“Añoras la paz aunque nunca la hayas vivido”
Martín Chirino descubrió los metales trabajando en un barco con su padre Sus espirales de hierro, bronce y oro son el reflejo de su mirada al aire, a la vida, al universo Ha regresado a Gran Canaria, el ancla de su vida, una forma de estar en el comienzo
Hace 40 años, Martín Chirino reposaba en una plaza de La Laguna (Tenerife) con sus gafas de miope, oscuras, bajo el sol del mediodía.
Entonces tenía 49 años y todos lo llamaban “el Master”; sus esculturas se exponían en Nueva York, en Madrid y en Tokio, y era ya un veterano del éxito artístico. Había ido a Santa Cruz de Tenerife porque entonces allí se iba a concentrar el arte internacional y él preparaba una escultura, La Lady, que iba a ser el emblema del edificio del Colegio de Arquitectos de Canarias. A la inauguración de ese lugar emblemático de la cultura de las islas iban a venir Joan Miró, el pintor; el arquitecto Josep Lluís Sert, que hizo en el exilio su fama y sus casas, y Manolo Millares, el amigo de Martín, que moriría muy joven poco después.
Entones Chirino era todavía un hombre joven; su aventura había empezado cuando era un chiquillo y hablaba con Millares (y con el poeta y pintor Manuel Padorno) en la playa de Las Canteras, donde nació, en Gran Canaria. Los dos Manolos y él iniciarían en los años cincuenta el viaje peninsular, en el que Martín persiste. Es el superviviente de ese trío y tiene 89 años. Sus amigos lo siguen llamando “el Master”, su apariencia no dista demasiado de la de aquel que tomaba el sol en La Laguna y él sigue hablando de su tierra como el ancla de su vida, de donde nacen las espirales de arena, o de hierro, o de oro, de sus esculturas. En aquellos años, hace casi medio siglo, trataba de convencer a los jóvenes de que iniciaran un viaje, cualquiera; ahora también dice que regresar (a las islas) es estar en el origen.
Millares decía que me había vuelto un flemático, pero por dentro hervía con graves preocupaciones
Vive en una casona airosa y soleada, junto a su estudio, en Morata de Tajuña; cuando lo vimos, acababa de superar una neumonía; pero subía y bajaba a la forja, mostraba las esculturas que irán en junio al museo que habrá en su fundación, en el castillo de San José de Las Palmas de Gran Canaria. Sigue siendo, como hace 40 años, filosófico, poético y discursivo, y su memoria no le traiciona ni con datos, ni con fechas, ni con nombres. Y esa cabeza está habitada por miles de personajes, del arte, de la literatura, de la filosofía y de la vida. Su mirada escruta diciendo sí, pero luego le da la vuelta a lo que dices y su pensamiento discurre con otra tesis que desbarata la tuya.
Entre esas memorias, una que acaricia es la de Julio Cortázar. Con él hablaba (en casa de la galerista Carmen Waugh, en Madrid) de las espirales, y el propio autor de Rayuela quiso dibujarlas con él. “Me estimulaba increíblemente. Hablábamos de lo divino y de lo humano, más allá de lo cotidiano. Me parece que eso nos enriquecía mucho. Tengo fotos muy bonitas que me enviaba, muy flaco y muy viejo, con las hijas de Carmen… Fue una relación muy fluida, muy amistosa, más allá del escritorio y del taller. Queríamos hacer una carpeta juntos, yo haría las espirales y él escribiría. Le estimulaba el concepto de la espiral. Una vez yo la dibujé y luego él la escribió al revés. Un hombre muy inspirador. Me producía mucha paz, me tranquilizaba muchísimo”.
Y el Master buscó siempre la paz; como aquel mediodía en La Laguna. “He vivido los momentos más críticos, en medio de la mayor histeria de la sociedad y del mundo, de la historia que nos tocó vivir y que nos contamina, porque no es verdad que se pueda vivir al margen. Pero la paz ha sido una meta. ¡Quizá la logre!”.
Pero la calma no existe, eso es lo cierto. “Y ese es el problema: la añoras aunque nunca la hayas vivido”. De hecho, cuando la paz se hizo arena, nada, fue cuando él era un niño, “así que los niños de la guerra podemos hablar como nadie de esa añoranza que jamás existió. Eso me marcó, nos marcó, aprendimos a vivir en ausentes. Las muertes en la familia, los encarcelamientos, la represión. A mí todo eso me embargó, me volvió un personaje muy periférico”.
En ese ámbito en el que la guerra dejó a la vida “todo estaba lleno de prohibiciones; te volvías un personaje que observaba sin perder la capacidad de ensueño que afortunadamente tiene el hombre… Así me fui creando un personaje de mí mismo. Manolo Millares decía que me había vuelto flemático: un tipo que lo veía todo y mostraba ante todo reacciones siempre muy ponderadas”. Flemático, pues. “Sí, pero por dentro hervía, estaba lleno de graves preocupaciones… Mi hermano Agustín era militar y estuvo involucrado en un movimiento antifranquista. Lo iban a fusilar, luego no lo hicieron. Aquella situación me convirtió, por decisión de mi padre, que era monárquico y conservador, en el hombre que continuaría su papel en la familia”. A los chicos de la época los educaban para obedecer, “mi padre era de ordeno y mando, un cabeza de familia decimonónico; de sus sentimientos conocí muy poco, de su actitud lo viví todo, y lo sufrí”.
La calle era otra casa, y la playa, aún más. “Las Palmas era un lugar bello; tenías la luna, el mar, el viento, la playa de Las Canteras. Yo vivía en Las Canteras, y de allí iba, como en un largo viaje, al parque de Santa Catalina, de donde partía la vida orgánica de la ciudad. Cuando era niño, mi padre me prohibía ese viaje. ‘Los niños no pueden ir tan lejos’, decía. Era hermoso el lugar, pero notabas el aislamiento”. El padre, jefe de los astilleros de las islas, era autoritario, “mi madre era dulce”. La industria de los barcos le llevó a Martín en seguida “la música de los martillos, de las herramientas… Cuando terminaba en el colegio, iba a buscar a mi padre a los talleres, caminábamos por la playa de Las Canteras y nos íbamos a casa. Eran cuatro calles, y yo nací en la cuarta, en lo que llamaban la Casa del Jardín, porque mi padre le puso un jardín”.
–La música de los martillos. A lo mejor está ahí el origen de su vocación.
– Quizá. Cuando golpeo con un martillo en el yunque se producen sonidos que me remiten a aquellas referencias lejanas.
El sonido lleva al olor del mar, a los caracoles, a los burgados que la gente recogía y metía en botellas con vinagre… El burgado parece una espiral. “Claro, claro. Y el yunque tiene un sonido que para mí es la música del tiempo, la que me lleva al recuerdo, y a la espiral… La playa son los días y las horas. Un mundo muy lento con cierto rumor de tedio porque todas las cosas eran iguales. Desde mi casa escuchaba el ruido de los barcos, el sonido de los astilleros… Escuchaba siempre el eco de lo que pasa; las dunas soplaban y sonaban de una manera muy precisa, el viento se veía. Y el viento ha sido el origen de todo lo que imagino y de lo que hago, y la primera casa del viento, el primer yunque por así decirlo, está allí, y es de aire”.
Luego vinieron Madrid, Nueva York, el mundo. Y volver; desde hace años, volver, como una espiral que lo ha llevado a todas partes y que desde hace décadas (quizá desde aquellos días en que tomaba el sol en La Laguna) lo hace regresar a Las Canteras y a las islas. “Es evidente que lo que importa es el origen. Cuando llegué aquí [a Madrid] era 1948; vi mucha tristeza, me costó integrarme; había ya movimiento económico, pero había hambre, miseria, sarna, piojos… Y estaba El Prado, esa maravilla… Estudié Bellas Artes, sabía inglés, traduje, di clases. Un escultor canario, Manolo Ramos, recibió un raro encargo del ministro Blas Pérez para integrar a artistas jóvenes en trabajos de escultura en el Valle de los Caídos, y allí estuve”. Vaya experiencia, le digo. ¿Era consciente de lo que pasaba allí? “La experiencia contada no es lo mismo que la experiencia vivida, y esta fue fugaz, no notabas tanto. Y yo era un superviviente, como todos. Yo era un ciudadano normal que iba y venía vestido de gris, con los zapatitos que podía tener; no existían ni el diseño ni la moda, solo existía lo elemental. Sabíamos que había una estructura superior, la de los militares de Franco; los veíamos ir y venir con sus coches negros”.
Volvió a Gran Canaria en 1952 y regresó a Madrid tres años más tarde, con Padorno, con Millares… Entonces “España era la soledad”; que se juntaran más de tres estaba prohibido, y aun así contribuyó a montar el grupo El Paso, que en ese momento era un desafío que colocó al arte, también, contra el franquismo y cerca de la modernidad europea y universal. En su universo estético, el regreso frecuente a las islas consolidó también las formas de su escultura. “Fui a La Palma, aconsejado por el sabio tinerfeño Luis Diego Cuscoy, y el arte ancestral canario que vi allí, el que vi en las otras islas, se fue incorporando a la estética que me llamaba la atención… Y de ahí viene esa preocupación por explicar lo que va desde el origen hacia el universo… La raíz es lo que nos hace universales, el universo está dentro de nosotros mismos”.
Nunca pensé que llegaríamos a vivir en este estado de corrupción. No sabes en qué creer
Un amigo suyo, y paisano, el pintor José Luis Fajardo, lo propuso para que presidiera el Círculo de Bellas Artes de Madrid, cuando los socialistas llegaron al poder y la Transición ya no era de arena. “Fueron años de pasión, entregado a un proyecto común, crear una cultura que nos llevara por el mundo. Luego regresé al estudio, y a las islas. Al origen”.
Como si regresara a la materia misma de la espiral, la serenidad voluptuosa de la arena. Y desde esa serenidad ¿cómo ve el tiempo que se vive afuera? “Nunca pensé que podríamos llegar a vivir en medio de este estado de corrupción. Crea una desazón horrible, no sabes a qué atenerte. En qué creer. Mi fe ahora está menoscabada”.
–Pero sigue el yunque, su sonido. El eco de la playa.
–Es mi reducto, adonde vuelvo. En mí está grabada la tierra, su color, cómo la he sentido. Las cumbres de Canarias, eso es patria, identidad: el aire, el cielo. Estar allá arriba, sobre el mar de nubes.
Espiral de nubes. Es lo que soñaba dibujar con Cortázar, lo que esculpía hace 40 años cuando descansaba del yunque bajo el sol, en La Laguna.
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