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EL PULSO
Columna
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Musicoterapia para nonatos anónimos

La mayoría de nuestros padres no saben lo que es la musicoterapia ni falta que les hace: serán grandes abuelos

Los cursos preparto cada vez son más habituales.
Los cursos preparto cada vez son más habituales.

Lo que empieza con un suspiro sólo puede terminar con un círculo. Vestida de blanco, aura virginal, suspira entre frase y frase, como si en eso consistiera su estrategia para calmarnos, jauría de madres y padres inminentes, miedos callados y gritonas hormonas. Son varias las monitoras en este taller de musicoterapia y un único monitor, que se desplazará entre nosotros –parejas en estado de gracia– con un pandero en las manos, imitando con los dedos el latido del corazón.

La experiencia no ha comenzado con el suspiro, sino con ese latido de fondo que nos recibe. Todo tendrá que ver con ritmos elementales: el palo de lluvia, el son del mar, las semillas que masajean, el latido de nuestros propios corazones acompasados con los de nuestros niños, que ya antes de ser alumbrados participan del new age, de la industria que construyeron los hippies cuando dejaron de vagar por las playas del mundo e idearon modos de supervivencia en la sociedad de consumo. Aunque Marie-Louise Aucher, musicóloga y creadora en los años sesenta de la psicofonía (teoría y práctica de la correspondencia entre las vibraciones de las cuerdas vocales y las partes del cuerpo), con su moño y sus collares de perlas, fuera una perfecta burguesa, cuando se le ocurrió vincular el canto con el parto puso la primera piedra de una disciplina científica que desde entonces no ha dejado de expandirse.

Lo cierto es que nos relajamos y nos regalamos baños sonoros (tocas un instrumento alrededor de tu pareja y lo que hace un momento parecía ridículo ahora es profundamente hermoso) y bailamos (qué extraño: hay que pagar once euros para que vuelvas a bailar con la persona que amas, con las personas que amas) como hacía mucho tiempo que no lo hacíamos. Ochenta personas bailando en el Palau de la Música de Barcelona, la mayoría descalzas y heterosexuales, la mitad de ellas embarazadas, una única pareja de madres lesbianas, cuarenta instrumentos artesanales, dos tipos calvos que no retienen la risa, cuatro mamás con sonrisas de oreja a oreja, algún papá también entusiasmado.

Nuestros padres no hicieron cursos de preparto ni vieron a sus hijos en 4D ni supieron su sexo, gracias al test Harmony, sin margen de error. La mayoría de nuestros padres no saben lo que es la musicoterapia ni falta que les hace: serán grandes abuelos, malcriadores, estupendos, sin necesidad de haber estudiado para ello. Morirán casi ajenos a la cultura de la terapia, ese paradigma que ha definido la socióloga Eva Illouz en libros como La salvación del alma moderna. Su premisa es una mala noticia y otra buena. Primero la mala: la sociedad está enferma; la buena es que su dolencia es curable, mediante psicofármacos y terapia, sobre todo colectiva. Desde Alcohólicos Anónimos hasta Facebook, pasando por la psicopedagogía en todos los colegios y los talk show en todos los televisores, la cultura terapéutica y de la autoayuda invade hasta el último rincón. Oprah es la gran psicóloga de la sociedad americana; en el mundo hispano, los terapeutas cotidianos son los tertulianos de la radio y la tele.

Nuestros bebés acaban de asistir a su primera sesión colectiva de Nonatos Anónimos. Tranquilo, nene, que ya se termina. No existe ritual new age que no acabe con un círculo: era cuestión de tiempo. En efecto, ahí llega, rodeamos el chelo y cantamos la última canción. No podría ser de otro modo: es una nana, una nana que hace vibrar los vientres y que se va apagando, como una vela, como un suspiro. Sé que es un final cursi. Pero tengo como coartada la paternidad.

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