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El Pulso
Columna
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Asaltar los cielos para matar a Trotski

Ramón Mercader murió derrotado por la realidad y olvidado por los suyos. Como un titán caído que de vez en cuando soñaba que el paraíso estaba en la infancia

Ramón Mercader, el asesino de Trotski.
Ramón Mercader, el asesino de Trotski.Sevfoto

Pronto hará veinte años que un servidor terminaba el guion de un documental sobre el asesinato de Trotski que decidimos titular Asaltar los cielos, una frase que ha vuelto a pronunciar Pablo Iglesias en sus discursos. Quisimos abordar las razones que llevaron a un hombre joven, apuesto y cultivado a sentirse orgulloso de haber sido elegido para el papel principal en el gran teatro de la historia del siglo XX. Era un español de Barcelona, de ascendencia catalana y cántabra. Ramón Mercader, primogénito del empresario Pau Mercader y de su mujer, Caridad del Río.

Cuando su madre quedó seducida por la vida bohemia, las drogas y los movimientos revolucionarios de la Barcelona del final de los veinte –su izquierdismo pronto dejó de ser de salón para pasar a la aristocracia de los primeros comunistas–, el joven Ramón no dudó en seguirla. Una voluntaria separación de la casta burguesa que forjó su rebeldía junto a los primeros estalinistas españoles “pata roja”.

En el siguiente paso por aquel ambiente donde se cambiaron las consignas utópicas por las del socialismo real, Stalin parecía el mitológico Crono dispuesto a devorar a sus hijos para dominar el paraíso. Lograrlo significaba aliarse con los mejores, inquebrantables y leales. Había que organizar a los nuevos titanes, los superhombres del comunismo, dispuestos a asaltar los cielos para expulsar lo que amenazara su reino.

Era el tiempo de los espías y los hombres de acero. Un mundo donde el cielo se toma por asalto

Uno de los más molestos y odiados enemigos era el exiliado León Trotski. Escribía una denunciadora biografía del dictador. Para buscar a su eliminador pensó en España, donde se escenificaban las grandes luchas de unos tiempos en que los paraísos se conquistaban por asaltos. Había que elegir a los mejores. Nadie parecía pretender un mundo apacible o refinado. Hitler y Stalin estaban convencidos de que para conquistar sus cielos deberían ser saqueadores del viejo mundo.

Mercader, como un titán, estaba preparado para su peculiar asalto a los cielos. Ser, como quería Marx, continuador de los insurrectos de la Comuna. Hablamos de algo que nada tiene que ver con la democracia. No se trata de asaltar las urnas, dominar los medios; estamos hablando de un mundo donde fue necesario reinventar el pasado, ocultar, desfigurar, engañar. Un mundo donde el cielo se toma por asalto. Era el tiempo de los espías y los hombres de acero. Junger, para hablar de las guerras del siglo XX, habla de los titanes. El primer título que se me ocurrió para contar la gloria y derrota de Mercader fue Tempestades de acero, metáfora de un mundo lleno de voluntad de cambio a cualquier precio, de iluminados que confundieron el caos con el paraíso. Tiempos donde ganaban los que proponían la revancha de lo brutal sobre lo sentimental.

Recordando ese mundo alemán de lucha de titanes, crepúsculo de los dioses o tempestades de acero, volví a los poemas de Holderlin, a aquella traducción que conservaba de Cernuda, y leí: “Estatuas rotas, héroes muertos… abiertas las ventanas del cielo / y libre el cielo de la noche / al celeste asaltante que ha engañado en tantas lenguas prosaicas nuestra tierra…”.

¡Eso era! Esos versos definían a aquel joven que hablaba varias lenguas, inconsciente de un destino que le hizo penar en un paisaje de estatuas rotas y héroes muertos. Aquel que creyó que con un asesinato, con un piolet entrando en la cabeza del enemigo del socialismo, se le abrirían las ventanas al cielo libre. Aquel asaltador pasó 20 años en una cárcel de México, otros tantos penando y callando entre la patria soviética y el socialismo de Fidel. Su medalla de héroe de la URSS apenas sirvió para saltarse la cola en el supermercado. Nunca volvió a ser un héroe. Murió derrotado por la realidad y olvidado por los suyos. Como un titán caído que de vez en cuando soñaba que el paraíso estaba en la infancia. En esa playa de Sant Feliu de Guíxols.

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