La audacia del Sr. Bonet
El revolucionario de la cocina a pie de calle ha convertido sus locales en el distrito madrileño de Chamberí en una pequeña meca culinaria.
Creció en un mercado de Mallorca. Su abuelo era pescador; sus padres, carniceros. Producto del producto. Allí aprendió, quizá entre el hielo que salpicaba desde las cajas de pescado, que los salmonetes pueden acabar emulando el arrastre de las serpientes, que los tomates deben sacarle partido al resplandeciente tono rojo de su carne, que los chipirones y las navajas mejor se sirven en fila india y que la carne se puede laminar. Probablemente no lo supo siendo niño, pero aquellos flases se desarrollarían poco después en su cabeza de sorprendente Robin Hood culinario para acabar acercando una creatividad propia de la alta cocina a pie de calle.
Javier Bonet es un inquieto prestidigitador gastronómico. Suerte para Madrid, que es donde ha desembocado –aparte de su Palma de Mallorca natal, donde ha abierto el marinero Patrón Lunares– con la intención de agarrar la durante décadas insulsa y predecible esfera de la hostelería y ponerla patas arriba.
Ahora, quien le quiera seguir, que le siga. La referencia es el lío que ha montado en la calle de Ponzano con su Sala de Despiece, recientemente también con Muta y en un futuro inminente con su experimento de la Academia de Despiece. Un triángulo, a escasos metros de distancia, de proporciones físicas mínimas, pero imprevisibles consecuencias creativas que él anima con su Twitter y un hashtag curioso: Ponzaneando.
Mi única verdad es el producto. No olvidemos que mi abuelo era pescador, y mis padres, carniceros”
Eso hoy. Experiencia aplicada al presente futuro que llega de un bagaje entre la autenticidad del producto, “mi única verdad, no hay que olvidar que mi abuelo vivía del mar y mis padres de la carne”, profesa remangado, con una visera color cobre y la sabiduría aprendida en todos los escalafones de la restauración: de la tasca a algunos templos de tres estrellas. De atender cara al cliente a batirse entre fogones.
Aunque su verbo favorito, dice, es “disfrútalo”, su mantra se reduce a una orden que implica preferentemente curiosidad: “Pruébalo”. Se lo suelta a quien quiera dejarse arrastrar por sus propuestas una vez que alguno de sus empleados de confianza enseña a elaborar, interactuado con quien allí se acerca, lo que presentan en bandejas protegidas por papel de estraza.
Un letrero de marca, el del papel, con alimentos y utensilios que Bonet lleva asimismo tatuados en el brazo. Cuestión de estilo. Imagen, escenografía y personalidad propia para ensalzar lo que es la verdad suprema esculpida en sus principios desde la infancia: el producto. No lo olviden.
Pero ¿qué producto? Si cualquier mañana o noche logran hacerse un hueco en Sala de Despiece, seguramente puedan probar ese tomate desnudo e inyectado por buen aceite y especias que ocupa un lugar central entre sus comensales. O unos boletus acompañados por huevo como Dios manda, sin apenas aderezo. O sencillamente gambas convenientemente desnudas con una vinagreta espabilada con lima. O unas navajas que se balancean sobre su propia cáscara envueltas en su justo término por algo de picante. O la carne presentada en todo tipo de vertientes: de la brasa a la originalísima laminación que simula un entrecot, pero que en realidad queda como un rotundo carpaccio que espera ser restregado por esencia de trufa, sal gorda y tomate rallado.
Sala de Despiece se ha convertido en un fenómeno por derecho. Pocos chefs, empresarios, emprendedores, artistas, avivadores –al fin y al cabo, ¿cómo describir a este hombre?– son capaces de poner de moda un local de apenas 50 metros cuadrados. Es lo que mide. Barra central y adosada a las paredes, un escueto habitáculo donde dan el toque final los cocineros dirigidos por el brazo tatuado de Matías Fusi, desnudez al fondo para sus elaboradores, el terreno animado como en casa por medio de la acogedora amabilidad de sus empleados con Cristina Navarro al frente, cajas de producto hasta el techo y vitrinas con bebida y utensilios redondean un ambiente moderno donde lo que no se da nunca es gato por liebre.
Enfrente, Muta. Otra de sus ocurrencias producto de una de las cualidades que mejor definen a Javier Bonet y su esposa, Parsida, alma asimismo del negocio: la inquietud. De ahí su nombre: Muta. Es decir, cambio. Y de ahí su propuesta: un local que se asemeja a un almacén, donde queda un lugar preferente para una amplia plancha y que irá literalmente mutando, transformándose, para acoger entre sus mesas aromas y sabores de diferentes cocinas del mundo. Empezaron hace tres meses con Brasil. Continúan ahora con un homenaje sentido al Cantábrico en lo que por el momento se conoce como Muta Norte.
Pero dentro de poco Bonet quiere poner en marcha la Academia del Despiece. ¿Y eso qué es? “El lugar donde deben ocurrir cosas que después pondremos en práctica. Una precuela, anticiparnos a lo que luego desarrollaremos en la Sala”. Convocarán a 12 comensales en torno a una mesa. Les recibirán en un vestíbulo previo para romper el hielo entre ellos. Después les sentarán a la mesa. “Allí deberán desarrollar todos los procesos para preparar un plato. Habrá una selección, unas decisiones técnicas, un elaborado, paso previo a la cocina y después la disposición sobre el propio recipiente”, describe. “En suma, nos ponemos en manos del cliente para cocinar”.
Se trata de un paso más dentro de lo que Bonet considera una de las claves de la cocina actual: la transparencia. ¿Y tanta auditoría por parte del cliente no acabará rompiendo el misterio? Quién sabe… Desde luego, es otra forma de mirarlo. Muy acompasada con el tiempo que vivimos en todos los ámbitos de la vida. Una exigencia muy conveniente de la ciudadanía. Más en épocas de crisis, cuando los negocios que funcionan son los que adaptan no sólo la calidad, sino ahora la excelencia, al precio.
Ejemplos que están dando en otro lugar, como el Barrio de las Letras, locales como Triciclo, Tándem o la Vinoteca Bistrot Moratín, y antes Bonet en otras propuestas como Cafetería HD, en Guzmán el Bueno, donde ha hecho triunfar el retro y el vintage junto a la carta de hamburguesas y gin-tonics, o La Musa de Malasaña, además del propio Junk Club, en el mismo barrio, dentro de su faceta de free lance culinario.
O conclusiones que ha sacado Bonet con sus caterings a medida. Un negocio que ha sabido explotar a base de sugerencias más que originales, camareros con disfraces temáticos y bocados que acompañaban el tema o el entorno en que son servidos.
Puro ojo avizor es lo suyo: pura intuición para adivinar lo que viene y desarrollarlo en libertad, con todas sus consecuencias no exentas de riesgo. Como la propia metamorfosis identitaria de su propuesta en Muta, pese a que a la hora de comer se sirva un menú de dieta equilibrada que va a quedar dentro de la carta del día.
¿No tiene miedo de que, una vez acostumbrada la clientela a algo, se lo arrebate para siempre? “Quizá, con el tiempo, elaboremos un menú, tipo grandes éxitos. Pero por ahora no me preocupa. La esencia de ese local es invitar a probar otras cosas. También su ventaja. Muchos, si disfrutan de lo anterior, querrán saber qué nos traemos entre manos con lo siguiente”.
Su momento de pura efervescencia creativa aplicada a la calle no viene del aire, sino de un intenso aprendizaje previo y una eficaz balanza en torno a la experimentación. Del aprendizaje, además de los años de infancia en su mercado mallorquín, dos etapas le marcaron para el resto de sus días: las vividas en Italia y Japón.
No es que sean los únicos lugares del extranjero donde ha trabajado. También tuvo sus periodos de desarrollo en Inglaterra, junto a Michel Roux, o en Alemania, con Heinz Winkler. Lo mismo que Baréin ha sido otros de sus destinos para colaborar con Davide Oldani. Pero es en Italia donde se desarrolla y queda marcado por la alta cocina con el tres estrellas Gualtiero Marchesi, milanés de leyenda.
De todos esos años quedó un tanto inmunizado cara a lo que él denomina “egochefs”. Entiende que a menudo existen posibles clientes a quienes no les gusta que se lo den todo hecho. Además, su objetivo es descender la máxima creatividad de los altares. Para eso, la crisis también ayuda en el contexto. Sus precios se ajustan a una demanda exigente. La suya puede definirse como una generación capaz de demostrar el hecho de que es posible comer de lujo a precios muy razonables.
“No me importa haber llegado a lo más alto para luego acabar, en parte, haciendo bocadillos”, asegura. No es mala conclusión para quien comenzó en el Mediterráneo, llegó a las latitudes del Pacífico nipón y desembocó en Chamberí. Con ese bagaje dentro, en esa inagotable exploración, queda atrapado Javier Bonet. Y así es posible entender lo que viene desarrollando hoy.
Eso y la nostalgia que le ha servido de motor para regresar a Mallorca y fundar allí Patrón Lunares. “Lo hemos abierto en mi barrio de Santa Catalina y es un homenaje muy profundo a mi familia”. De raíces, pues, es de lo que trata Patrón Lunares: “Quería devolver al barrio esa esencia marinera que ha quedado diluida en los últimos tiempos. Se había convertido en un lugar trendy lleno de suecos e ingleses, pero le faltaba la sustancia. Al menos, que sepan de dónde venimos, qué somos”.
En lo que a él respecta, y por lo que lleva a cabo, Javier Bonet es un soplo de aire fresco más que asequible para paladares curiosos y exigentes. Un revitalizador con cotas de ingredientes revolucionarios en la gastronomía callejera. Un chico criado en un mercado, con los brazos tatuados de su propia materia y las manos dispuestas a preparar lo más fresco del día con tal de alegrarnos la existencia.
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