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carta desde harlem
Columna
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Bibliomanías

Cuando frecuento una biblioteca, suelo escoger el mismo sitio para leer. Si un día sucede que mi espacio está tomado, regreso luego

Cuando durante un tiempo frecuento una biblioteca, suelo escoger el mismo sitio para leer. Si un día sucede que mi espacio está tomado, salgo a buscar café y regreso luego. Si cuando vuelvo sigue ocupado, me resigno a actividades intermedias. Recorro estanterías, hojeo índices de libros, repaso desde mi desasosiego las caras quietas de los lectores que ya han hallado su lugar en el mundo. Sé que comparto este problema con más de una persona. Los he visto –a estos maestros del hábito– caminando pesadamente por los pasillos, tratando sin éxito de fingir indiferencia ante el hecho oneroso y terrible de que su lugar esté de pronto ocupado por algún esporádico, algún biblioturista o villamelón de las letras que nada sabe de rituales. Los he visto, oteando con rencor al inquilino desde el marco pesado de sus anteojos. Y los he visto, también, arrellanarse satisfechos en sus lugares, cuando por fin lo logran reconquistar.

En mi biblioteca, presencié hace poco la batalla más notable que he visto entre habituales. Dos señores: uno viejo y uno muy viejo. Ambos suelen llegar temprano; pero uno, para agravio del otro, siempre un poco más temprano. Las contiendas son épicas: uno hace rechinar la silla al levantarse, le da largos sorbos burbujeantes a su café, se rasca los brazos con frecuencia y efusión. El otro responde con gestos de similar calibre: dejar caer su pluma al piso repetidamente y recogerla con un resoplo quejumbroso, carraspear y pasar flema a menudo, etcétera. Hasta que un día, al genial muy viejo se le ocurrió acumular libros en la mesa, y formar con ellos una especie de muralla china. De cinco en cinco, trajo volúmenes de estanterías y en silencio los fue acomodando como ladrillos sobre la mesa, hasta rodear casi por completo al no tan viejo. No hay moraleja. Cuando ya no había más espacio, el muy viejo agarró sus cosas y se fue.

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