Cultura de paz
El Cono Sur tiene la ocasión de liberarse de nacionalismos enfermizos
Hubo, en la sentencia de La Haya, aspectos originales, imprevistos, pero las reacciones fueron serenas, maduras, consideradas, celebrando lo que se podía celebrar y lamentando lo que había que lamentar, pero siempre con discreción, con una base de cordura. En otras palabras, hubo una novedad histórica que se manifestó en el tono, en la voluntad de paz de ambas partes. No todo quedó conquistado, consagrado, en las relaciones de Perú y Chile, puesto que hay tareas serias por delante, pero las señales positivas fueron fuertes, claras. La voluntad de paz entre ambos países se mostró sólida, inspiradora, difícil de torcer.
Todo indicaba que las cosas se habían orientado, después de largo tiempo, de esta manera. Cuando firmamos un breve, elocuente Llamado a la concordia 15 personas del pensamiento, del arte, de la cultura, del derecho, por cada lado, hubo una reacción interesante que no se llegó a conocer en detalle. Se abrió un espacio en Internet y el Llamado recibió el apoyo inmediato, espontáneo, de miles de firmas. No solo aparecieron firmantes peruanos y chilenos: se agregaron, con entusiasmo, firmas del resto de América Latina y hasta de España. Entre ellos, expresidentes de una república latinoamericana y del Parlamento Europeo, parlamentarios de diversos partidos, intelectuales, oficinistas, obreros, dueñas de casa, estudiantes. Es decir, había un deseo de paz escondido en el interior de los dos países y en todo el universo hispánico, un cansancio con la agitación agresiva rutinaria. Se había producido en los hechos, sin alardes retóricos, en silencio, un progreso subterráneo, moderno, de un fenómeno que algunos han definido como “cultura de paz”, cultura que ha crecido en el mismo centro de un planeta violento. Debería ser una lección universal. El siglo XX fue el siglo de las guerras internas y externas: desastres civiles y conflagraciones mundiales, choques ideológicos implacables, fanatismos homicidas. Parecería, al menos a primera vista, que el siglo XXI es una continuación de lo mismo, pero con bloques antagónicos desmoronados, fragmentados, con sectarismos que estaban dormidos y que resucitan con mala sombra.
Sin embargo, dentro de un contexto así, se revela en el Cono Sur del continente latinoamericano, en una zona que nunca fue fácil, una capacidad de entendimiento sorprendente. Es, si examinamos la situación con visión serena, sin minucias, sin prejuicios obstinados, una enorme oportunidad para nosotros y una fuente de inspiración para los demás. Y es, de paso, pero con fuerza, un punto muy favorable para la Alianza del Pacífico, en la que también participan México y Colombia. Se escuchan algunas frases destempladas, más bien poco audibles, pero las manifestaciones de interés surgen por todos lados, en todos los continentes. No es una expresión puramente comercial, como dijo alguien por ahí. Es bastante más que eso. Y tampoco hay que despreciar por principio los intereses empresariales y comerciales, y en nombre de algo que nadie consigue definir. Los griegos del siglo clásico y los europeos del Renacimiento también fueron navegantes y comerciantes. Los jóvenes candidatos de ahora, aspirantes, aspiracionales, dominados por la ansiedad electoral, tienen que estudiar un poco mejor a sus mayores.
No todo ha quedado resuelto entre Perú y Chile, pero las señales positivas son fuertes
Aunque no se note todavía, estamos en el comienzo de un Cono Sur cambiado, modernizado. Los gestos, las palabras, las primeras acciones, las del Gobierno pasado y las del nuevo, en el caso de Chile, demuestran que la conciencia es clara, que el proceso es sólido. Ya se escucha, en puntos heterogéneos, distantes, pero significativos, que un acuerdo con Bolivia podría ser una fase próxima. Lo dice Mario Vargas Llosa en una parte y el político socialista Camilo Escalona en otra. Habrá algunos ruidos discordantes, me digo, pero servirán para indicar que cabalgamos.
La armonía en el Cono Sur sería un cambio fundamental en el conjunto de América Latina, en el mundo “que reza a Jesucristo y habla en español”, como dijo Rubén Darío, aunque rece de diferentes maneras y hasta en otros idiomas y con otras creencias, en guaraní, en quechua, en mapudungun. Con mi manía literaria irreversible, pienso en un espacio ocupado por figuras tutelares como César Vallejo, José María Arguedas, Mario Vargas Llosa, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Pedro Prado y Roberto Bolaño, Augusto Céspedes, Franz Tamayo, Jorge Luis Borges y José Hernández. No está nada de mal. Podríamos formar un instituto multinacional notable. Podríamos dejar de ser el continente tonto del que hablaba, con mala uva, el inefable e incambiable Pío Baroja. Y si hay inversiones en todos lados, comercio en diferentes direcciones, no me molesta en absoluto. Estoy convencido, incluso, de que nos ayuda bastante.
El exceso de optimismo es un error frecuente, pero el pesimismo estructural también lo es. Si el trabajo se comienza ahora mismo y se continúa en el Gobierno que sigue, no es mal asunto. Hemos visto en una misma sala, alrededor de una mesa común, en la casa chilena de Gobierno que hace pocas décadas fue furiosamente bombardeada, al presidente y al ministro salientes y a la presidente electa y su ministro entrante. No es una fotografía que se pueda repetir en otros lugares del continente y del mundo contemporáneo. Hay que conservarla, para memoria en lo futuro, como diría don Quijote, y hay que perseverar en ella. Para doblar páginas, para liberarse de una vez por todas de nacionalismos enfermizos.
Jorge Edwards es escritor.
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