El museo más pequeño del mundo
Cualquiera puede visitar la Fundación Newcastle con cita previa, y compartir un café con un auténtico mecenas y coleccionista
No es importante que el museo más pequeño del mundo sea murciano, lo que importa es que es muy marciano. Esa casa de muñecas con las compuertas abiertas, dos plantas repletas de luz sutil, fotografías y dibujos y hasta una pantalla colgados de sus paredes es lo más parecido a un ovni cúbico, a una construcción de plástico y kriptonita, a un meteorito alienígena diseñado por una inteligencia superior.
Tengo la suerte de visitar la muestra inaugural de la Fundación Newcastle: Juan Zamora dibuja la muerte; un paisaje nevado y sublime empequeñece el autorretrato de Carla Andrade; la videoinstalación es de Oriol Nogués; un billete de dólar se convierte, gracias al arte de la papiroflexia de Daniel Silvo, en una escultura con dos ojos que nos miran, inquisidores. Si te agachas y observas cada una de las nueve piezas, te conviertes en Gulliver en el País del Arte Contemporáneo, un gigante asombrado por la belleza de lo minúsculo, consciente de que esas obras podrían medir cien veces más y serían igual de bellas, pero mucho menos elocuentes.
“Acerté cinco números en el Euromillones y durante unas horas creí que podría dedicar parte de la fortuna a mi sueño, una fundación artística”, me cuenta Javier Castro, impulsor y director del proyecto, “pero en realidad eran sólo 44 euros, así que me decanté por algo menos ambicioso”. A la sede le dedicó una esquina del comedor de su casa: ahí están la casa de muñecas y un postalero con tarjetas que reproducen las obras exhibidas, regalo para todo visitante. En su origen está esa energía que recorre el arte contemporáneo, la que impulsó Duchamp con su museo portátil, aquella pequeña maleta donde transportaba las miniaturas de sus obras. En Micrologías, F. L. Silvestre exploró su pasión por el arte de lo mínimo, en un tratado que se mueve entre bolas de nieve con pueblitos en miniatura en su interior y jardines minúsculos y maquetas. La Fundación Newcastle va más allá de esas dos tradiciones, porque no son sólo los objetos los que se empequeñecen, también lo hace la infraestructura, la industria, la lógica que acoge esa muestra de arte juguetona y fabulosa.
Javier Castro no quiere subvenciones públicas; pero ofrece, en cambio, dos microbecas de creación, de 100 euros cada una. Cualquiera puede visitar la exposición, que es su hogar, con cita previa, compartir un café y una charla con un auténtico mecenas y coleccionista. El ovni de kriptonita y desafío se inserta en el corazón más negro de nuestra crisis. El meteorito alienígena disfrazado de juguete habla de la precariedad, de pisos de 30 metros cuadrados, de recortes; pero también de adaptación, de creatividad, de ingenio, de optimismo. Nos obliga a reflexionar sobre un problema crucial y político: el de la escala. España es un país de faraónicos aeropuertos y centros culturales que, de tan exagerados, acabaron en ruinas. Contra la opulencia y la hipérbole de los políticos, la Fundación Newcastle apuesta por lo próximo, lo doméstico, la calidad sin aspavientos, la generosidad a tamaño humano. No es de extrañar que su creador sea el editor –con Marisol Salanova– de un sello llamado Micromegas. Menos es más: en lo micro está lo máximo.
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