Lobo suelto
En los países justos, el Estado resguarda a los ciudadanos de su propia y horrible naturaleza humana
Dicen que los vecinos colgaron un cartel en la ciudad de Santa Fe, Argentina, que dice: “Ratero: si te agarramos no vas a ir a la comisaría. Te vamos a linchar”. Últimamente, linchar es verbo que se conjuga mucho. El 1 de abril, vecinos de Rosario golpearon a David Moreira, que intentó robarle el bolso a una mujer. Moreira murió poco después, con el cráneo roto. El 2 de abril, en Buenos Aires, un hombre que robó un reloj fue atrapado y decenas de personas rodearon al policía que lo custodiaba, exigiendo que les entregara al reo: ellos sabrían qué hacer con él. En todo el país, ciudadanos comunes patean, hasta romperla, carne de ladrón. La justicia es una fantochada y el Estado está ausente: así explican, para que se entiendan, sus motivos. Puedo entender esto: si lastimaran frente a mí a un ser querido, quizás yo reaccionaría con furia enferma. Me cuesta un poco más entender por qué se sumarían, a mi furia, tres taxistas, un kiosquero, cinco que pasaran por ahí. Porque no imagino qué cosas podrían hacer que yo, en algún momento, encontrara lógico sumarme a un grupo de personas que patearan la cabeza de otra en plena calle. Por estos días, los noticieros repiten que los vecinos hacen esas cosas “cansados de la inseguridad”. “Vecinos cansados” es un concepto flojo, o falsamente neutral. La presidenta Cristina Fernández dijo que la receta contra la violencia es la inclusión, porque “no se puede pedir que el que siente que su vida no vale ni dos pesos, sienta que la vida de los demás valga más de dos pesos”. Me pregunto si, en la formación del precio de la vida humana, el Estado no tiene responsabilidad. Porque a mí la vida de cualquier persona me parece carísima. Las bestias, en países justos, van a la cárcel. Y, en países justos, los ciudadanos no se transforman en bestias: el Estado, a través de la justicia, los resguarda de su propia y horrible naturaleza humana.
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