Millones de somalíes buscan tratamiento al estrés postbélico
La medicina busca hacerse un hueco en el país con mayor tasa de enfermedades mentales del mundo, donde la tradición y la santería todavía tienen un gran peso
Somalia tiene, según la Organización mundial de la Salud (OMS), la mayor tasa de enfermos mentales del mundo. Sin embargo, la psiquiatría no existe para la mayoría de los somalíes que, cuando presentan cuadros de ansiedad, estrés postraumático o depresión, lo achacan un malestar en general y, en muchos casos, acuden a remedios caseros como beber leche de camello para tratar de curar sus males. En los casos más graves, las afecciones psíquicas se observan como una posesión por parte de el Dijnni (el diablo) y la terapia de choque consiste en recluir al paciente en una habitación con una hiena. Este es uno de los métodos más populares entre los curanderos locales que pueden cobrar una auténtica fortuna (350 euros) para lograr sacar el mal que el paciente lleva dentro.
Los resultados de los métodos tradicionales son bastante pobres, pero la medicina sigue siendo un mundo desconocido para una población analfabeta (el 80% de los somalíes no saben ni leer ni escribir) que ignora lo que es el estrés postraumático –aun sufriéndolo en sus propias carnes– y que observa como normales y pasajeros no solo los problemas psicológicos, sino también los físicos como el dolor de cabeza, de pecho, la falta de memoria, los problemas para dormir, las pesadillas o la excesiva sudoración.
Abdul Rahman Ali Awale abrió un hospital mental en Mogadiscio en el año 2005. Lo hizo con un euro que obtuvo de la venta de dos palomas de su hijo y desde entonces se ha convertido en un referente. Este hombre de carácter firme y voz atiplada, al que todo el mundo se dirige cariñosamente como doctor Habeeb, ha inaugurado desde entonces cuatro psiquiátricos más: dos en la capital, otro en Marka (110 km al sur) y en Bulo Hawo (en la frontera con Kenia). Lo hace solo y a base de voluntad. No encuentra respaldo ni del Gobierno ni de las organizaciones no gubernamentales que operan en el país. Es junto a la OMS el único que se encarga de ayudar a estos pacientes.
El doctor Habeeb irrumpe en una de las habitaciones y saluda afectuosamente a uno de los pacientes intercambiando innumerables besos con él. Poco a poco el facultativo se retira y le acaricia suavemente la cabeza. “Ya me han dicho que ayer por la noche te tuvieron que encadenar porque tratabas de huir. ¿Cómo estás hoy?”, a la pregunta solo recibe una interminable sonrisa. “Por las noches se pone muy nervioso por temor a la oscuridad. Pero, sobre todo, se exalta cuando escucha algún disparo aislado en la calle (a todas horas se pueden escuchar tiros al aire en Mogadiscio) y cree que tiene que volver a combatir”, comenta. Ahmed, como se llama el paciente, luchó durante años contra los islamistas de Al-Shabab. “Ha perdido completamente la razón”.
Encerrar al enfermo con una hiena es uno de los remedios tradicionales
A su lado, otro joven, sufre convulsiones. De manera frenética mueve los brazos de arriba a abajo. Un paciente se levanta de su camastro y se abraza a él para tratar de calmarlo. Al final, dos enfermeros tienen que separarlos, porque en su ímpetu para que su compañero dejase sus frenéticos movimientos lo estaba ahogando. “Tienen que estar las 24 horas bajo supervisión de un algún enfermero porque de lo contrario acabarían haciéndose daño los unos a los otros. E incluso provocándose la muerte”, sentencia el doctor.
La mayoría de estas personas pasan el día adormilados por el intenso calor en sus colchones. Su rutina se limita a descansar y comer. “Algunos tratan de escapar por la noche y los tenemos que encadenar a la cama, ya hemos perdido varios pacientes por culpa de los milicianos. Los encuentran merodeando solos por la noche y les disparan”, comenta Hasan Musab Hussein.
La guerra que asuela este país desde que en 1991 cayese el dictador Siad Barré se ha convertido en un mal endémico para todos los habitantes de Somalia. Con más de un millón de muertos, cientos de miles de desplazados internos y refugiados, las consecuencias para la salud mental de los somalíes son más que evidentes. “Quien no ha visto morir a sus familiares, ha tenido que caminar durante días sin comida ni agua para huir de los combates y los que no han sufrido alguna de las hambrunas que han matado a miles de personas en las últimas décadas. Todo esto afecta a la mente”, recalca el Hasan. Son muchos los somalíes que son diagnosticados de forma rutinaria con síntomas de estrés postraumático pero no son tratados de ninguna manera específica, por lo que sus problemas mentales se van incrementando con el paso del tiempo.
Los pacientes quieren al doctor Habeeb como a un padre. Todos le saludan. Todos le quieren abrazar y dar besos. Él les corresponde uno a uno. Habla con ellos mientras les ausculta o mientras pasa consulta en su pequeño despacho, donde –en una caja fuerte– guarda las medicinas de los pacientes. “Las tenemos que tener bajo llave porque se las pueden tomar todas a la vez”, señala. Además, los fármacos son un bien escaso. Aquí hay ingresadas 92 personas. Solo pueden tratar a una de cada tres. “Muchas veces les damos morfina para calmarles porque no tenemos la medicación adecuada. Así, es difícil ayudar a estas personas", sentencia el doctor a la par que afirma que la última preocupación de la incipiente administración, tras dos décadas de guerra en que no ha habido gobierno estable, son un puñado de enfermos mentales.
Las drogas, junto al conflicto bélico, son las responsables de muchos problemas psiquiátricos
El goteo de gente en este hospital, cercano al aeropuerto internacional y con inmejorables vistas al azulado Océano Índico, es incesante. Está desbordado y al límite de su capacidad. En los últimos meses han tenido que levantar dos nuevos pabellones para que los pacientes puedan tumbarse a la sombra y así, huir, del asfixiante calor que derrite Mogadiscio. Cada día, en la puerta, se presentan diez nuevos pacientes. El personal médico les chequea pero solo pueden aceptar a los que presentan cuadros más graves. “Solo tenemos capacidad para hacer un par de ingresos al día. Estamos desbordados”, se queja Hasan Musab Hussein, quien lleva trabajando en este centro desde 2007 como enfermero y tiene una especialidad en psiquiatría. “El 90% de los pacientes que atendemos padecen algún trastorno mental derivado del conflicto bélico que desde hace 23 años afecta a Somalia”, señala.
No cuentan con ayuda de nadie. El país no tiene una política de salud mental y tampoco les ayudan a buscar fondos ni ayuda externa. “La mayoría de los organismos de ayuda humanitaria que se encuentran en Somalia solo se centran en tratar problemas como la diarrea, la malnutrición, el saneamiento de aguas o la higiene y dejan de lado a los enfermos mentales”, se lamenta el doctor Habeeb con lágrimas en los ojos. “El pasado 31 de diciembre el Programa Mundial de Alimentos (WFP, por sus siglas en inglés) nos retiró todo su apoyo. Eso significa que a los enfermos solo les podemos dar un plato de arroz y té para alimentarlos”. “Lo que los enfermos mentales necesitan es medicamentos, comida, un techo digno donde vivir y amor”, recalca con dureza. “¿Para qué ha venido Naciones Unidas a Somalia si cuando realmente les necesitamos nos dan la espalda?”, clama indignado.
En una habitación de paredes desconchadas descansa la joven Huba (20 años). La muchacha lleva ingresada dos años. Hoy recibe la visita de su madre que comprueba su evolución. “Antes estaba todo el día tirada en el suelo. No era capaz de contener sus esfínteres. No comía. No hablaba. Así que acudí a este hospital por desesperación”, recuerda Halima Hassan Nahamud. “Aquí hay esperanza para que los pacientes puedan recuperarse. Solo necesitamos apoyo y tiempo, mucho tiempo. Las enfermedades mentales no se curan de un día para otro. No es una gripe o un catarro. Pero Huba es el mejor ejemplo de que se puede”, afirma orgulloso el doctor Habeeb. La joven camina sola e ingiere alimentos sólidos pero su estado continúa siendo bastante deplorable. Se pasa el día hablando sola con las paredes y tratando de cazar moscas con las dos manos o tendida en la cama acariciándose el pelo o la cara de sus compañeras de habitación. “Aún no he perdido la esperanza con ella… ni con ninguno de mis otros pacientes”, afirma el doctor.
“Tengo 15 años”, acierta a decir Fátima entre un discurso incomprensible de palabras inconexas. Sus ojos, de color de ébano están fijos en el infinito. Permanece impasible mientras su madre la ayuda a colocarse el pañuelo de color verde y amarillo sobre la cabeza. La joven sonríe y mira a su alrededor. Ha perdido la noción del espacio y del tiempo. Su madre le corresponde con una caricia y un beso tierno en la mejilla. El doctor Habeeb se acerca hasta ella y la saluda con un firme apretón de manos y un contundente "Salam Aleikum".
El doctor Habeeb se ha convertido en el mejor apoyo de los enfermos. Ya ha abierto cinco psiquiátricos en el país
Fátima Mohammad Ibrahim tiene en realidad 44 años y una hija de 15. Ingresó por primera vez aquí hace ocho años de la mano de su madre Nduta después de que sufriera varios brotes de agresividad y de que pegara a su padre en varias ocasiones. Esta anciana, oronda y de fuerte carácter, solo quiere que su hija vuelva a ser "la persona que era antes"; antes de que su marido, trabajador de la construcción en Arabia Saudí, falleciese. Desde entonces tiene fuertes depresiones y diversos trastornos psiquiátricos. “Cuando le dan esos brotes psicóticos no podemos controlarla, así que es mejor que permanezca varios días aquí con el doctor para que se tranquilice y se recupere”, comenta Nduta, cuyo estado de salud de por sí deteriorado, se está agravando con la enfermedad de su hija. Aunque no lo diga abiertamente, le da miedo pensar en el futuro de su hija si ella faltase. “Mi hija canta. Baila. Se comporta como si realmente tuviese 15 años. Los vecinos la miran mal. Murmuran entre ellos. Y alguno, incluso, me ha sugerido que tome medidas más drásticas, dicen que traerla hasta este hospital mental no está dando resultado”, recuerda, con un alto grado de indignación la anciana. La mujer no quiere ni oír hablar de curanderos, pócimas mágicas, –ni por supuesto– encerrar a su hija en una habitación con una hiena. El problema, según cuenta el doctor Habeeb, es que la familia de Fátima no puede costear el tratamiento. Tendrá días mejores y peores hasta que vuelva a sufrir una crisis. Los fármacos son la única vía para que sea la persona vitalista que fue.
En total, se calcula que más de 15.000 pacientes han pasado por este centro en los últimos nueve años. Además, la OMS calcula que los nueve millones de somalíes necesitaran asistencia psicológica después de que el conflicto haya acabado. Pero la guerra no es la única culpable del estado mental de la población. El abuso de las drogas, sobre todo el Khat y el pegamento (drogas utilizadas por el 18% de la población, en su mayoría hombres), también ha tenido mucho que ver. De hecho, se calcula que el 3% de la población somalí sufre algún tipo de paranoia por culpa del abuso de sustancias estupefacientes, según la Organización Mundial de la Salud.
El síntoma más común entre los enfermos psiquiátricos es la depresión. En Somalia, este término no tiene una traducción directa pero los lugareños la describen como Qulub, en referencia a los sentimientos que tienen los camellos cuando uno de su misma especie muere. Hassan padece Qulub desde hace más de una década. El hombre, que balbucea sonidos ininteligibles, se pasa el día sentado en su cama esperando a que su hijo venga a recogerlo. La mente de este enfermo ha conseguido borrar la escena más dolorosa de su vida: cuando su hijo mayor pereció en sus brazos durante un enfrentamiento entre milicianos de un clan y los yihadistas de Al-Sahabab (la filial de Al Qaeda en Somalia). Hassan espera y espera. Y mientras lo hace se marchita cual flor en este desierto de desesperación y locura.
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