La derrota del vencedor
Las medidas nacionalistas pasan por democráticas solo por ser pacíficas
Con vistas al final de ETA, mientras la parte nacionalista moderada se contenta con su mero desarme, la más radical ni siquiera se aviene todavía a renegar de su curriculum asesino. ¿Cómo no sacar de ello una lección? Si se ha ganado la batalla contra el terrorismo (aún sin confirmar del todo), en España estamos perdiendo la guerra declarada por el nacionalismo étnico. Tal vez porque muy pocos la perciben o militan en esta guerra. Como si los atentados etarras hubieran sido tan sólo repugnantes excepciones criminales, no se repara lo suficiente en que nacían de unos presupuestos rechazables, aun cuando los compartieran muchos ciudadanos. Algunos tememos que congratularse de aquel éxito enmascare la debilidad moral del presente y sus desastrosos efectos futuros.
Se dice una y otra vez que ETA ha sido al fin derrotada por la democracia. Demasiada retórica. Se añade que ETA ha perdido frente a la sociedad española, pero dudo que eso pueda pregonarse asimismo de la sociedad vasca en general. Uno cree que el terrorismo ha sido derrotado de la única forma que debía serlo: por la fuerza pública del Estado al que retaba. ¿O acaso alguien había imaginado, a costa de estrechar el terreno de la contienda, que una banda armada podía vencer hoy a un Estado? Pero detrás del desafío terrorista, que absorbía toda la atención, se estaba librando otro combate más hondo de naturaleza nacionalista. Además de sus comandos clandestinos, el terrorista ha contado con numerosos representantes civiles; y, junto a su aparato militar, ha dispuesto de otro político e ideológico. Derrotado policialmente, ¿no habrá salido sin embargo ganador en estos otros combates...? Eludir esa pregunta sería prueba de complacido simplismo o de cobarde escapada; a la postre, de rendición.
Así que resulta un tanto aventurado sostener que ETA se ha ido sin ganancia alguna, porque nada se le ha pagado ni nada le debemos por retirarse. Que no haya conseguido sus objetivos máximos no significa que se ha conformado con otros insignificantes. Al decir de algún padre de la Constitución, fue su siniestra presencia la que propició el reconocimiento al País Vasco de los privilegios forales (llamados “derechos históricos”). La amenaza que el terror representaba ha sido blandida por los nacionalistas cada vez que exigían, y obtenían, alguna concesión del Gobierno central de turno. Es verdad que la autodeterminación de Euskadi aún no se ha llevado a cabo y que las Fuerzas de Seguridad no se han marchado del país, pero ambas reivindicaciones las reclama ahora abiertamente el propio lehendakari. Y, sobre todo, ¿quieren un síntoma certero de que la banda no ha fracasado?: los apoyos electorales de sus partidos herederos han crecido, y con ello los puestos institucionales que hoy ocupan. Después de sacudir el árbol, había que recoger los frutos.
Que la banda terrorista no ha fracaso lo demuestra el apoyo electoral a sus partidos herederos
Prácticamente borrada ETA, y según aquellos simplificadores, entre nosotros ya sólo reina sin rival la democracia; así de sencillo. Y la democracia no es otra cosa que el sometimiento a la regla de la mayoría, bien fácil. Nada de debatir la razón y justicia de las propuestas públicas ni denunciar los derechos humanos vulnerados, porque basta contar los votos. De suerte que casi todos los políticos y comentaristas han reiterado que lo único perverso del terrorismo era su violencia, pero no las premisas etnicistas que la animaban y justificaban. Puesto que en Euskadi se sucedieron las extorsiones y las bombas, lo primero era acabar con ello; pero lo simultáneo fue también adoptar a diario medidas que, tan sólo por ser pacíficas, pasaban por irreprochables. Por eso, como los afiliados del PNV no cometían atentados (aunque a menudo exculparan a sus autores) y sus prohombres eran elegidos a través del sufragio, ese nacionalismo parecía democrático. De hecho era ante todo pacífico, y de un pacifismo más que sospechoso cuando protegía a los violentos.
Por lo demás, no es seguro que los voceros de que la democracia ha ganado la partida contribuyeran mucho a este triunfo. Esa victoria no estriba en lograr que los violentos renuncien a sus ideas, nos explican, sino en que las defiendan sólo con la palabra. Para ello no hacía falta, sin embargo, renunciar a las nuestras ni admitir esas ideas que escinden a la sociedad entre nativos y ciudadanos y la abocan al enfrentamiento. Quedarse en ser antiterrorista no equivale a ser demócrata, al menos en el sentido más propio de este adjetivo. En realidad, los simplificadores comulgaron con unas cuantas políticas de corte antidemocrático, aunque tuvieran el aval mayoritario. Igual que los socialistas catalanes, muchos de los nuestros hablaban en prosa nacionalista sin saberlo. Incluso cuando han encabezado el Gobierno o gestionado la educación, ¿se ha escuchado de los socialistas vascos algún argumento de peso, pongamos por caso, contra la patente ilegitimidad de la política lingüística?
Más bien se diría que no acabamos de entender la naturaleza misma del nacionalismo triunfante. Todavía nos cuesta aceptar que el carácter político, y no sólo criminal, del terrorismo convertía a sus crímenes en bastante más abominables que los ordinarios. Aún se sorprenden muchos cada vez que los partidos abertzales, de derecha o de izquierda (?), manifiestan su unidad familiar desde la creencia en la primacía de los derechos de su nación sobre los demás derechos.
Es una ingenuidad creer que todo el problema vasco se agotaba en el ejercicio del terror
Pues no vayan a confundirse: el terrorismo no ha sido en Euskadi la forma exclusiva de control social ni la principal fuente del temor ciudadano. En Cataluña, sin ir más lejos, ni siquiera era preciso. Mucho más extendida ha sido la presión grupal ejercida por ese abertzalismo imperante que se recrea en su disparatada aureola progresista. Para la inmensa mayoría, el sentimiento opresivo no era tanto el miedo al pistolero como al vecino o al colega. Es el miedo de cada cual a quedarse solo lo que ha impregnado la atmósfera en Euskadi y, a mi entender, semejante control pervive bajo múltiples rituales. ¿Cómo se explica, si no, que se acepten sin rechistar esos baremos para el empleo público en la Universidad o en Sanidad en los que la lengua real de muy pocos cuenta desmesuradamente como mérito (o como requisito) para plazas cuyo cometido no exige su conocimiento? ¿Qué grado de sumisión al ambiente se requiere para que la mayoría de castellanohablantes fuerce a sus hijos a cursar el modelo de enseñanza en euskera?
No parece que estas cosas les preocupen en exceso a quienes se contentan con esa derrota de ETA. Más bien son ellos los que “contra ETA vivían mejor”, porque condenar la violencia terrorista era lo más fácil, incluso lo obvio; no exigía gran esfuerzo intelectual ni un elevado riesgo personal. Mucho más costoso era entonces —y lo sigue siendo ahora— resistir las simplezas y desmanes de la tribu nacionalista, la infección de los dogmas reinantes, la complicidad de tanto ciudadano indiferente, etc.
Por tanto, ¿a quién beneficia esta ingenuidad de suponer que todo el problema vasco se agotaba en el ejercicio del terror y que, acabado éste, ya no hay problemas? Al que siempre ha favorecido: al creyente en la causa nacionalista, no al defensor de la democrática.
Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral de la Universidad del País Vasco y autor de Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente (Alianza, 2010).
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