Erecciones mentales
En la Viagra está la débil línea que separa lo que llamamos droga de lo que llamamos medicamento
Hace unos meses, uno de mis amigos, que bordea la setentena, me contó que tomaba Viagra desde hacía tiempo y que había sido una bendición para su vida sexual. Me dio detalles que coinciden en lo básico con lo que tantas veces hemos oído predicar del medicamento. Poco tiempo después, sin embargo, conocí a un actor de 23 años que, en un acto confesional inesperado, me explicó que él usaba las pastillas azules –o las naranjas del Cialis– para engrandecer su sexualidad. Tenía una novia nueva, a la que amaba perdidamente, y deseaba alcanzar con ella intensidades casi místicas. Las pastillas se lo permitían.
No soy timorato ni monaguillo, pero reconozco que nunca había imaginado que los medicamentos contra la disfunción eréctil tuvieran un uso recreativo y lúdico. Como mucho, había llegado a suponer que los mujeriegos y los maridos adúlteros los emplearían de vez en cuando para poder mantener el fuego de varias camas simultáneas, pero no que existiera un mercado subterráneo encargado de satisfacer deseos prohibidos.
Mi inclinación a la morbosidad me llevó a pedirle al actor el contacto de su dealer, con el que charlé pocos días después para conocer los detalles del negocio. Se llama o se hace llamar Hugo. Es un hombre joven, desempleado, que lleva más de dos años vendiendo Viagra, Cialis y Levitra a quien se lo solicita. Sus productos son auténticos y seguros, conseguidos en farmacias (no quiere decir de qué manera), y los despacha en citas callejeras más o menos fugaces. Lleva un registro estricto de su actividad, de modo que me responde a algunas preguntas con una precisión científica: “El 80% de mis clientes tienen entre 30 y 45 años; el 10%, entre 45 y 55 años; un 2%, mayores de 55, y un 8%, menores de 30”. Sus clientes, evidentemente, están compuestos por personas que no pueden conseguir una receta legal porque no tienen problemas fisiológicos reales o que sienten vergüenza de confesarle a su médico esos problemas.
No soy timorato ni monaguillo, peronunca había imaginado que los medicamentos contra la disfunción eréctil tuvieran un uso recreativo
Hugo no se limita a intercambiar la mercancía por dinero: también aconseja y tutela a sus clientes para evitarles complicaciones médicas y contraindicaciones. “La mayoría quiere probarlo para ver sus efectos y descubrir si disfrutan así más de sus relaciones. Muchos recurren a mí porque tienen una fiesta; otros, por una nueva relación; otros, porque ya van notando la edad, y a unos pocos simplemente les gustan los efectos que produce”.
Ese es el caso del actor de 23 años, que describe la invulnerabilidad que se siente tras tomar una pastilla: “Parece incluso que el pene es más grande. Puedes hacer el amor seis veces en una tarde sin sentir fatiga ni desgana. El cuerpo actúa solo. Y la sensibilidad es mayor, todo tiene otras dimensiones”.
Hugo obtiene beneficio económico de sus ventas, pero no juzga su actividad mercantilmente: “Siento que ayudo a los otros. Nosotros los hombres siempre tenemos que cumplir, no podemos permitirnos un gatillazo, y lo que yo vendo nos acerca al éxito. No tiene ningún sentido que un hombre hecho y derecho deba hacerse mil pruebas antes de conseguir una receta de estas. Hay personas que no tienen disfunciones y que sin embargo disfrutan más de su sexualidad con las pastillas. Eso también mejora su salud”.
En la Viagra está la débil línea que separa lo que llamamos droga de lo que llamamos medicamento. La línea a veces invisible que separa lo que necesita nuestro cuerpo de lo que necesita, alucinógenamente, nuestro cerebro.
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