Algo estamos haciendo mal
Parapetarse tras la Constitución sin revisarla, sin renovarla y crear nuevos pactos generacionales que legitimen las decisiones es un lento suicidio. Las instituciones tienen problemas de legitimidad democrática
Esta es una situación de emergencia. Apenas podemos sostener el Estado social, las instituciones del Estado democrático están en declive. Luchemos, en fin, al menos, por mantener en pie el Estado de derecho. Esta es la conclusión, que resultó estremecedora, aunque incontestable, expuesta por uno de los participantes del seminario sobre reforma del Estado, cuya última sesión se ha celebrado recientemente. Fue un seminario en el que se mantuvo, con la activa participación de un nutrido grupo de catedráticos y profesores de universidad y funcionarios de altos cuerpos de la Administración, un interesante debate sobre la huella de la crisis económica en el Estado, y la singularidad del derecho y las ideas que emanan de esta situación de emergencia.
La impresión en ese seminario dirigido por el profesor Santiago Muñoz Machado no es halagüeña. Ha surgido una nueva relación entre el Estado —que parecía todopoderoso hace no tanto— y la sociedad. La intervención estatal y el espacio de lo público andan en retroceso por diversas causas: la privatización de la seguridad ciudadana o de la sanidad, la autorregulación, la sustitución de la ley por el contrato en todos los niveles, el desplazamiento de los tribunales en su función de resolver los conflictos en beneficio de otras alternativas de carácter privado, la redimensión a la baja del Estado prestacional, el desmoronamiento del garantismo en aras de la autoprotección, el desdén hacia las leyes y las sentencias, que se manifiesta explícitamente incluso por responsables de instituciones públicas, etcétera.
Deberíamos abrigar con prudencia lo que queda de un Estado seriamente menguado por las acuciantes exigencias de la Unión Europea sobre la estabilidad presupuestaria, y, sobre todo, por las condiciones de los acreedores privados en los mercados que no cesan de reclamar reformas en todos los campos. Al hilo de palabras mágicas como son racionalidad, racionalización o sostenibilidad financiera se han hecho muchas reformas a la carrera, con serio impacto en el Estado social y el Estado autónomo, de las cuales es aún pronto para estar seguros de su resultado. El Estado de derecho y el ordenamiento jurídico parecen ya seriamente dañados desde la Constitución hasta el peldaño más bajo.
Desde 2012 se han aprobado una cincuentena de decretos leyes convalidados sin apenas debate
Desde 2012 se han aprobado nada menos que una cincuentena de decretos leyes que el Congreso ha convalidado sin apenas discusión parlamentaria y solo muy pocos han iniciado su tramitación como leyes. ¿Dónde queda el parlamentarismo y la participación de las minorías y la confianza en la discusión con publicidad? Algunas de las leyes que se han aprobado con demasiadas prisas bien resultan de difícil lectura y comprensión o sencillamente se han modificado tres o cuatro veces nada más aprobarse. Todo ello indica una premura e inseguridad en su gestación muy lejanas de las supuestas verdades únicas que la invocación en las leyes de la racionalización financiera trata a veces de presentar como la única decisión posible.
El gobierno de la crisis se ha llevado sobre todo desde la Unión Europea, de donde procede el impulso para la súbita y trascendente reforma del artículo 135 de nuestra Constitución. La dirección de la política económica se ha centralizado fuertemente en una corriente hacia arriba. Hemos podido visualizar el poder de Bruselas mejor que en décadas de disquisiciones. No tenemos hoy más derecho constitucional económico que el europeo, pues conforme a él se toman las decisiones políticas básicas en esta materia. Sin embargo, seguimos sin tener una verdadera Constitución en Europa, aunque sea bajo la forma de tratados, dotada de un circuito democrático representativo, rendición de cuentas y subsiguiente responsabilidad política. Ha surgido, con la crisis, una organización económica mediante una tupida red de soft-law —de recomendaciones, memorandos y guías—, de complejos paquetes normativos en directivas y reglamentos, y de compromisos en relaciones intergubernamentales que no se recogen en la reforma de los tratados originarios. ¿Es ese un buen modelo desde la lógica del Estado de derecho y de otras razones o necesita revisarse? ¿Siquiera alguien se plantea el dilema?
Muy densas normas europeas regulan las nuevas políticas sin que pueda alejarse la sensación de constante improvisación y del apoderamiento de las decisiones en instituciones no representativas. ¿Quién nos gobierna? ¿Qué racionalidad tiene esa madeja de normas? Hemos cedido a Europa la coordinación presupuestaria y también la política monetaria, pero no el resto de las facultades que harían posible una verdadera dirección de la política económica. Mientras tanto, nuestros desapoderados Estados, desprovistos de sus tradicionales herramientas, permanecen inermes. Al tiempo, la desigualdad entre los Estados miembros es cada vez mayor: entre los que están o no en la eurozona, entre los firmantes o no del Tratado de Estabilidad, y, especialmente, entre los ricos y acreedores países del norte y los pobres y deudores vecinos del sur. ¿Qué queda de la idea de integración europea?
No renovar la Constitución y no buscar pactos generacionales es un lento suicidio
Si en Europa tenemos un derecho constitucional económico sin una Constitución, en España tenemos una vieja Constitución con cada vez menos derecho constitucional. La crisis económica ha descosido las costuras del traje y como una poderosa lupa nos ha permitido ver numerosos defectos. La mayor parte de las instituciones tienen hoy serios problemas de legitimidad democrática o de funcionamiento o de ambas cosas a la vez. No hay casa alguna —y tampoco la Constitución— que pueda habitarse dignamente sin reformas estructurales y algo de mantenimiento después de tanto tiempo. España no es diferente. Pero nos hemos obstinado en actuar de otra manera, diversa a la habitual en el resto de los países europeos con tradiciones democráticas, enrocándonos en la intangibilidad de la ley fundamental. Parapetarse tras la Constitución sin revisarla, sin renovarla y crear nuevos pactos generacionales que legitimen las decisiones es un lento suicidio. Es urgente generar diálogos y acuerdos lo más amplios posibles.
Qué duda cabe de que debemos tratar de salir de la crisis financiera y de empleo lo antes posible, pero convendría hacerlo sin haber destrozado en el camino todo el buen tejido de normas e instituciones del Estado logradas con un esfuerzo de décadas. Preservando el Estado social que permite nuestra convivencia pacífica y nos hace iguales, aunque sea con prestaciones más austeras. Manteniendo el Estado de derecho que nos hace respetar los derechos fundamentales de todos y vivir libres. El Estado de las autonomías, que obedece al pluralismo y las diferencias territoriales, pero busca la integración y la solidaridad entre todos los españoles sin agravios comparativos. Habrá que esperar a que el polvo que cubre nuestros ojos —la depresión que genera la crisis— se asiente para poder observar mejor la realidad y hacer un diagnóstico más preciso, pero la impresión general no es halagüeña. Algo estamos haciendo mal.
El respeto al Estado de derecho y a sus principios, la voluntad de compromiso constante entre todos los partidos que respetan las leyes y el marco constitucional, un ánimo decidido de participar activamente en la Unión Europea, el sitio donde nos gobiernan realmente, parecen fármacos de amplio espectro muy beneficiosos para nuestras enfermedades. Pero habría que impulsar y acometer lo antes que se pueda reformas constitucionales y legales convenientemente pactadas en todos los niveles de gobierno. No hay otra forma de salir de esta desorientación ciudadana, de la actual inseguridad jurídica y pérdida de la legitimidad democrática.
Javier García Roca y José Esteve Pardo son catedráticos de Derecho Constitucional y de Derecho Administrativo de las universidades Complutense de Madrid y de Barcelona respectivamente. Firman este artículo en nombre de 60 catedráticos, profesores universitarios y altos funcionarios de la Administración.
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