¿Tintín? ¿Cling, cling? ¿Tilín, tilín? ¿O tolón, tolón?
Hoy: Lengua (modalidad campanillas)
(Atención: este L&L tiene banda sonora).
El taoísmo lo tiene muy claro:
“Cuando se tañe una campana, tintinea; cuando se percute un tambor, resuena” (Liu I-Ming y Thomas F. Cleary, Despertar al Tao, Edaf, Madrid, 2007, trad. de Rocío Moriones, p. 65).
Y Arturo Pérez Reverte también:
“Algunas veces se ponía siete aros juntos en una muñeca, semanario le parecía que se llamaban. Cling, cling. Lo recordaba por el tintineo” (La reina del Sur, Alfaguara, Madrid, 2002, p. 163).
Nosotros también creíamos que teníamos claro lo que era tintinear y lo que era un tintineo, de tanto leerlo en las novelas. Exactamente ese “cling, cling” que hacen algunos objetos metálicos, de cristal o porcelana al ser agitados o golpeados, no con mucha fuerza. La campana taoísta –hay muchas clases de campanas– tal vez nos equivoquemos, pero nos la imaginamos pequeña, más bien una campanilla… y, en efecto, haciendo “cling, cling”. Igual que los siete aros que el personaje de la novela de Pérez Reverte lleva en la muñeca.
El Diccionario de la Real Academia nos obliga a hacer algunas expediciones polares pero finalmente nos da la razón. Si buscamos tintinear, vemos que nos remite a tintinar, con lo que, según sus normas, nos está diciendo indirectamente que esta última –¡tintinar!– es la forma preferida. Una vez en tintinar, el fabuloso verbo se define con estas palabras: “Producir el sonido especial del tintín”. Lo cual nos obliga a ir a tintín, onomatopeya del “Sonido de la esquila, campanilla o timbre, o el que hacen, al recibir un ligero choque, las copas u otras cosas parecidas”. Bien, por fin hemos llegado, solo que hoy, más que tintín, para expresar ese “sonido especial”, parece que preferimos otras onomatopeyas, algunas seguramente importadas del inglés, como ese “cling, cling” que de momento, que sepamos, no ha dado lugar a ningún verbo o sustantivo (ni clinguear ni clingueo).
En las literaturas hispánicas han ‘tintineado’ monedas, cencerros, herraduras y hasta hielo en las copas de whisky
Por lo demás, ¿existe tintinar? Vagamente. Tintinnat, “que es suena”, dice Alonso de Palencia en su Universal vocabulario en latín y romance de 1490. También alude al “tintinabulum o cascauel que suena tintin”. Es decir, que eso de tintinar, más que español, era latín. Tendrán que pasar casi cuatro siglos para alumbrar algún uso más o menos patrimonial de ese verbo, pero por fin en Sotileza (1885-1888) de José María de Pereda podemos leer: “el hermoso mocetón, que en todo lo demás era un cascabel de oro, […] tintinaba alegrías en cuanto se le agitaba un poco” (Espasa, Madrid, 1991, p. 255). Galdós en España sin rey (1908) habla de “un estridor metálico que tintinaba” (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Universidad de Alicante, p. 66), y Salvador González Anaya, en La oración de la tarde (1929), de un “tintinar de las campanas” (Biblioteca Nueva, Madrid, 1944, p. 73). Alfonso Grosso en La zanja (1961) menciona “el tintinar de las esquilas de las cabras” (Cátedra, Madrid, 1984, p. 161), y ahí termina toda la historia −que sepamos− del verbo tintinar. Historia parca y poco relevante, se diría, para que sea el verbo preferido del DRAE frente a tintinear.
La primera documentación de tintineo que hemos encontrado es del autor argentino Vicente Fidel López en una novela de 1854: aparece en una descripción de dos lujosas literas que “se hallaban a la puerta de la espaciosa casa de don Felipe Pérez y Gonzalvo, Superintendente de los situados del Perú”. El techo de estas literas “estaba fileteado de finas campanillas de plata y oro, lo mismo que lo estaban los arreos de las mulas que los tiraban. Era así como al moverse una de estas andantes orquestas, conturbaba el aire el bullicioso tintineo” (La novia del hereje o la Inquisición de Lima, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Universidad de Alicante, 2003, p. I, 30). En cuanto al verbo, nada tintinea –según nuestra documentación– hasta 1902. Ese año Azorín escribe en La voluntad: “La campana de la iglesia Nueva tañe pesada; la del Niño tintinea afanosa; la del Hospital llama tranquila” (Castalia, Madrid, 1989, p. 63); o: “En la vecindad los martillos de una fragua tintinean argentinos” (p. 66).
A partir de ahí, además de campanillas, campanas y martillos, han tintineado en las literaturas hispánicas monedas, cascabeles, esquilas, cencerros, cubiertos, llaves, copas y otras piezas de vajilla, anillos, pulseras y collares, espuelas, herraduras, armas de metal como sables o floretes, pianos, timbres (de teléfono: “agrio tintineo de los aparatos telefónicos”, Rafael Alberti, Prosas encontradas (1924-1942), Ayuso, Madrid, 1970, p. 184), lámparas y otros objetos de cristal o porcelana, además de hielo en las copas de whisky.
¿Hacen realmente todos esos objetos un ruido cabalmente similar? Bueno, la mayoría sí. Pero debemos admitir que “el tintineo del cencerro de las vacas” (Pío Baroja, Zalacaín el aventurero (1909), Espasa, Madrid, 1997, p. 244) nos parece hoy algo dudoso. Los cencerros ¿hacen tintín? ¿O más bien “clong, clong”? Un momento… ¿No era “tolón, tolón"?
Ya decíamos antes que las campanas pueden ser de muy distinto tamaño: tampoco creemos que las de una iglesia, por pequeñas que sean, tintineen. Leer esta frase de Elena Quiroga produce, no sé, como incredulidad acústica:
“… y el badajo tintineaba confuso por las paredes de la campana” (Escribo tu nombre (1965), Leer-e, 2009, Google Libros).
Porque estas campanas con tan expresivo badajo a nosotros nos suena que lo que hacen es “clang, clang”. O, como mucho, “tan, tan” o “talán, talán”. Y, si uno es más antigüito, “din, don”, claro.
Las onomatopeyas, que en teoría reconcilian la lengua con la naturaleza, sabemos que son tan convencionales como cualquier otra palabra sin analogías fonéticas con aquello que representa. Si en español los perros hacen “guau, guau”, en inglés “woof, woof”, en ruso “gav, gav” (gracias, Fernando Otero) y en chino mandarín “wang, wang” (gracias, Nuria Pitarque), no nos sorprende tampoco que, dentro de un mismo idioma, haya variaciones a la hora de formalizar lingüísticamente un mismo sonido de la realidad. Ni que, por tanto, una vez gramaticalizados esos sonidos, es decir, convertidos en verbos, sustantivos, etc., puedan extender su significado hasta límites sumamente remotos.
La onomatopeya, que en teoría reconcilia la lengua con la naturaleza, no tiene analogía fonética con lo representado
Retrocedamos un momento hasta el antiguo Hollywood… perdón, hasta el antiguo Egipto, y veamos a este navegante que contempla las estrellas:
“… quería saber cuál de entre todas era la de Egipto porque sabía que, en su deslumbrante tintineo, aparecería el rostro de Cleopatra” (Terenci Moix, Nunca digas que fue un sueño (1986), Planeta, Barcelona, 1993, p. 265).
¡Cómo! ¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Nos hemos vuelto sinestésicos? ¿Ha pasado tintinear, de expresar fenómenos sonoros, a expresar fenómenos visuales? ¿O ha habido una confusión con titilar, que es, aparte de un verbo que también tiene lo suyo, lo que se supone que hacen las estrellas? Uno se inclinaría más bien por lo segundo, pero, en cualquier caso, las lucecitas han entrado en escena:
“El sable, quieto, a punto del fulmine, siguió tintineando brillos, como una salva en homenaje a la nada” (Ramón Ayerra, La lucha inútil, Debate, Madrid, 1984, p. 472).
“… una señal móvil de ‘precaución’ tintineando en la cuneta” (Jaume Ribera, La sangre de mi hermano, Timun Mas, Barcelona, 1988, p. 177).
“… en unas pocas ventanas tintineaba una luz tenue” (Miklós Banffy, Las almas juzgadas, Asteroide, Barcelona, 2009, trad. de Éva Cserháti y A. M. Fuentes Gaviño, Google Libros).
Si para reproducir un mismo sonido podemos decir tintín, “cling, cling” y hasta “tilín, tilán” como en el bolero, ¿nos parece raro que, asumida la convención, ya ni siquiera necesitemos referirnos a sonidos? De cosas que suenan aún queda un rastro en estos usos metafóricos:
“…la sangre le tintineaba, como llena de ansiedad, por todos los conductos de su organismo” (Sarah Orne Jewett, “Una garza blanca” (1886), en Cuentos norteamericanos, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1984, p. 94, no consta traductor).
“Todavía le tintineaba la risa de la nena en los oídos” (Marcelo Cohen, Insomnio, Muchnik, Barcelona, 1986, p. 16).
“La duda tintineaba en su voz” (Rodolfo Enrique Fogwill, Cantos de marineros en la Pampa, Mondadori, Barcelona, 1998, p. 36).
“No tenía un amigo y menos un amante que le hiciera tintinear el corazón siquiera una vez al mes” (Victoria Thompson, Mujeres insatisfechas II, LibrosEnRed, 2009, p. 69, no consta traductor).
Si al final una palabra puede valer para todo (o casi), entonces ¿cuál es su significado?
Hay, sí, en el pulso de la sangre, en la risa infantil, en el temblor de la voz, en el latido del corazón, algo que suena: de que suene delicada y “argentinamente” como un tintín ya no estamos tan seguros. Menos seguros aún estamos del siguiente ejemplo:
“… me dolía la cabeza, un fino zumbido me tintineaba en los oídos, el zumbido del cansancio y de la fiebre” (António Lobo Antunes, Conocimiento del infierno (1980), DeBolsillo, 2008, Barcelona, trad. de Mario Merlino, Google Libros).
¿En qué quedamos? ¿Zumbaba o tintineaba? ¿O es que puede un zumbido tintinear?
La extensión de significado a veces acaba conduciendo a su pérdida. Si al final una palabra puede valer para todo (o casi), entonces ¿qué significa? Si tintinear se creó para expresar cierto sonido que producen algunos objetos cristalinos o metálicos, ¿podemos decir que tintinean las castañuelas, que son de madera? (¿No castañeteaban?) ¿Pueden tintinear los dientes o los dedos de la mano, que son de carne y hueso? Parece que sí:
“Cloqueaba al caminar, con un tintineo de castañuelas” (Isabel Allende, La casa de los espíritus (1982), Plaza y Janés, Barcelona, 1995, p. 201).
“… la uña que hacía tintinear levemente la punta de un diente “ (Ignacio Solares, Nen, la inútil, Alfaguara, México D. F., 1994, p. 130).
“Trate de estar lo más relajado posible y nada de ‘tintinear’ los dedos ni mover como desesperado las piernas” (Hada María Morales, Vístete para triunfar, Grupo Nelson, EE. UU, 2006, p. 85).
En todo caso, la asociación más asombrosa que hemos encontrado es la siguiente:
“Se quedó tirado escuchando con cuidado el tintinear de cientos de ranitas” (Armando Loynaz, El soñador, Ed. Universidad Estatal a Distancia, San José de Costa Rica, 2002, p. 273).
Pero las ranas… ¿no croaban? Está visto que las de esta novela lo hacían muy finamente.
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