Transición
Por eso me parece peligrosa la idea de una segunda Transición, que prolongue las provisionalidades y las indefiniciones de la primera

La idea de que España necesita una segunda Transición gana adeptos a diario. La insistencia en el término es, como mínimo, curiosa. Si una transición supone siempre, por su propia definición, un trayecto entre dos etapas, la solución a los conflictos creados por un camino que nunca se completó consistiría en emprender otro, seguir avanzando sin meta definida hasta que nos muramos de cansancio. Muchos de los tabúes establecidos por el proceso constituyente de 1978 han pasado de ser principios sacrosantos a animar los debates en pocas semanas. La reforma constitucional, el fracaso del Estado de las Autonomías, la perspectiva federal, el blindaje de unas instituciones impermeables al control ciudadano o el futuro de la Corona, constituían hace sólo unos meses temas prohibidos, cuya simple mención se interpretaba como terrorismo político. Un consenso gaseoso e informe —pues nadie asumió nunca su autoría ni publicó sus términos— ha limitado así, durante casi cuarenta años, el ejercicio normal de la democracia, que se define, entre otras cosas, como un régimen donde es posible, lícito, y hasta encomiable, hablar de todo. Por eso me parece peligrosa la idea de una segunda Transición, que prolongue las provisionalidades y las indefiniciones de la primera. Tampoco se trata de hacer reproches, de culpabilizar a unos o a otros, de meter un bulldozer y allanar el terreno. La memoria tiene que ver con el presente, no con el pasado. El mejor servicio que podrían hacerle a la Transición sus defensores más fervientes es terminarla de una vez. Asumir que los españoles somos demasiado mayores para que nos sigan llevando de la mano. Normalizar nuestra democracia para que encaje, por fin, con todas las definiciones.
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