Otro verano invencible
La fuente de alegría que Camus supo mantener intacta incluso en los peores años de la locura de Europa. Hasta en el invierno más crudo
Vivíamos dieciséis en una casa de pueblo que debía de ser para cuatro. Dormíamos todos revueltos, a menudo bajo las estrellas. No había más que un baño, en el patio, cerca de las rocas y el mar. Así que pusimos frente a la puerta una silla grande, de madera de pino y paja con brazos y alto respaldo, como de arzobispo venido a menos, para el que tuviera que esperar. Como siempre estaba ocupada, no tardó en formarse una cola bien larga de asientos cada vez más pequeños y absurdos. Llegaba uno, dando saltitos si acababa de despertarse, con las señales del sueño enredadas en las pestañas, y se sentaba en el primero que encontraba libre o dejaba su toalla como muestra de intenciones. Aunque la mayoría nos duchábamos con una manguera en el patio, cantando bajo el chorro sin fuerza y haciendo dúos con el que estuviera en el baño.
Recuerdo uno de los muchos momentos felices de aquellos veranos que pasamos primero en Ibiza y después en Mallorca. Veranos de infancia y de juventud. Alguien cumplía años. Bastantes, a juzgar por la cantidad de velas que coronaban la tarta, enorme, de color blanco. La sacaron, encendida, cuando empezaba a oscurecer. Como una virgen que sale de la iglesia en procesión. Pero el que la llevaba, en alto, se escurrió, y la tarta se estampó en el hormigón. Se hizo el silencio. Y de pronto nos lanzamos todos a comer directamente del suelo. Entre risas. Con las manos. Y el perro, a lametones. Entonces el verano, ese verano invencible del que hablara Camus, lo llevábamos dentro. Esa fuente de alegría que él supo mantener intacta incluso en los peores años de la locura de Europa. Hasta en el invierno más crudo, el mundo empieza cada día con una luz siempre nueva.
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