Cómo robar a gente sola
Había claudicado ante unos ladrones para ahorrarme problemas. Era un cómplice. Un esbirro

OK. Confieso. Estaba mirando porno. Trabajo solo todo el día y hay momentos aburridos. Nada grave. Pero si aún le parece mal, alégrese. Recibí mi castigo.
Ocurrió después de la última escena. Cerré la ventana de un decente intercambio monógamo Dane Jones –lo más cercano al romanticismo en el género– y, relajadamente, miré la pantalla. Ante mí se erguía el Rey de España.
Su Majestad llevaba un uniforme militar negro y una banda. A ambos lados lucía sendas insignias del Cuerpo de la Policía Telemática Nacional. Y había un texto.
Traté de cerrar la ventana. No se cerraba. Estaba bloqueada. Leí el texto.
Me informaba de que yo era sospechoso de formar parte de una red internacional de pederastas. He visto esos operativos policiales por televisión. Detectan por Internet a los consumidores y los arrestan. Según sus indicios, yo había estado en una página de descargas de pornografía infantil.
Pensé: ¿en qué lío me he metido? Yo nunca he visto menores en esa página (tampoco entro mucho, ¿OK?). Pero, claro, no he visto el DNI de ninguna actriz.
La acusación añadía posibles daños a la propiedad intelectual. La página podía atentar contra derechos de autor de directores y guionistas porno registrados. Como escritor, pensé que además estaba traicionando a mi gremio. Me sentí como una cucaracha.
El requerimiento, así se llamaba, concluía con una multa, a pagar por Internet. Para no exponer mis datos de crédito, debía embolsar cien euros con tarjetas de pago digital disponibles en Correos. De no hacerlo, mi ordenador quedaría bloqueado durante 48 horas, y se procedería a una investigación. Apagar el equipo o borrar partes sensibles de su disco duró sería considerado en adelante “destrucción de pruebas”.
Traté de cerrar la página. Una y otra vez. Aparecía un globo: operación bloqueada.
Estaba desesperado. No temía ser arrestado, pero me imaginaba miles de interminables trámites en comisaría con el disco duro bloqueado. Dos días sin trabajar podían ser caros. ¿Tendría que pagar?
Fui a Correos. Le expliqué al vendedor lo que había pasado. Me explicó que era una estafa. Que la policía no hace eso. Más bien, yo tendría que denunciarlo a la policía y llevar el ordenador a un técnico. O sea, dos días sin trabajar. Si no quería, tenía otra opción: pagar.
Compré la tarjeta odiándome a mí mismo. Había claudicado ante unos ladrones para ahorrarme problemas. Era un cómplice. Un esbirro. Hasta que me acordé de mi amigo Óscar, que trabaja con ordenadores, y lo llamé:
–Óscar, no te lo vas a creer. Me han hecho una estafa con el Rey de España…
–Mirando porno, ¿eh?
–Por favor, estoy en un momento sensible…
–Reinicia el ordenador.
–Pero dice que…
–Reinicia. No es un virus. Es solo un cookie.
Cuando la pantalla vuelve en sí, el Rey cookie ha desaparecido. Todo vuelve a ser normal.
Mi amigo me enseña otra estafa, una para gente buena. Es un mail desesperado de una mujer que dice estar atrapada con sus hijos en Ucrania. Iba de vacaciones y no ha podido salir. Los antidisturbios han incendiado su hotel. Debido a la violencia, los consulados están cerrados, y no podrá abandonar el país si no recibe una transferencia inmediata. Hay incautos que se conmueven y le mandan el dinero. Hay otra estafa habitual en los facebooks masculinos: esa chica exótica que quiere saber más de ti.
En las estafas electrónicas, te estafas tú mismo. No hay oficinas inventadas. Nadie te presiona. Ni siquiera te habla. La víctima son tus miedos, tus deseos y tus culpas. Lo que has hecho mal. Lo que te gustaría hacer bien. Tus ganas de que una chica quiera saber más de ti. Los robos del siglo XXI están diseñados para gente sola.
Por suerte, al final no he caído. Aún tengo una tarjeta digital cargada con cien euros. Pero si la uso, no habré perdido el dinero. Pregunto qué se puede comprar con ella. La respuesta es obvia:
–Porno de Internet.
@twitroncagliolo
elpaissemanal@elpais.es
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