El poder deshumaniza
Da lástima ver marchitarse de ese modo al príncipe Carlos al tiempo que la reina madre aparece más lozana que nunca
No hay más que observar el rostro del señor de la izquierda, hijo de la señora de la derecha, para advertir que lo está pasando mal, muy mal. Perdió sus mejores años en fantasías locas, como la de convertirse en el támpax de su novia de entonces, Camilla Parker Bowles, y ahora se ve sin oficio ni beneficio, dependiendo de los cambios de humor de mamá, que le escatima honores y actos oficiales, y que le tiene dicho que tendrá que pasar por encima de su cadáver para acceder al trono. Produce desasosiego su gesto de derrota, su postura de desaliento, con esa mano apoyada en la empuñadura de un sable absurdo, que sostiene sin pasión, como si hubiera dejado de ser el símbolo que en otro tiempo representaba su capacidad viril. Da la impresión de que, más que llevar las medallas y las condecoraciones que alicatan su pecho, son ellas las que le llevan a él. Hasta el uniforme parece venirle un poco grande, como si hubiera ido decreciendo dentro de él, dentro de ese abismo por el que en cualquier momento podría colársele la cabeza. Un ni-ni desesperado, en fin, un chico que ni estudia ni trabaja. Da lástima verle marchitarse de ese modo al tiempo que la reina madre aparece más lozana que nunca. El peso de la corona, lejos de abatirla, le da alas, la eleva, como uno de esos refrescos mineralizantes que se toman al salir de la sauna, o después de un esfuerzo físico notable, o en el trascurso de una diarrea. ¿No se da cuenta la anciana rejuvenecida de que su vástago, el joven anciano de la foto, necesita un poco de esa pócima? ¿Hasta dónde nos deshumaniza el poder?
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