Un día de Fury, o el duro oficio de editor
Hay muchos profesionales creativos detrás de los álter egos de la lucha libre. También hay algo de reivindicativo en todo esto
Byron Savage confía en romperle el cuello al pérfido Orion. El muy flipado está obsesionado con Banshee, pero no se saldrá con la suya. Hablamos de lucha libre y de los dos valientes que están sobre el ring. A diferencia del resto del mundo, en la lucha libre los buenos siempre ganan. Y la parejita, Byron y Banshee son el Bien. Sus oportunidades de vencer han aumentado, además, ahora que está fuera de juego la malvada Ginger Fury, esta rubia frágil con cara de ángel con un vendaje en la pantorrilla izquierda, capaz de aniquilar con su arma secreta. No se accidentó en el ring, sino con el tubo de escape de una moto.
Y esa es la razón por la que ahora no lleva su insinuante atuendo militar: pantalón de camuflaje, sujetador negro. Por fortuna, bajo este sol furioso, todavía le queda un asalto fuera de la lona, donde es Elisabeth Falomir Archambault (1988): valenciana de madre francesa, exeditora de Gadir. Fury / Falomir supervisa ahora los detalles para la gran tarde de lucha libre y libros en la plaza de la Cebada, en Madrid. Hoy es una combatiente más del ejército de microeditores reunidos alrededor de ¡Hostia, un libro!, singular feria de la edición independiente: un puñado de paraditas, un señor que vende tortilla de patatas y cerveza, un cuadrilátero. Falomir-Fury refleja con garbo por qué la pequeña edición es un darse de hostias con el mainstream de distribuidoras y librerías. La letra con sangre entra. “No hay nada más literario dentro del deporte que las hostias y las historias de boxeadores y luchadores”, asegura. También me dice que los libros y el combate comparten además una poética y un método. “En el wrestling hay también un argumento creado —de un golpe lanza sin querer mi grabadora al suelo—, teatralizado, y un proceso para la creación del álter ego y los personajes.
Los más grandes y pesados suelen ser malos y los buenos como Banshee tienden hacia los movimientos aéreos y acrobáticos. Hay historia, narratividad”. Al lado de Fury-Falomir está Alberto Haj-Saleh, barbado director de la colección de novelas Memento mori, que ve pocas diferencias entre la actitud del público que asiste a los combates y el que iba a ver teatro en el siglo XVI a los corrales de comedia, “a jalear al bueno, a gritarle al malo, a abuchear, a tirar tomates. Puro drama sobre un escenario, como Lope de Vega”. Falomir-Fury apunta que la única diferencia es que aquí los puñetazos duelen. Y yo pienso en cómo una filóloga, editora, chelista, traductora de la correspondencia de Flaubert y del ensayo foucaultiano poscolonial Necropolítica —también de la novelita porno rusa que amaba Nabokov, Lolita secreta— es capaz de, según qué tardes, hacer un brazo martillo sobre el adversario y lanzarlo sin compasión sobre las cuerdas. “La literatura es vocacional, siempre quise dedicarme a ella”, afirma. “En cambio, nunca tuve alma de luchadora. Un día asistí a un show en directo de la Triple W y me picó el gusanillo”.
Según Elisabeth, ella no es la única, hay muchos profesionales creativos detrás de los álter egos de la lucha. También hay algo de reivindicativo en todo esto. “Para mí combatir tiene una parte de empoderamiento. Es genial que haya lucha por parejas mixtas, por ejemplo”. Justo antes de apagar la grabadora, se acerca un hombre a nosotros con el rostro moteado de manchas rojas. “Este es Carlos, él lucha de verdad, no finge”, dice Falomir-Fury. Carlos hace jiu-jitsu y lo de su cara son abrasiones. Oye, le digo, ¿cuál es la dichosa arma secreta de Ginger Fury? Él lo piensa unos segundos y mirándola le pregunta: “¿Puedo hablar de tu parte trasera?”. Ella decide contestar: “Sí, vamos, es que tengo mucho culo y el público siempre está enfervorizado por eso y gritan proclamas”. ¿Como cuál? “Ese culo es ilegal”.
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