Así que pasen veinte años
En 1995 Manuel Leguineche escribió sobre Vietnam tras la guerra con Estados Unidos. "Vietnam vislumbra el comienzo de una nueva era", escribía
"La medicina más cara en Vietnam”, escribió Gabriel García Márquez hace más de 15 años desde Saigón, “son las pastillas contra el mareo”. El problema, como se vio después, no fue el mareo, sino los viejos barcos clandestinos en los que escapaban cientos de miles de vietnamitas, ataúdes apenas navegables, los piratas tailandeses, el sol inmisericorde, la falta de agua, víveres y combustibles, los tifones del mar de China. Fue el de los boat people, los vietnamitas de los barcos ilegales, un viaje a ninguna parte, en todo caso al horror, al fondo del mar, a las fauces de los tiburones o al estómago de los compañeros de viaje.
¿Qué fue del millón de vietnamitas que buscaron el paraíso perdido más allá de un país que había sufrido 30 años de guerra, la guerra más larga del siglo y el embargo económico de la potencia agresora, Estados Unidos? Los boat people esperaban, en Hong Kong cerca de 200.000, en Indonesia 121.000, en Japón 11.000, en Corea del Sur 13.000, en Macao 7.000, en Malaisia 255.000, en Singapur 33.000 o en Filipinas 52.000. No fueron héroes, sólo víctimas. Los más afortunados hallaron refugio sobre todo en California. La inmensa mayoría vivió un exilio de penalidades, una diáspora de padecimientos.
Son muchos los que han vuelto; otros han sido repatriados a la fuerza con 400 dólares en el bolsillo, el doble de la renta per cápita vietnamita. Son libres, con tal de que no ataquen al régimen.
Van Van Qui nos decía en uno de los campos de detención de Hong Kong: “Aquí seguimos desde 1989. Yo logré escapar en una barquichuela de 10 metros junto con otros 80 compatriotas. El mar fue benigno con nosotros, lo mismo que los piratas. Pagamos tres onzas de oro a cambio del pasaje, de soborno a los guardianes y a los burócratas. Lo que esperábamos era una sonrisa de bienvenida, brazos abiertos, un refugio, una ayuda, un puesto de trabajo, la comprensión de la ONU. Lo que encontramos fue un campo de concentración con sus torres de vigilancia. Me siento traicionado. Nos separaron a los refugiados políticos que obtuvieron el asilo de los inmigrantes ilegales”. Van Van Qui pertenece a la última categoría, la de los refugiados “económicos”, con el número 14.325. De 1975 hasta los ochenta la inmigración fue política; después, económica. “¿Volver, dice usted? No me fio. Dicen que Vietnam prospera, que las inversiones llegan a caño libre, pero en este mundo no todo es dinero. Además, los extranjeros sólo ven la superficie, nunca el fondo. Vietnam es la última frontera comunista junto con China y con Corea del Norte. Yo preferiría quedarme aquí, pero no me dejan. Me piden que vuelva, de buen grado o por la fuerza”.
El campo de Whitehead, en Hong Kong, alberga a 11.000 vietnamitas, de los cuales casi la mitad son niños que fueron internados recién nacidos o que han nacido allí. Han crecido entre dobles alambradas de cinco metros de altura. Nunca han visto un perro, una vaca, un caballo o un jardín. Los campeones de los derechos humanos del Pacífico, como Japón o Australia, no quieren saber nada de ellos. Están bien como están, bajo llave, pero deben regresar.
A la entrada de uno de los campos de la colonia británica (lo será hasta 1997) un refugiado llamado Gia Tuc ha construido una estatua de la libertad con una paloma de la paz y la libertad en la mano: es el símbolo de un sueño, el sueño norteamericano. Quiere ser un “viet Khien”, o sea, un norteamericano vietnamita. Todavía recuerda aquella mañana en la que su esquife zarpó del puerto de Vung Tau con destino al primer puerto asiático. Al llegar a Hong Kong después de 13 días de navegación, vio rostros hostiles, exasperados, policías marítimos nerviosos y un campo de cemento recalentado, alambres de espino y puertas de hierro. El rancho era pobre y monótono: 24 horas para pensar, para sufrir, para desesperar. Mientras tanto, mientras Mac Ñamara se arrepiente, en Saigón se escucha la cacofonía de los martillos neumáticos, el grito de los albañiles que trabajan en los nuevos hoteles, las ofertas de los chulos y de los agentes del mercado negro, el chalaneo con los burócratas de los hombres de negocios de Corea, de Singapur, de Tailandia, de Taiwan, de Japón o de Hong Kong, de Francia o Estados Unidos. Es la “economía socialista de mercado”. “Saigón del exilio y de la languidez”, escribió Pierre Loti. Saigón del frenesí.
Ciudad Ho Chi Minh tenía tres millones de habitantes durante la guerra; ahora cuenta con más de cinco millones. Los campesinos y los pescadores de un litoral de 2.500 kilómetros se han lanzado en tromba sobre la “puta de Asia”, que exhibe nada más llegar al aeropuerto los anuncios de los grandes bancos. “Enriqueceos”, dicen los dinosaurios del partido, discípulos del chino Deng Xiao Ping. “Mi ideología es el dinero”, me decía un estudiante de inglés y de informática, las dos asignaturas con futuro. Hace ya tiempo que Faulkner derrotó a Malraux y el bourbon al pernod. Mano de obra tirada por los suelos. Mercedes y fábricas de refrescos, edificios que crecen como hongos después de la lluvia, más prostitutas que antes, corrupción, delincuencia, 10.000 drogadictos censados. La historia se repite por segunda vez como negocio. Vietnam ofrece el índice de crecimiento más alto del continente. En el año 2000 se habrá reunido con los pequeños dragones o los tigres del Pacífico. Los espabilados hacen fortuna; más de medio millón de campesinos se pudren en los cinturones de la miseria.
El veterano vuelve al lugar del crimen, con 20 kilos de más, para recorrer como turista la ruta Ho Chi Minh o almorzar sopa con tallarines en un paisaje en el que estuvo a punto de perder la vida. En los túneles de Cu Chi te permiten disparar con un AK47 a cambio de un dólar la bala. Se apuesta de nuevo en el hipódromo. Es la hora de la apertura, del “doi moi”. Capitalism now. La mitad de la población vietnamita cuenta menos de veinte años. “Nosotros teníamos hermosos sueños; ellos tienen el porvenir”, confiesa un ex combatiente vietcong. En la discoteca del hotel Royal de la austera Hanoi, que cambia de piel a grandes pasos, los rayos láser barren la pista. Madonna ya no es pecado. Camisetas con la inscripción “Miss Saigon” o “Good Morning Vietnam”. Hemos ido a Vietnam para buscar la memoria y hemos encontrado el olvido. Cuatro, cinco, seis millones de parados, de 74 millones de habitantes. Las promesas de paraíso socialista han quedado en esto: “Somos una generación sacrificada por cosas inútiles. ¿Para esto hicimos la guerra?”, se lamenta una ex guerrillera del Frente de Liberación Nacional. Y añade: “Estamos demasiado ocupados en sobrevivir o en hacer negocio para poder mirar hacia atrás”.
Ahora el sueño es la Dream II importada de Tailandia, la motocicleta Honda que cuesta casi 3.000 dólares. Son ya 3.000 los norteamericanos que hacen negocio a la sombra del hotel Continental, el del “Americano impasible” de Greene que ahora se llama Dong Hoi (Insurrección), el Caravelle (Doc Lap, Independencia) en cuya terraza el general Abrams pronunció en 1968 una frase memorable: “No podemos abandonar a los comunistas tanta hermosura”. Del ardor revolucionario sólo quedan hombres de las calles. Ahora mandan los casinos, las discotecas y los campos de golf. El dólar ha ganado la guerra. Los turistas visitan los Museos de los Crímenes de Guerra que los ex combatientes norteamericanos quieren rebautizar con el nombre de Museos de la Guerra, a secas. Un guitarrista tullido, víctima de un morterazo en Ke San, canta una vieja melodía tumbado bajo un tamarindo. Cayeron 58.000 norteamericanos (el síndrome de Vietnam) y dos millones o dos millones y medio de vietnamitas. Rambo, Platoon, Chaqueta metálica, agente naranja, mechero Zippo...
El refugiado Minh no quiere volver a casa. Es un boat people que salvó de milagro el pellejo. Ahora, encerrado en un campo de Filipinas, recuerda el viaje hacia la libertad en un decrépito junco chino. “El agua estaba subiendo”, recuerda, “era necesario achicarla, si no, nos íbamos a hundir todos. Para trabajar hace falta fuerza. Nos moríamos de hambre. Había que comer. ¿Por qué no comerse a los muertos? Nadie pensó en ellos hasta entonces. Todo el mundo comió. Lo que ocurre es que algunos lo han olvidado”. Al grupo de los 52 supervivientes, de las 110 personas que salieron con sus pastillas para el mareo desde Vung Tau, los llaman sat nan, devoradores de hombres.
Uno de los bares más conocidos de Saigón se llama Apocalypse Now. Está rodeado de sacos terreros y escenografía de guerra. La bebida de la casa se llama B-52. El camarero me promete que si me bebo el cóctel mi cabeza explotará como una bomba, una bomba de un B-52.
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