Bankia no era un bankio
El acto de dar nombre a las cosas no puede tomarse a la ligera; tiene consecuencias
Aristóteles y Confucio relacionaban la verdad con la esencia del lenguaje. Para ellos debía darse una correspondencia entre la realidad y lo que se nombraba. Cuando le preguntaron al maestro Confucio acerca de la primera medida que habría de tomarse para ordenar el Estado, respondió: “Lo primero que hace falta es la rectificación de los nombres. Si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan, y si las palabras no se ajustan a lo que representan, las tareas no se llevarán a cabo…, y el pueblo no sabrá cómo obrar” (Jesús Mosterín, Historia de la filosofía. 1983, volumen 2, páginas 61 y 121).
El acto de dar nombre a las cosas no puede tomarse a la ligera. Si alquilamos un cuarto en una pensión y lo llamamos “hotel”, tarde o temprano pediremos el desayuno en la cama; y si alquilamos una habitación de hotel y la denominamos “pensión”, en algún momento nos parecerá excesivo el precio por noche. Pruebe usted a referirse cada día como “tartana” a su propio auto, verá como le entran unos deseos tremendos de comprarse otro. Y note el distinto olor que percibe si mira una axila o si ve un sobaco, aun siendo la misma cosa.
El poder sugestivo de las palabras tiene consecuencias. La “Caja de Ahorros de Madrid” se convirtió durante los años ochenta en “Caja de Madrid”, hurtando al viejo nombre el concepto de los “ahorros”. Después, en 1988, se abrevió en “Cajamadrid”. Y más tarde, en 2010, se evaporará también de sus letreros todo rastro del vocablo “caja”. Una nueva palabra, “Bankia”, completará el proceso y representará así a una entidad distinta de la primigenia, que ya se había alejado a su vez del sentido original (“Montepío” o “Monte de piedad”, denominaciones más evocadoras del objetivo con el que se fundaron esas instituciones). Llegaron luego las fusiones frías, los financieros expertos, los logotipos nuevos. Pero ahí dentro seguían los mismos ahorros.
La palabra “Bankia” sugiere las ideas “banco” y “banca”, sociedades muy distintas y constituidas hasta ahora por accionistas privados; gobernadas por sus principales propietarios, quienes se llevan los legítimos beneficios a su bolsillo. Y si unos directivos promueven que una “caja de ahorros” cuyo nombre data de 1838 se convierta en una entidad que al final va a denominarse “Bankia”, algo más cambiará también en sus percepciones de la vida.
Relacionamos la palabra “ahorros” con el sacrificio y la prudencia. Pero a algunos de esos “ahorros” los llamaron luego “preferentes”; y así hasta los comerciales de sucursal perdieron el rastro de los tesoros que se les habían confiado
La expresión “caja de ahorros” consta de dos sustantivos. “Caja” nombra el recipiente donde ponemos algo de cierto valor, que se queda así protegido de miradas o de polvo. La gente acudió a las Cajas para depositar precisamente sus valiosos “ahorros”, tal vez los de toda una vida.
Relacionamos la palabra “ahorros” con el sacrificio y la prudencia, pues designa el dinero que se guarda “como previsión para necesidades futuras”, según el Diccionario. Pero a algunos de esos “ahorros” los llamaron luego “preferentes”; y así hasta los comerciales de sucursal perdieron el rastro de los tesoros que se les habían confiado.
Los nombres que no se correspondían con lo nombrado sembraron el desconcierto, como había predicho Confucio. Y cuanto más se alejaban las palabras de aquello que un día designaron, menos obligación tuvo la realidad de hacerse respetar.
Ya se daban antes ciertas apariencias que podían confundir, porque una caja de ahorros recibía a diario denominaciones como “entidad crediticia” o “institución financiera”, formaba parte del “sector bancario” y se desperdigaba en “sucursales”.
Así, se arrinconaron las locuciones “pequeños impositores”, “obra social”, “interés público”... Primero Cajamadrid se desprendió del término “ahorros”, y después Bankia se creyó un banco como los demás, pese a recibir 22.000 millones del contribuyente y tener como principal accionista al FROB, institución de derecho público. Algunos se imaginaron gestores de una nueva entidad privada en vez de herederos de los compromisos contraídos por aquella vieja caja que custodiaba tantas ilusiones humildes. Y las marcas deslumbrantes tomaron los letreros luminosos. Y muchos dejaron de ver, por ese brillo tan cegador.
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