El depredador sutil, el depredador impaciente
Los musulmanes de la RCA son ahora objeto de encarnizada persecución
Brutal era la situación en Bangui cuando la abandoné en diciembre: decenas de cuerpos siendo recolectados de canales y cunetas por los voluntarios de la Cruz Roja Centroafricana; centenares de heridos recibiendo suturas, tratamientos y curas en los hospitales de Médicos Sin Fronteras; centroafricanos por millares refugiándose a la fuga en países como Camerún o el Chad; decenas de miles, presas del terror más primitivo, hacinándose en iglesias, mezquitas, colegios e incluso en el Aeropuerto Internacional de Bangui buscando algo de mínima protección. Alrededor de un millón de almas huyeron de sus casas a raíz de las atrocidades del cinco de diciembre de 2013.
Y la realidad de la República Centroafricana hoy, seis meses más tarde, es ésta: gentes que antaño cohabitaban como hermanos, hombres que compartían cervezas o comían del mismo plato, mujeres que trajinaban juntas o se ajetreaban vendiendo en tenderetes callejeros anexos, cuyos hijos pegaban zapatazos o imitaban a Maradona, ahora se matan entre ellos encarnizadamente, de forma deshonrosa.
Entre marzo y diciembre de 2013, la población centroafricana, mayoritariamente cristiana y animista (o una mezcla de ambas), padeció en sus carnes un reinado de terror de ocho meses instaurado a ritmo de asesinato y bandolerismo a manos de la Séléka. Los integrantes de esta coalición de origen principalmente musulmán, a los que se unieron más tarde grupos de toda índole, se comportaron como bárbaros, entregándose a saqueos que serían propios de unas tropas de ocupación (de hecho, entre todos estos hombres armados había muchos mercenarios sudaneses y chadianos) y cometiendo abusos y arbitrariedades fuera de toda ley. Muchos cristianos perdieron a sus padres y a sus hijos. Sus casas perecieron en el fuego, sus negocios, cultivos y ganados fueron robados o destruidos. Pero también algunos musulmanes sufrieron. Y eso no podemos permitir que se olvide.
Seis meses después, regreso a Bangui y la retórica ha cambiado. Las tornas han bailado en un macabro pero previsible giro del destino, que tiene un sentido del humor muy cinematográfico y muy negro: ahora son mayoritariamente los musulmanes —muchos de ellos de nacionalidad centroafricana, tampoco es conveniente olvidarlo— los que son objeto de persecución y de homicidio inmediato, de desratización y de exterminio escalonado. Gradual y sostenido.
Con la misma secuencia que siguen las gotas de un grifo averiado, que van cayendo rítmicamente sin permitirte conciliar el sueño, van desfalleciendo los cuerpos en las calles. La República Centroafricana se desangra lentamente.
Se busca una suerte de revancha truculenta: se abrió la veda de caza al musulmán, en vendetta por las vidas que se cobraron los SLK en el pasado. Cabellera por cabellera, este ciclo perverso de violencias no se ha conseguido frenar con el envío de casi 8.000 militares franceses y africanos, ni tampoco con la evacuación, "forzosamente" consentida, de miles de musulmanes que están siendo sacados de sus ciudades de origen hacia el norte del país o más allá de las fronteras de la RCA. Una evacuación (o erradicación) que lleva aparejada no solo algo tan doloroso como el exilio y el destierro (otro tipo de desplazamiento), sino la expropiación completa de sus negocios y comercios, de sus viviendas y enseres, y, sobre todo, la extracción de su carta de naturaleza.
Sacándolos preventivamente de RCA con el pretexto de protegerles, se les está obligando a aceptar que ya no pueden vivir su casa, que tienen que irse. Se les está condenando al desarraigo y la apatridia y se está siendo cómplice de un complot de limpieza y depuración de sangre con fines políticos y financieros. Si la única forma de salvar la vida a unos cuantos miles de personas es desenraizándoles y deportándoles, si huir es la única actitud posible ante las armas, entonces el Gobierno centroafricano, la comunidad internacional y el hombre en sentido último han fracasado.
Pero no nos detengamos en el umbral de la ignominia, no cedamos a nuestra propia ansia de confort y hurguemos más en el fondo. Porque la República Centroafricana es a día de hoy una embajada del infierno: en abril, en mayo y en junio las gotas ensangrentadas del grifo mal cerrado siguen precipitándose sin descanso. La endemoniada espiral de represalias se arrebata enloquecidamente de tanto en tanto, desembocando en repentinos borbotones de bilis, de víctimas que van engrosando las cuentas de un rosario de muertes.
Se ejecuta a camioneros y contratistas de ONG. A la mínima coacción se lanzan granadas en bares y mercados
Bajo sospecha de pertenencia musulmana, se ejecuta a camioneros de alquiler y contratistas de ONG y a la mínima coacción se derraman granadas en bares y mercados. El Pk5, el único enclave musulmán que resiste en la capital, se ha convertido en un gueto, una olla a presión en los límites de esta ciudad armada hasta los dientes. La MISCA (fuerzas de paz de la Unión Africana) vigila los accesos, los puentes y las carreteras que se han quedado en tierra de nadie y que permanecen bajo el asedio cristiano, mientras que los helicópteros de Sangaris (la operación militar de las fuerzas armadas francesas) sobrevuelan Bangui día y noche, obviando la frenética actividad de criminales de poca monta y de auténticos empresarios político-militares que rigen economías y tráficos diamantíferos desde sus salones climatizados, generalmente guarecidos en la nocturnidad.
Por su parte, los anti-balaka, los genuinos y los arribistas, gravan el pasaje a sus conciudadanos cristianos, les “confiscan” sus gallinas y cabras, les someten con las mismas tácticas de extorsión, tiranía y terror que hace cinco meses practicaban los SLK… Con todo este panorama, lo único que en ocasiones te sale de las entrañas es un obsceno sarcasmo al cielo, un exabrupto contra todas las nacionalidades y credos, porque todos se comportan con la misma vileza y desprecio por la vida humana.
El país sigue ensangrentándose al paso con el que el cuentagotas del grifo estropeado ensangrienta el lavadero. Los bandos se ensañan y llegan a poner a la capital, Bangui, de rodillas: a finales de mayo tres jóvenes musulmanes encuentran la muerte eviscerados, castrados, cuando se dirigían a un partido de fútbol reconciliatorio. Tres días después, unos jóvenes musulmanes que han tomado la determinación de pasar al ataque, en lugar de esperar a que los degüellen poco a poco como a reses en el corral del Pk5, arrojan granadas al interior de una iglesia, la Iglesia de Fátima, cosechando casi una veintena de cabezas.
Al día siguiente, jueves, la ciudad amanece en llamas: algunos vehículos se calcinan en las barricadas, los neumáticos arden y jóvenes claman por el desarme definitivo de los musulmanes; la circulación truncada, el peligro de que una mínima provocación haga que todo se vaya al infierno, las fuerzas de Sangaris y de la Misca levantando las barreras que, cinco minutos después, jóvenes con ganas de gresca erigen de vuelta. Disturbios a la parisina que hacen chispear todas las averías de la ciudad, los hospitales agotando sus medicinas y nosotros aprovechando los intersticios de sosiego para reaprovisionar sus farmacias. Los equipos trabajando en los hospitales para evitar que el grifo anegue en sangre toda la ciudad.
Han pasado unos días desde entonces. Las perspectivas perduran sombrías para la República Centroafricana. La reconciliación hoy es tan utópica como ya se antojaba en diciembre. Los bandos, las gentes, todavía exigen cabelleras. Unos y otros, jóvenes musulmanes y jóvenes cristianos, son objeto de instrumentalización política.
El goteo ineludible sigue ensangrentando el lavadero, salpicadura a salpicadura. El conflicto se coagula y empantana a cuatro millones y medio de personas que bregan y, mientras bregan, se van hundiendo. Y llegan las moscas. Y llegan los advenedizos que en toda guerra husmean beneficio.
En este junio sofocante, los buitres cabecean y alzan sus cráneos pelados, excitados por el olor de la carroña. Rumores de expresidentes alimentando el conflicto a través de mercenarios extranjeros cuyo único objetivo es conmocionar la precaria paz cotidiana hacen que el polvorín reviente. Hijos de expresidentes que arengan a las masas intoxicándolas (manipular odios es fácil, en Europa y América somos expertos) porque el Gobierno es su derecho de pernada. Gritos de "Sólo una República Centroafricana es posible: una República Centroafricana sin musulmanes". Las Fuerzas de interposición, que pretenden ser de protección pero cuyos efectivos no son suficientes, confrontan hordas enloquecidas de jóvenes que tienen miedo, jóvenes cristianos y musulmanes que se arman precisamente para sentir menos miedo: "Que se desarmen los otros primeros, de lo contrario, vendrán a nuestras casas y nos liquidarán a todos". Rendir los últimos las armas es cuestión de vida o muerte: como en el póquer, el que más aguanta, se lo lleva todo.
¿Se trata de una limpieza étnica? ¿de un genocidio silencioso ?
Y, entretanto, en Bangui y fuera de Bangui, se oyen los chasquidos de mandíbulas batientes engullendo tendones, astillando huesos. La violencia, en este conflicto que se calcifica entorno a RCA, tiene dos cancerberos: el que persigue y devasta a las víctimas directas y actuales, y el que aflige fatídico de forma indirecta y a la larga.
Este conflicto, todo conflicto, a medida que se enquista, prosigue avivando día a día el tétrico cuentagotas del grifo. El primer depredador, el más bronco y prominente, embiste como una manada de bisontes y amontona todavía hoy heridos y muertos por docenas, por centenas, semana a semana. Es, hasta cierto punto, noble, por cuanto se le ve venir, es impaciente, tiene hambre, no te engaña.
Sin embargo, existe otro depredador que es menos obvio, que es más taimado y sutil, y de largo más carnívoro: la violencia de larga duración disloca al Estado, sus estructuras (incluida la familia), y deshilacha el tejido que permite que la vida se desenvuelva por sus cauces naturales. El miedo que desencadenó los desplazamientos masivos de diciembre no ha desaparecido, o regresa con la nueva tocata de explosiones. Muchas de esas familias siguen viviendo al aire libre, en tiendas y condiciones higiénicas lejos de aceptables; sus mecanismos para aguantar esta situación van agotándose, su resistencia física se debilita, su fortaleza moral se arruina, los padres encuentran menos trabajos que les permitan traer pan y mandioca a la casa, la inseguridad (el miedo) les previene de adentrarse en según qué barrios.
Los hospitales cierran y los médicos huyen, o son atacados e incendiados, o por mal azar caen justo en la línea del frente, y muchas de las familias escondidas en los bosques y selvas se ven atrapadas en un aislamiento sin recurso a ninguna ayuda. Los niños son todavía más vulnerables, comen menos, su crecimiento queda afectado de por vida, su sistema inmune se deprime, corren por tanto con menos bríos y el depredador sutil les atrapa con látigos invisibles, con neumonías, con bronquitis, con sarampiones, con su matarife preferida, que es la malaria…
Y aún más, el depredador sutil es inteligente y carnicero porque no sólo se atiborra de niños: las madres son su segundo plato favorito, las desnutre, las enferma (otra vez malaria), las extenúa, va incluso más allá… Hace retumbar el eco del conflicto en sus cuerpos y mentes estremeciendo los niños no-natos que llevan en sus entrañas, induciéndoles más gestaciones traumáticas, más sufrimientos psicológicos que tienen todos consecuencias: más abortos espontáneos, más embarazos complicados, más partos prematuros, más pequeños neonatos demasiado pequeños e indefensos. A veces esos pequeños caben en la palma de la mano de un hombre grande.
El depredador sutil sonríe, y, haciéndolo, refulge su colmillo rutilante. Sonríe orgulloso, pero sobre todo sonríe, el muy carnicero, irónico. Mata de muchas formas, mata mucha madre y mucho niño, pero de todas ellas la forma que más le divierte es aquella que continuadamente se vale de la propia complicidad de los mismos hombres que son sus víctimas. Los pocos hospitales del Estado que resisten al conflicto, las pocas estructuras sanitarias que funcionan y cuyos trabajadores desafían la inseguridad y el miedo, convierten en clientes a sus pacientes, a esas madres embarazadas o niños flacos, exigiéndoles dinero a cambio de sus cuidados. Incluso en situación de emergencia crónica, de desastre sobre desastre, el sistema de salud en RCA no es gratuito. Es, por tanto, la última condena. Ésta es la gran ironía con la que se solaza el depredador taimado y paciente mientras se despioja de escrúpulos la cola.
En resumen: son la vieja casta de siempre los que siguen pagando las veleidades de grandeza y poder de unos y otros. ¿Se trata de una limpieza étnica?, ¿de un genocidio silencioso que se desarrolla poco a poco ante los ojos de los trabajadores internacionales? Poco importa su nombre, poco cambiará hoy su tipificación legal la situación real de los cristianos y musulmanes. No es sólo cuestión de religiones. Es cuestión de juegos de poder, maquinaciones políticas, de compra y venta de intereses.
En estas circunstancias, solamente existe una cosa irrebatible: no se debió consentir lo que les ocurrió entonces a los cristianos, como no se debe consentir lo que les está ocurriendo hoy a los musulmanes. Si las únicas opciones que vuelven a existir hoy son el exilio, o resistirse más tercamente al desarme, entonces hemos vuelto a fracasar.
Espero que Bangui no se convierta, como los versos del poeta, en la ciudad del millón de cadáveres. No quiero pasar largas horas oyendo gemir al huracán, ni ladrando como un perro enfurecido, sin hacer nada.
José Mas Campos es coordinador de emergencias de Médicos sin Fronteras en RCA.
Si quieres saber más sobre lo que está ocurriendo en la República Centroafricana, visita el especial de MSF RCA, el país perdido.
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