La tristeza de los campeones
Los héroes tristes están por todas partes, también en el deporte, y ahí su aflicción mueve montañas
"Desconfío del heroísmo triste”, decía José Ortega y Gasset, que hoy en día, cuando vivimos la edad de oro de lo gris y la falta de carisma parece haberse convertido en un sinónimo de la eficacia, no le hubiese dado mucho crédito, por ejemplo, a la mayor parte de los políticos que gobiernan el mundo: más bien, les vería menos madera de líder de la que cabe en el palo de un fósforo. No olvidemos que, en su opinión, sólo se progresa pensando a lo grande y sólo se avanza cuando se mira lejos.
Sin embargo, los héroes tristes están por todas partes, también en el deporte, y ahí su aflicción mueve montañas: cuando hace un tiempo Cristiano Ronaldo dijo que posiblemente no era feliz entre nosotros, la sala de trofeos del Santiago Bernabéu empezó a temblar como la vajilla de un avión que atravesase una tormenta. Así que el aumento de sueldo llegó, el entrenador que le disgustaba se fue, las gradas de Chamartín lo pusieron entre algodones y el Real Madrid ganó su décima Copa de Europa. Ahora el desdichado es su compañero de equipo Ángel Di María, que cree que no lo valoran como se merece y busca una calle de Europa donde lo aprecien el doble, euro arriba o abajo, que en Concha Espina. Y antes fue la otra gran estrella del fútbol actual, Lionel Messi, quien a la mañana siguiente de ampliar su contrato de ocho cifras con el Barcelona hizo unas declaraciones, entre melancólicas y amenazantes, en las que aseguraba que, si no lo querían, estaba dispuesto a irse.
Parece raro que la mayoría de las estrellas de fútbol tengan ese aspecto cauteloso, hostil y mortalmente serio que muestran, por lo general, en los medios de comunicación. Antes todo era tan distinto que ocho de los once componentes de la selección de Inglaterra que le ganó el Mundial de 1966 a Alemania, desde el portero Gordon Banks al delantero Geoff Hurst, autor de tres tantos en la final, entre ellos del gol fantasma más célebre de la historia, terminaron vendiendo su medalla de campeones para poder sobrevivir. Pero ahora los deportistas no suelen arruinarse, son empresarios, inversores, su dinero está en manos de especialistas en ingeniería financiera y se multiplica en el territorio de la publicidad como los panes y los peces de Jesucristo a orillas del mar de Galilea. Además son auténticas celebridades y habitan la parte sonrosada de la existencia, al otro extremo de personas como la atleta somalí Samia Yusuf Omar, que se hizo famosa con su desastrosa pero emocionante carrera de 200 metros en los Juegos Olímpicos de Beijing, donde llegó última pero con la dignidad intacta frente a sus competidoras, y poco después murió a bordo de una patera mientras pretendía alcanzar las costas de Italia. Pero a los astros nada les parece suficiente. Y no sólo son los futbolistas: el piloto Jorge Lorenzo, cuatro veces campeón del mundo, ha llegado a decir que jamás se ha divertido con su motor.
Los psicólogos sostienen que los deportistas de élite no manifiestan sus sentimientos porque soportan una gran presión, se sienten amenazados por la derrota y creen que parecer duros les hace menos vulnerables, más respetados. Y que ese silencio los conduce con frecuencia a la soledad y la depresión. Será que el éxito es el borde del fracaso y quienes lo habitan saben que las manos que aplauden se vuelven las que abofetean en cuanto cambia de dirección el viento. O que piensan que para hacer felices a los demás no tienen por qué serlo, igual que un cartero no tiene que estar enamorado para repartir cartas de amor.
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