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Enclaves naturales que han vuelto a la vida

Informar sobre el medio ambiente acostumbra a convertirse en una sucesión de malas noticias Existen también lugares que han sido recuperados de la catástrofe El hombre es capaz de rebobinar el destrozo

La laguna de la Nava, en el Mar de Campos (Palencia).
La laguna de la Nava, en el Mar de Campos (Palencia).Javier Sánchez

La costa española está cada vez más degradada, la contaminación ahoga el río Tajo, los embalses han domado los ríos gallegos, los regadíos amenazan grandes humedales. Sí. Y mucho más. Quedan lugares enormemente contaminados desde hace décadas, como la bahía de Portmán (Murcia), la balsa de lindano de Sabiñánigo (Huesca) y la laguna de chapapote de Arganda (Madrid), sin solución a la vista. Cada vez hay menos salmones y la contaminación del aire en las ciudades excede los límites recomendables. Informar del medio ambiente es dar una sucesión de malas noticias: vertederos incontrolados, incendios, especies autóctonas cada vez más amenazadas y arrinconadas por las invasoras, veneno en el campo, furtivos, urbanización de espacios protegidos, leyes laxas y una justicia lenta.

Todo eso es real. Pero aun siendo cierto esconde otra realidad: que poco a poco, y tras décadas de lucha de ecologistas, biólogos, vecinos y funcionarios –a menudo anónimos–, hay enclaves que han vuelto a la vida. No son los rincones más bonitos de España. No son parques nacionales, ni siquiera son muy conocidos, y puede que alguno decepcione si uno realiza un viaje largo para visitarlo. Pero sí que tienen la historia más edificante, aquella en la que el hombre es capaz de revertir sus pasos, de rebobinar el destrozo.

Durante una semana hemos recorrido cinco de estos lugares. Un río liberado en el parque de Gredos (Ávila) que estaba domado por una gran presa sin uso; una laguna que asoma en el Mar de Campos (Palencia) y que fue desecada por el franquismo para cultivo en los años sesenta; un río, el Segura, que se origina en Jaén, que hasta hace una década era una auténtica cloaca y que ahora alberga nutrias y anguilas; el corredor verde del Guadiamar, que nace en Sierra Morena y alcanza Doñana y que 16 años después del gravísimo vertido de Aznalcóllar acoge una emergente naturaleza, y una cantera explotada desde los años treinta en Toledo que ahora alberga un árido ecosistema endémico. Son solo cinco ejemplos, pero eso también demuestra que el desastre no es irreparable.

A menudo estos parajes cuentan una historia parecida. A veces han tenido que tocar fondo –como el Segura y el Guadiamar, pero también las Tablas de Daimiel (Ciudad Real)– hasta que la Administración se puso en marcha de forma decidida e invirtió sin vacilar. Y sin una movilización social es difícil que nadie mueva un dedo por estos enclaves. Nadie regala nada.

Descubra el antes y después de cinco lugares en la geografía española en esta fotogalería.

La cloaca de Europa ya no huele

Pedro García recuerda el día en que se metió en el río Segura por el centro de Murcia con una lancha a protestar contra la contaminación. “Todo era espuma. Metíamos las manos y las sacábamos cubiertas de ella. Era una cloaca”, cuenta este histórico militante ecologista. Corría el año 1999, y Murcia y la Vega Baja de Alicante dijeron basta. Basta a los olores nauseabundos de unas aguas que recibían miles de vertidos sin depurar de las ciudades y de la industria conservera. Estaban hartos de tener “el río más contaminado de Europa”.


Un año después, IU y la comisión prorrío denunciaron a siete altos cargos responsables del agua en la región por no atajar los vertidos. La paciencia de los vecinos había rebosado de olor a huevo podrido y en 2001 unas 40.000 personas salieron a la calle para exigir un río limpio. José Carlos González, comisario de aguas de la Confederación del Segura, era entonces funcionario en el Ministerio de Medio Ambiente en Madrid. Un par de años después pidió ir destinado al Segura. “En el ministerio se decía en broma que la única solución para el río era taparlo hasta la desembocadura y tratarlo como si fuera una alcantarilla”, ironiza ahora en su despacho.




Todo era espuma. Metíamos las manos y las sacábamos cubiertas de ella. Era una cloaca.



El escándalo y la presión eran altos. Pero lo que parecía imposible se consiguió. Miguel Ángel Ródenas, presidente de la confederación, cuenta el origen: “A partir de 2000, la Comunidad de Murcia construyó 46 depuradoras grandes y 51 pequeñas en 10 años. Se invirtieron 640 millones de euros; la gran mayoría, de fondos europeos”. Lo curioso es que las obras no eran bienvenidas: “Nadie quería las depuradoras cerca de los pueblos, ni los colectores, así que las hacíamos casi de forma clandestina. Políticamente era poco lucido”. El río seguía oliendo.


Poco a poco mejoró la calidad del agua. Y en el último año han sido avistadas nutrias y anguilas, animales que hacía décadas que no pasaban por allí y que solo se dan en aguas limpias. Evidentemente el Segura sigue lleno de problemas: lleva muy poca agua, no es un caudal prístino, está tremendamente canalizado y en ocasiones arrastra restos de plásticos, pero el caso demuestra que la contaminación no tiene por qué ser eterna. “Lo fundamental era que volviera la vida. Ahora plantamos vegetación de ribera y eliminamos barreras para los peces. Queda trabajo”, explica el histórico militante ecologista García.


Irónicamente, la denuncia en los tribunales sigue su cauce, pese a que dos de los imputados ya han fallecido. Eduardo Salazar, abogado que participa en la causa, defiende: “Ya no es una cloaca, pero los responsables de que lo fuera siguen como si nada”.

Brotes tras el lodo tóxico

Nadie en la comarca ha olvidado la madrugada del 25 de abril de 1998, sábado de feria en Sevilla. Una enorme balsa de residuos mineros de la empresa sueca Boliden reventó y vertió al cauce del río Guadiamar seis hectómetros cúbicos de lodos y agua contaminada con metales pesados como cadmio, plomo y arsénico. “Estaba en un bar cuando nos dijeron que el agua bajaba como con cenizas”, recuerda Justo Rodríguez, que fue alcalde del pueblo ribereño de Aznalcázar en los años setenta.


El lodo tóxico cubrió 62 kilómetros del cauce. “Había zonas de hasta tres metros de alto”, explica Ángel Cárcaba, un biólogo que ha hecho del Guadiamar su profesión. Él enseña a los visitantes el río. A quien no estuvo allí aquel aciago 1998 le cuesta imaginarse la escena. Solo las fotografías de los kilómetros de residuos altamente tóxicos llamando a las puertas del parque nacional de Doñana ayudan a hacerse una idea de la tragedia.




Estaba en un bar cuando nos dijeron que el agua bajaba como con cenizas



El vertido queda en la memoria y en indicios para los entendidos, porque el paisaje no puede ser más distinto. “Esto era una vega de un río cultivado por pequeños propietarios. Tras la rotura de la balsa se decidió expropiar todo, pero no por recuperarlo, sino porque la Administración necesitaba todas las tierras para gestionarlo y para compensar a los dueños, que ya no podrían cultivar”, explica en el terreno Rafael Silva, responsable de la red de espacios protegidos de Andalucía. Una vez que las máquinas retiraron el lodo y que las barreras pararon la entrada de agua tóxica a Doñana, la Administración se encontró con que tenía expropiada toda la llanura del Guadiamar. “Se hizo de la necesidad virtud y se pensó en hacer un corredor verde, un espacio protegido de conexión entre Doñana y Sierra Morena, dos parques naturales básicos y aislados”.


Los residuos fueron enterrados en la corta de la mina, la zona fue reforestada y los vertidos controlados con una inversión de 90 millones de euros que la Junta aún reclama a Boliden en los tribunales. “Nadie creía que estaría así en décadas. Pero ahora, 15 años después, ya tenemos un ecosistema que se está formando”, suelta Cárcaba. Ya no queda nada de lo que se rompió. Tan solo un montículo sellado sobre el que se puede pasear. Un mirador señala el punto en el que reventó. La contaminación ha sido reemplazada por álamos blancos, garzas, caballos en libertad para mantener a raya los arbustos, ciclistas por el camino de tierra… y al fondo, las marismas de Doñana. Cárcaba reflexiona: “Es triste, pero es así. El río estaba sucio antes del vertido. Tuvo que ocurrir una catástrofe para que lo arregláramos y lo valorásemos”.

Del explosivo a las plantas amenazadas

Santiago Sardinero es un atípico profesor de botánica. Está más cómodo en el campo que en el laboratorio. Rebosa pasión por su trabajo y dando saltos explica el proyecto de restauración de la cantera de cemento de Yepes-Ciruelos (Toledo). “Podríamos haber pintado el terreno de verde, plantas pino carrasco, que lo aguanta todo, y ya está. ¿Pero eso de qué sirve? ¿Qué biodiversidad es esa?”, insiste.


En lugar de pintar de verde el bosque, en 2006, Sardinero comenzó, junto con la empresa de cementos Lafarge, una restauración distinta, basada en recuperar la vegetación –la escasa vegetación– de la Mesa de Ocaña. Hoy Sardinero pasea entre el resultado. “Pruebe este tomillo, es distinto que aquel. Aquello son retamares y eso es lavanda. Aquí apenas llueve y la vegetación más alta es la coscoja. Hemos decidido dirigir el proceso y acelerarlo, pero no inventarnos una vegetación que no es de aquí”. Así, una de las mayores canteras de caliza de España tiene hoy una gran parte cubierta por un paisaje que también podría ser del norte de África o del cabo de Gata.


Inaugurada por Alfonso XIII en 1927 como cantera, de aquí ha salido una parte no desdeñable de la caliza que alimentó el boom del ladrillo español. No es solo que constituya un reflejo de la burbuja, sino que en el pueblo que la acoge, Yepes (5.000 habitantes), se construyeron durante los años más intensos de expansión inmobiliaria un millar de viviendas que hoy apenas tienen uso.




Podríamos haber pintado el terreno de verde, plantas pino carrasco, que lo aguanta todo, y ya está. ¿Pero eso de qué sirve? ¿Qué biodiversidad es esa?



El ritual se repite aquí con precisión. Cada diez días hay que avanzar. Para eso, las máquinas quitan hasta un metro y medio de suelo que forma la capa agrícola y lo reservan; después los explosivos se disponen a volar los 4,5 kilómetros de frente de la cantera. De ahí sale la capa de nueve metros de la caliza que luego formará el cemento. Una vez explotada, se cubre de nuevo el terreno con el suelo fértil retirado anteriormente.


En Yepes se han horadado 730 hectáreas (de cada una se sacan 250.000 toneladas de piedra caliza), según explica Fernando Púa, jefe de la explotación. En 2007, el último año del boom del cemento, la cantera arrancaba 12 hectáreas de tierra al año. Ahora, entre seis y siete. Una vez retirada la piedra, Sardinero comienza el proceso para restaurar el terreno, para reparar en la medida de lo posible la extracción. No se trata solo de volver a la situación anterior, cuando estaban plantados olivos y viñas, sino al momento previo, a la vegetación autóctona. “Dejamos que actúe la naturaleza como si fuera un barbecho. Hacerlo de forma artificial costaría muchísimo dinero y en algunos casos sería totalmente inútil”. Allí van diseminando semillas de especies protegidas que prueban cómo evitar que los conejos las destrocen. “Así tenemos ya 400 especies distintas. Eso es biodiversidad. Aunque no sea verde”, cuenta. La naturaleza en España no siempre es verde.

El Mar de Campos asoma

Quien circule por allí verá un paisaje austero, duro: el frío y seco campo castellano salpicado de cereal y alfalfa, los pueblos casi desiertos con casas de adobe semiderruidas y enormes palomares abandonados a las afueras. De la inmensa laguna esteparia que hasta 1968 ocupó este rincón de Palencia y que era conocido como el Mar de Campos apenas intuirá nada. Pero los que saben de esto ven más allá. Donde aparece una charca, ellos ven una muestra más de que es posible recuperar el enorme humedal.


“Esto era una laguna enorme que ocupaba en años húmedos hasta 5.000 hectáreas. En 1968 la desecaron para plantar regadío y la estamos recuperando poco a poco”, explica Carlos Zumalacárregui, biólogo de la Fundación Global Nature. Este leonés, que vive desde hace ocho años en el pueblo de Fuentes de Nava, lidia cada día con agricultores, ganaderos y autoridades para mantener con vida el humedal. Cuenta que es un trabajo duro, a veces ingrato, pero los frutos están ahí. Desde que en 1990 la Fundación Global Nature comenzó a comprar tierras con fondos alemanes para recuperar el Mar de Campos, las lagunas no han dejado de crecer. “Conseguimos inundarla en invierno con una concesión del Canal de Castilla”, recuerda Eduardo de Miguel, director de la fundación. Ante él, la Nava tiene unas 300 hectáreas encharcadas. Desde la carretera apenas se ve, pero desde los observatorios se aprecia un paisaje sorprendente: agua y ánsares. Una laguna en una llanura, similar a las que salpicaban La Mancha húmeda.




Con poco dinero se podría recuperar la laguna esteparia entera. Imagine lo que sería tener un Doñana en Palencia. Eso es a lo que aspiramos.



Lo que se ha recuperado es poco comparado con las 3.000 hectáreas que tenía el Mar de Campos, roturado en el franquismo, como tantos humedales, para convertirlo en regadío. Pero las aves han vuelto. Allí invernan unos 20.000 ánsares comunes, el 20% de los que cruzan la Península, y se han llegado a detectar 249 especies de aves, el 40% de las avistadas en España. Hay avutardas que se esconden entre las legumbres, patos, ánsares y hasta el pequeño carricerín cejudo, del que solo quedan unas 15.000 especies y que en su migración desde Bielorrusia a Malí y Senegal hace parada en la Nava.


Entre la Nava, Boada y Pedraza, y gracias a una inversión de fondos europeos de más de seis millones de euros, Global Nature ha restaurado unas 575 hectáreas de humedales del Mar de Campos, a los que hay que sumar los de otras regiones. Pero De Miguel, el director de la fundación, aún sueña con el gran proyecto: “Con poco dinero se podría recuperar la laguna esteparia entera. Imagine lo que sería tener un Doñana en Palencia. Eso es a lo que aspiramos”.

Un cauce liberado en Gredos

A los pies de Gredos (Ávila) hay un río que ha vuelto a ser libre. El Aravalle ruge envuelto por los tonos ocres de los árboles de las riberas y de las hojas caídas al suelo. La pista que baja desde el pueblo de Retuerta está vacía. Un día laborable no parece haber nadie en este frío pueblo de 78 habitantes. Junto al río, bajo la montaña nevada, si uno se fija ve arena. Es la prueba de que hasta el 1 de marzo de 2013, el Aravalle, afluente del Tormes, era aquí manso, subyugado por la presa de Retuerta. El dique, de 14 metros de alto y 55 de largo, no solo impedía que las truchas remontaran el cauce, sino que rompía el paisaje de una bella garganta en el parque natural de la Sierra de Gredos. “La presa fue construida en los años setenta para una urbanización que nunca se construyó, así que decidimos eliminarla”, explica Julio Pajares Alonso, comisario de aguas de la Confederación Hidrográfica del Duero.


El Ayuntamiento, que la había impulsado, quiso mantenerla, y también la Junta de Castilla y León, alegando el valor patrimonial. “Y eso que no le habían dado uso en casi 40 años”, exclama Pajares. El 1 de marzo de 2013 comenzó la demolición. No es algo sencillo. Hay que ir poco a poco para que el nivel del agua baje y no se lleve los escombros. Una piqueta va horadando la presa desde arriba. “Era el colmo. No solo había una presa en un sitio precioso, sino que no tenía uso”, explica Luis Trujillo, presidente del Club de Pescadores Valle Iruelas.




Era el colmo. No solo había una presa en un sitio precioso, sino que no tenía uso.



En Estados Unidos hay un gran movimiento para demoler presas, pero en España –y en Europa– es aún menor. Pedro Brufao, expresidente de la ONG Ríos con Vida, lucha por importar la tendencia: “Los ríos están secuestrados. En España solo queda uno libre, el Almonte [afluente del Tajo], y ya va siendo hora de eliminar obstáculos. Afortunadamente, confederaciones como la del Duero comienzan a tomárselo en serio”. Las concesiones de muchas presas hidroeléctricas comienzan a caducar después de décadas de uso privado, y en algunos lugares crecerá el debate sobre si se libera el río o se le mantiene retenido.


Aún queda arena junto a la antigua presa, pero la confederación señala que con unas cuantas crecidas, el agua se lo llevará de forma natural. El caudal durante la demolición fue de cuatro metros cúbicos por segundo y en el primer aluvión llegó a 60, con lo que ya arrastró parte de la arena. Los pescadores creen que en un año o dos estarán asentadas las plantas marinas que atraen a los peces. La presa del Aravalle será entonces solo un viejo recuerdo de cómo el hormigón entró en el corazón de Gredos.

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