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Columna
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Esclavitud

Son tipos que han encontrado trabajo, pero con sueldos tan miserables, de 400 o 500 euros, que siguen sin poder comer aunque cuenten en las estadísticas como empleados

Rosa Montero

La semana pasada Rajoy dio por terminada la crisis, y casi creí escuchar cómo retumbaba en el éter la inmensa pedorreta que debieron de hacerle las más de 600.000 familias que siguen sin percibir ni un euro al mes. Es verdad que parece haber cierta reactivación económica; por ejemplo, Madrid llenó todos los hoteles en el puente y Zara, ese barómetro del consumismo masivo, está vendiendo más. El problema es el coste social. Según datos de Ayuda en Acción, antes de la crisis el número de españoles en situación de vulnerabilidad era casi tan alto como ahora: un 20%. Nuestro supuesto Estado de bienestar siempre fue muy débil, pero, en un entorno más rico, aquel 20% iba trampeando, en el borde del abismo y sin colchón. Tras la crisis, se hundieron en la miseria absoluta; siguen ahí, y la mayoría no saldrá jamás. Y lo peor es que otra franja sustanciosa de ciudadanos se ha deslizado hacia el precipicio y ocupa ahora la zona limítrofe. Son tipos que han encontrado trabajo, pero con sueldos tan miserables, de 400 o 500 euros, que siguen sin poder comer aunque cuenten en las estadísticas como empleados. Un símbolo perfecto de esta situación es el auge de las empresas intermediarias y el uso creciente e indecente que el Estado está haciendo de ello. Hay instituciones públicas en las que dos de cada tres empleados son externos; algunas de estas empresas presentan ofertas tan baratas que aterra pensar qué condiciones laborales tendrá su personal. Somos unos hipócritas: utilizamos a los intermediarios para que apliquen un trato inhumano a nuestros trabajadores sin que nos enteremos. Son los capataces de los galeotes. Y el empleo público se nutre de eso. Gracias a esta nueva esclavitud, los demás nos podemos permitir comprar en Zara.

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