El secreto de Edu
Entonces sucedió. Estaba en posesión de un secreto infame y precioso que no podía compartir con nadie
Se despertó dos minutos antes de que sonara la alarma del móvil, y la desconectó corriendo, con esa sensación extraña, tan parecida a la mala conciencia, que le asaltaba cada mañana a la misma hora. Se levantó sin hacer ruido y bajó las escaleras de puntillas, asombrado de que, un día más, el resto de su familia siguiera durmiendo. Después de desayunar, se quedó un rato sentado en la terraza, oyendo el ruido del mar a lo lejos. Entonces pulsó una tecla del móvil, miró la hora y se asustó. Ya eran las nueve y media, y no tenía tiempo que perder.
Volvió a subir las escaleras de puntillas, entró en su cuarto sin hacer ruido, recogió su botín y se instaló con él en una esquina del salón, ante la mesa de comedor que nunca utilizaban en verano aunque ocupaba uno de los lugares más frescos y mejor ventilados de la casa. Allí desplegó bolis, carpetas, folios en blanco, rotuladores de todos los colores, y empezó su jornada. Si fuera capaz de hacer el esquema completo del tema tres en una sola hoja estaría muy bien, pensó, y a eso se dispuso. A las diez y cuarto, cuando oyó los pasos de su madre sobre las escaleras, estaba tan absorto que ni siquiera levantó el boli del papel.
–Edu… –ella abrió la puerta despacio, casi con miedo, la misma cara de susto de todas las mañanas–. ¿Qué haces?
–Pues estudiar, mamá… –él sonrió, y giró la cabeza para recibir y dar a cambio el primer beso del día–. ¿No lo ves?
–Ya, ya… –asintió ella con un gesto de preocupación–. Lo que pasa… ¿Tú estás bien, hijo?
–Claro, mami, muy bien. No te preocupes, pero déjame, anda, que tengo mucho que hacer.
La misma escena, la misma conversación, se habían repetido un día tras otro durante las últimas semanas. Aquel no fue una excepción, y mientras avanzaba en el resumen del tema tres, Edu recibió una visita de su padre, breve, respetuosa, casi protocolaria, otra de su hermana, que dijo hola y desapareció y, por último, al filo de la hora de comer, la de su hermano mayor, que se burló de él como de costumbre.
–Va, Edu, a mí puedes decirme la verdad. ¿Te has dado un golpe en la cabeza? ¿Te han abducido unos extraterrestres mientras dormías? ¿Te has enamorado de una empollona y estás echando carreras para seducirla?
–Que me dejes.
–Que tú no estás bien, tío, que a ti te pasa algo. Dime lo que es, anda, si sólo quiero ayudar…
Descontando los viajes a la nevera en busca de agua fría, y los correspondientes paseos hasta el cuarto de baño, no se levantó de la silla hasta la hora de comer. Allí se repitieron los elogios diarios de padre y madre, las cotidianas burlas de hermano y hermana, las preguntas de siempre, pero él no contestó a ninguna.
–Voy a echarme una siestecita que luego tengo mucho que hacer –se limitó a anunciar después de contribuir a recoger la mesa.
–Vale –aprobó su madre-, pero te llamo cuando bajemos a la playa, ¿no? Para dar un paseo, aunque sea…
–¡Uy! Me parece que hoy no voy a poder ir, mamá… –empezó, para que sus hermanos acabaran la frase entre risas.
–¡Es que tengo mucho que estudiar!
Él les miró, sonrió, y estuvo a punto de decirles la verdad, pero se mordió la lengua en el último instante. Era todo tan raro, tan misteriosamente vergonzoso, que no sabía si podría contarlo en voz alta alguna vez.
Lo suyo siempre había sido otra cosa, cada seis meses una distinta, eso sí, pero siempre otra. Primero la batería, luego el skate, luego militar en la extrema izquierda, luego pasear a los perros de los vecinos para sacarse una pasta, luego hacerse hooligan de un equipo de segunda división, luego fumar porros en el parque, luego dedicarse a las artes marciales, luego tocar una guitarra eléctrica, luego cocinar en una casa ocupada, luego… Ya ni se acordaba de lo que hizo luego, pero estudiar, nunca, o mejor dicho, casi nunca, porque siempre había pasado de curso, pero siempre en septiembre, aprobando tres o cuatro de milagro después de un atracón infernal en el que la velocidad a la que se aprendía los libros sólo era comparable al odio que le inspiraban.
Hasta que en el último curso se pasó. Hasta que comprendió que iba a suspenderlas todas y cuando le quedaba menos de un mes, se propuso estudiar de una manera distinta, con orden, con método, con un horario determinado. Entonces sucedió. Al final sólo consiguió aprobar tres, pero ya le daba lo mismo, porque estaba en posesión de un secreto infame y precioso que no podía compartir con nadie, la respuesta a todas las preguntas a las que no sería capaz de responder este verano.
Edu había descubierto que le gustaba estudiar, pero estaba dispuesto a llevarse ese secreto a la tumba.
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