre gente de confianza que le ha informado. Profesores, periodistas y curas de a pie que le hablan con libertad. Solo la red de los jesuitas llega al último lugar del planeta. En la residencia Santa Marta se encuentra con gente. A la que invita a dialogar sin rodeos, con claridad. Tiene un teléfono móvil que no contesta, pero usa para recoger mensajes, y una vieja dirección de correo electrónico de Argentina. Y no olvida una cara. Y cuando es necesario llama él directamente, como al arzobispo Osoro o al joven víctima de abusos sexuales en la diócesis de Granada”.
Entre los españoles que le han visitado en Roma hay tres importantes obispos de la Transición: el franciscano Carlos Amigo, Elías Yanes (que tiene en la cabeza la Iglesia de los últimos 40 años) y Fernando Sebastián. Luego está el cardenal Santos Abril, un diplomático que se enfrentó en su día a la curia romana representada por Angelo Sodano (el padrino del Vaticano), y al que Francisco ha nombrado presidente de la comisión de cardenales que supervisan el Banco del Vaticano. Y también algunos de los religiosos españoles más importantes, como el franciscano José Carballo y los jesuitas Adolfo Nicolás y Luis Ladaria (número dos de la Congregación de la Doctrina de la Fe, por la que pasan todos los expedientes de abusos sexuales cometidos por sacerdotes). También ha recibido, por ejemplo, a dos sacerdotes atípicos que nunca gozaron de la amistad de Rouco, Ángel García, de Mensajeros de la Paz (que trabaja con desfavorecidos en todo el mundo y es premio Príncipe de Asturias de la Concordia), y Luis Lezama, un cura con una parroquia y un colegio en Madrid que fundó hace 40 años el grupo El Alabardero, con restaurantes en Madrid y Washington, y está muy centrado en el empleo juvenil. “El Papa tiene muy buena información de lo que pasa en España”, explica una fuente eclesial, “no olvide que la cara visible de la CEE, su secretario general, el nuevo hombre de la fontanería, el sacerdote y periodista José María Gil Tamayo, de 57 años, que ha sustituido a la mano derecha de Rouco, monseñor Martínez Camino, fue portavoz del Vaticano durante el cónclave que convirtió a Bergoglio en Francisco y llegaron a tener una relación estrecha. Ante cualquier duda, Gil tiene el móvil del hombre de la comunicación del Papa, el jesuita Federico Lombardi, y viceversa. Gil Tamayo será uno de los obispos de Francisco”.
Un mes después de tomar posesión, concluida la fase de gestos, Francisco movía ficha. En abril de 2013 constituía el C9, una revolucionaria comisión de nueve cardenales globales para que le ayudaran en la reforma de la Iglesia bajo tres postulados, limpieza, transparencia y descentralización, y en la redacción de una nueva constitución del Gobierno de la Santa Sede. En esas mismas fechas creaba la Secretaría de Economía para controlar los asuntos financieros del Vaticano. En agosto concedía una entrevista al jesuita Antonio Spadaro, donde afirmaba: “Jamás he sido de derechas”; “el pueblo de Dios necesita pastores y no clérigos funcionarios de despacho”; “no podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos”. En septiembre visitaba a los jesuitas en la iglesia romana del Gesù, del siglo XVI, y rezaba arrodillado ante la tumba del padre Arrupe. En octubre nombraba secretario de Estado a Pietro Parolin, joven (60 años), diplomático y en su sintonía de onda. En noviembre publicaba su programa de gobierno en forma de exhortación apostólica titulada Evangelii gaudium (La alegría del evangelio). En ella criticaba el sistema económico capitalista (“la economía que mata”), el consumo, la corrupción y la especulación; hablaba de la reforma de las estructuras de la Iglesia y se ponía una vez más del lado de los pobres. En diciembre de 2013 acometía dos cuestiones cruciales: creaba una comisión para luchar contra los abusos sexuales y asistir a las víctimas, bajo la presidencia de un cardenal, e iniciaba la reforma de la Congregación de los Obispos (el ministerio vaticano que fabrica los prelados católicos), jubilando de ese centro crucial de decisión a dos cardenales conservadores, el estadounidense Raymond Burke y el español Rouco. Y, sorprendentemente, sustituía a este último por Juan José Omella, de 68 años, obispo de Calahorra, con fama de progresista y responsable de la pastoral social de la CEE, con autoridad sobre algunos temas que más interesan al Papa: el trabajo de la Iglesia en las prisiones y centros de menores y, sobre todo, la labor de Cáritas y Manos Unidas, las dos grandes ong católicas, la una con un presupuesto superior a los 275 millones de euros y la segunda con cerca de 50 millones. Según un obispo que se entrevistó con Francisco, este le ordenó al respecto: “Tienen que apoyar a Cáritas y luchar contra el desempleo juvenil aunque la caja de los obispos se quede vacía”. También le hizo otra observación: “¿Cómo se van a casar los jóvenes españoles si no tienen casa ni trabajo?”.
Monseñor Omella es uno de los prelados emergentes de la era Francisco y algunos vaticanistas le sitúan como futuro arzobispo de Barcelona o en un ministerio vaticano. Otro prelado en ascenso es el nuevo obispo de Zaragoza, Vicente Jiménez, de 70 años, del que Bergoglio se hizo amigo en julio de 2006, durante el Encuentro Mundial de las Familias en Valencia, presidido por Benedicto XVI, y que se encarga de las delicadas relaciones de la CEE con los religiosos.
La traca final del primer año de Francisco fue la convocatoria de un sínodo de obispos sobre la familia que ha discurrido durante 2014 y concluirá este 2015, en el que el Pontífice intentará que la Iglesia dé una respuesta a los retos de los nuevos modelos de organización familiar, desde las parejas homosexuales hasta la situación de los divorciados.
Francisco tiene una precisa hoja de ruta para la Iglesia española. Sabe que es una plaza fuerte del catolicismo mundial, con 60.000 religiosos, 20.000 sacerdotes, 2.500 centros educativos concertados que escolarizan a 1,5 millones de alumnos y 14 universidades con 80.000 más. Conoce a sus obispos desde que en enero de 2006, siendo aún el cardenal Bergoglio, les impartió una semana de rígidos ejercicios espirituales en una casa de los jesuitas a las afueras de Madrid. Ya como Papa, se reunió con ellos en Roma entre enero y febrero de 2014 y les leyó fraternalmente la cartilla. Y con la troika de la Conferencia el pasado mes de junio. Francisco les lanzó este mensaje: “La pelota está en el centro de la cancha; jueguen con camaradería, franqueza, limpieza y realismo”.
El Santo Padre es consciente de que le ha tocado bregar en España con una nómina de 70 obispos envejecidos (la media de edad está en torno a los 65 años), de un perfil uniforme (conservadores, académicos, formalistas y, en general, ajenos a la calle); una treintena de ellos están unidos a los nuevos movimientos y la mayoría han sucumbido durante dos décadas al estilo autocrático del cardenal Rouco, al que casi todos deben la mitra. El 80% de esos prelados se jubilarán en menos de diez años. A Blázquez le quedan tres años en activo; a Osoro y Cañizares, seis; a Jiménez y Omella, cinco y siete. Esa generación está obligada a iniciar la transición de Francisco. La que concluirá el trabajo aún no ha alcanzado la mitra. Francisco y sus hombres están enfrascados en el diseño del retrato robot de ese obispo del futuro. Según cuenta el arzobispo Blázquez, el Papa les dio en Roma algunas pistas de cómo deben actuar los prelados españoles: “Nos dijo que como obispos debemos avanzar delante de la gente, abriendo camino; en el centro, unidos y mezclados con nuestros hermanos; y detrás, para que nadie se quede rezagado y recogiendo a los heridos. No hay más secretos”.
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