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Como yo siempre digo
Columna
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Llorar en la tumba que no toca

Sopesas la posibilidad de que, pese a las apariencias, ese sentimentalismo excesivo e insensato sea digno de respeto

En el mismo día en que la sonda india Mangalyaan entra en órbita espacial en torno a Marte, donde buscará señales de gas metano, uniéndose en esa aventura extraordinaria a la norteamericana Maven, me entero de la extraordinaria decepción de un ciudadano de Wheat Ridge (Colorado, EE UU) llamado Vance Abeyta. Lleva siete años rindiendo tributo a la tumba de su hijo, nacido muerto. Durante estas continuas y melancólicas visitas, Vance ha depositado sobre esa exigua tumba en un prado del cementerio ositos de peluche, ramos de flores y juguetitos. Se ha sentado y “hablado con su hijo” largo y tendido. Al cabo de este tiempo se ha decidido a mandar que grabasen una lápida con su nombre y la instalasen sobre el lugar.

A la siguiente visita constata que la lápida no está. Pide explicaciones y le cuentan que sí, que se ha instalado, lo que pasa es que unas cuantas tumbas más allá, donde se encuentra, en realidad, la de su hijo. Es decir: Vance se ha pasado todo este tiempo visitando y dándole conversación metafísica a otro muerto. “Durante todos estos años he estado llorándole al hijo de otra persona. Me molesta mucho no haber estado en el sitio correcto”, se lamenta.

Lo primero que piensa uno es: “Ese Vance tiene que ser un as de la memez”. Luego sopesas la posibilidad de que, pese a las apariencias, ese sentimentalismo excesivo e insensato sea digno de respeto: todos no somos iguales, hay gente que siente mucho las cosas, etcétera. Luego ves su foto en el diario, señalando la tumba equivocada. ¡No! ¡No cabe duda! ¡Es un borrico!

Y mientras Vance gimotea en el cementerio de Wheat Ridge, ahora ya sí donde corresponde, Mangalyaan y Maven orbitan en torno a Marte, buscando metano.

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