Pecado de complicidad
Resulta extraño que Bergoglio aún no se haya pronunciado sobre un asunto tan grave como los abusos a menores dentro de la Iglesia
El 22 de septiembre de 2013, el papa Francisco visitó la isla italiana de Cerdeña. Como es habitual, Jorge Mario Bergoglio llevaba varios discursos ya escritos que, también como suele ser costumbre, fueron distribuidos entre los periodistas de la comitiva con el compromiso de no ser publicados hasta que fuesen pronunciados. Uno de los encuentros previstos del Papa era con las víctimas de la crisis, y para ellas había preparado unas palabras llenas de sensibilidad y de cariño. No las leyó.
Cuando Bergoglio escuchó lo que tenían que decirle un parado, un pastor y una empresaria –“la falta de trabajo debilita el espíritu y provoca miedo y desconfianza en el futuro; no nos deje solos”–, hizo a un lado el discurso prefabricado e improvisó otro lleno de rabia que puso un nudo en la garganta de muchos de los que allí estaban: “No quiero parecer un funcionario de la Iglesia que viene y os da ánimos con palabras vacías. El actual sistema económico nos está llevando a la tragedia. ¡Señor, míranos! Mira esta ciudad, esta isla. A ti nunca te faltó el trabajo, eras carpintero, eras feliz. Aquí sí falta el trabajo. Los ídolos quieren robarnos la dignidad. Los sistemas injustos quieren robarnos la esperanza. Trabajo, trabajo, trabajo… Esta tiene que ser hoy nuestra oración”.
La anécdota puede servir a quienes preguntan si las virtudes que parecen adornar al argentino son auténticas o pura fachada alicatada por la mercadotecnia. Por eso resulta tan extraño que cuando esto se escribe –una semana después del durísimo informe de la ONU que acusaba al Vaticano de encubrir la pederastia en la Iglesia–, Bergoglio aún no se haya pronunciado sobre un asunto tan grave. Teniendo en cuenta además que algunos representantes de la curia romana sí lo han hecho, pero reproduciendo viejos e infames esquemas que incluyen la criminalización del delator y las dudas sobre el relato de las víctimas y la magnitud de la ofensa, lo que aumenta un dolor hondo que jamás prescribe.
Por si fuera poco, la autorización, justo 24 horas después del informe de la ONU, cursada por el Papa de forma explícita a los Legionarios de Cristo, la congregación ultraconservadora fundada por Marcial Maciel, para que puedan seguir su camino dentro de la Iglesia no vino más que a agravar una decepción –basada en que los Legionarios solo reconocen con varios años de retrasos los crímenes de Maciel que ya todo el mundo daba por ciertos– que solo se podrá remediar con una acción decidida contra el abuso hacia los más indefensos. Porque, también durante un viaje, el papa Francisco, refiriéndose a los supuestos devaneos amorosos de un alto prelado, hizo una acertada diferenciación: “Yo pienso que muchas veces en la Iglesia –con relación a este caso o con otros– se va a buscar los pecados de juventud. Y se publican. No los delitos, los delitos son otra cosa. Los abusos de menores son delitos. Me refiero a los pecados”.
Y de eso se trata, justamente. Decir los pecados al confesor es una opción de los creyentes, pero denunciar delitos tan graves como los de pederastia es una obligación de todos. De lo primero –en virtud del secreto de confesión– no tenemos noticias. De lo segundo, desgraciadamente, tampoco. Si no se denuncia a los culpables y a sus cómplices, se pasa automáticamente a ser uno de ellos.
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